Cuando pienso en premios literarios enseguida recuerdo esa frase de Clarice Lispector: “Escribir es uno de los modos de fracasar”, que fue la respuesta ante la pregunta de una joven periodista interesada en saber si la literatura ofrecía alguna compensación. Como es lógico la escritora brasileña, de origen ucraniano, no se refería al éxito en ese sentido de Paulo Coelho o en el de Jorge Luis Borges que obtuvo todos los premios y reconocimientos a saber, pero al cual el Premio Nobel de Literatura le fue esquivo, al punto tal que Borges bromeaba diciendo que era ya una costumbre escandinava negarle el premio cada año. Desde esta perspectiva Borges como escritor fue un fracaso, pero Coelho, que ha escrito una novela titulada El Zahir y que ha vendido millones de libros y quien también ha obtenido una lista de premios larga podría ser considerado un escritor exitoso. No se tome en cuenta para nada que “El Zahir” (oh misterios de la literatura) es también el título de un cuento de Borges.
En ocasiones el jurado se presta (la mayoría de las veces) a esa ruleta rusa de otorgar el premio a escritores y poetas tan neutros como el agua potable, por no decir grises.
Lo que intento señalar con esto es que los premios van asociados al éxito cuando la realidad es otra y los mismos no deciden qué autores, o en todo caso qué libros, pasarán a formar parte indispensable del canon clásico de la gran literatura. Borges ya en vida era autor insoslayable, pero dudo mucho que los libros de Coelho se recuerden en un futuro lejano e incluso en una galaxia lejana, muy lejana.
La respuesta de Clarice Lispector apuntaba más bien a la creación del arte literario como una fina filigrana de esfuerzo y trabajo de artesano con las palabras, o como lo escribió Enrique Vila-Matas: “Salvo que sea un pavo real, ningún escritor lúcido termina un libro creyendo que alcanzó por completo el objetivo deseado. También son respetables los libros incompletos, pero por lo general no son como el autor los había pensado. Está lleno de buenos libros en los que, aunque no suele saberse, el autor buscó un efecto concreto y no lo logró, quizás buscó una cima y se quedó en el camino”.
Los premios buscan validar en algo ese quedarse en el camino del trabajo de muchos escritores, ese fracaso secreto en la cual algunos autores (preocupados en la literatura como una compleja relojería de arte y no como una charlatanería de sintaxis y mecanografía que los lectores engullen para pasar el rato mientras viajan o se encuentran en alguna cola esperando) naufragan sin intención.
En nuestro país los premios responden a camarillas políticas, a mafias de poetas bohemios, a cofradías cerradas para el autobombo y la fiesta. Otorgados a dedo, con un jurado prestigioso, al final dejan al descubierto a escritores sin valor alguno, a relacionistas públicos que redactan muy bien, pero que en el fondo (muy en el fondo) son unos idiotas sin nada que decir. En nuestro país los premios sirven para validar a unos seres pobres de espíritu que harán todo lo posible para que los creadores literarios de verdad, que los hay, se queden al margen rumiando su malestar y todos felices.
En otras latitudes los premios se utilizan para darle brillo y validez a determinadas editoriales y a esos escritores que no fastidian a la administración ni a las buenas costumbres. Las experiencias más traumáticas y vergonzosas con los premios literarios las cuenta Thomas Bernhard en su libro póstumo Mis premios, en que relata algunas peripecias de los emperifollados actos oficiales de la entrega, de cómo se hace la selección del candidato a determinado premio y de esas sumas miserables en metálico que otorga el Estado, o la empresa privada, los cuales en vez de ser denunciados como mecenas miserables son ensalzados en la prensa como benefactores del arte y la cultura literaria. Pero citemos un fragmento de Bernhard, quien fungió como jurado de un premio importante: “Yo era partidario de dar el premio a Canetti por su Auto de fe, su genial obra de juventud que, un año antes de aquella reunión del jurado, se había reeditado. Varias veces dije la palabra Canetti, y cada vez los rostros sentados a la larga mesa se habían contraído dolorosamente. Muchos de los que se sentaban a la mesa no sabían quién era Canetti, pero entre los pocos que lo conocían había uno que, de pronto, después de haber vuelto a decir yo Canetti, dijo: es que también es judío. Entonces hubo aún un murmullo y el nombre de Canetti dejó de ser tomado en consideración. Todavía hoy tengo esa frase en los oídos, ¡es que también es judío!, aunque no puedo decir quién la pronunció en la mesa. Pero todavía hoy oigo muy a menudo esa frase, que vino de algún rincón sumamente siniestro, aunque no sé quién la dijo. Esa frase ahogó en la cuna todo debate ulterior sobre mi propuesta de dar a Canetti el premio. Entonces decidí no participar en absoluto en el debate ulterior y me limité a permanecer sentado a la mesa en silencio. (…) Ahora se había oído de pronto el nombre de Hildesheimer, y todos se recostaron en sus sillas, aliviados, y dieron su aprobación al nombre de Hildesheimer, y en unos minutos fue elegido Hildesheimer nuevo ganador del Premio Bremen. Probablemente ninguno sabía quién era realmente Hildesheimer. Al instante se comunicó también a la prensa que, tras aquella sesión de más de dos horas, Hildesheimer era el nuevo ganador del premio. Los señores se levantaron y se dirigieron al comedor. El judío Hildesheimer había recibido el premio. Para mí aquello fue lo mejor del premio. No he podido callármelo”.
Los premios literarios tienen algo de lotería y muchos están amañados, algunos utilizan barajas marcadas, o dados cargados.
Mi experiencia personal con los premios literarios ha resultado una comedia de equivocaciones. A pesar de ello he ganado algunos, pero eso no me ha hecho mejor escritor. Es decir, los premios han subrayado mi fracaso en esa visión de Clarice Lispector. Si se quiere escribir con aquilatado peso los premios son inútiles y a esos escritores que viven agenciándose premios literarios para obtener sus cinco minutos de fama respectivos también pierden el tiempo.
El Estado como benefactor cultural ha instituido sus premios de rigor. El final del discurso de Thomas Bernhard, con motivo de recibir el Premio Nacional Austríaco (el pequeño), podría servir como formato para cualquier Estado que reparte por igual premios culturales como bolsas de comida: “El Estado es una creación constantemente condenada al fracaso, el pueblo, una creación ininterrumpidamente condenada a la infamia y la debilidad mental. La vida, una desesperanza en la que se apoyan las filosofías, en la que todo, en definitiva, tiene que volverse loco. Somos austríacos, somos apáticos; somos la vida como desinterés común por la vida, somos, en el proceso de la naturaleza, el sentido de la megalomanía como futuro. No tenemos nada que decir, salvo que somos miserables y que la imaginación nos ha hundido en una monotonía filosófico-económico-mecánica”.
Los premios literarios tienen algo de lotería y muchos están amañados, algunos utilizan barajas marcadas, o dados cargados, e incluso algunos son otorgados con antelación antes que el jurado abra las plicas respectivas. En ocasiones el jurado se presta (la mayoría de las veces) a ese ruleta rusa de otorgar el premio a escritores y poetas tan neutros como el agua potable, por no decir grises. Se da el caso en el cual los premios se van deteriorando no por culpa de las camarillas amañadas que los otorgan, sino por los premiados. Por ejemplo el Premio Nacional de Artes Plásticas se vino a pique cuando se lo otorgaron a la señora Sofía Ímber; que se conozca la doña nunca había pintado un cuadro o se había dignado a plasmar un monigote en algún baño público. A todas luces los premios literarios en nuestro país, y quizá en otros países, sólo son una forma sutil para desdeñar la honestidad, de esa podredumbre de convertir en figurantes a un sinnúmero de mediocres para de esta forma desfigurarlo todo.
El poeta Francisco Arévalo, que ha obtenido varios premios destacados, tanto en narrativa como en poesía, me ha dicho que los premios literarios poseen cierta extraña poética y sus entretelones siempre son absurdos e interesados, o para citar sus palabras: “Los premios literarios en un tiempo fueron la vía natural para publicar. En mis inicios recurrí a ellos con ese fin. He ganado algunos, pero a pesar de ello soy medianamente conocido y mis libros, salvo amigos y algunos adeptos que los han leído, son desconocidos por completo. Un premio no es indicador de nada. No obstante para escribir sólo es necesario seguir creyendo en las palabras como una manera de darle piel de ficción y metáfora a la realidad siempre implacable y aguafiestas. Esto de los premios me trae a la memoria a Rafael Zárraga, quien perdido en un pueblo de Yaracuy ganó algunos premios importantes, pero es si se quiere un ilustre desconocido, a pesar de ser un narrador de excelentes méritos. Los premios son una ayuda, pero el escritor que descuide su trabajo de fragua con las palabras descubrirá que ningún premio vendrá en su auxilio ante ese abismo de una escritura sin frutos luminosos”.
La chica de protocolo lo ubicó en una mesa sobre el auditorio. Un coro cantó las gloriosas notas del himno. Hablaron algunas personalidades. Le llamaron y le hicieron entrega de un cheque y un diploma. Cuando le cedieron la palabra dijo: “Este cheque tiene fondos”, luego una leve sonrisa y un gracias. Eso fue todo. Volvió a su asiento. Hubo aplausos y tequeños. De regreso a casa pensó en las hojas en blanco que lo esperaban, en las obsesiones que debía escribir para quitárselas de encima. Le aguardaban también folios que debía reescribir, líneas que tachar, palabras que desechar hasta pulir el estilo, hasta darle la forma deseada a las palabras. El cheque en la cartera, el diploma traspapelado en el desorden del escritorio y el fracaso entrando como un insomnio helado por la ventana.
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