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Ese ensayista llamado Eugenio Montejo

miércoles 21 de junio de 2017
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Eugenio MontejoEugenio Montejo es poeta de muchas voces, como de distintos rostros, personajes que lo han destinado a ser “uno y múltiple”, de allí la transfiguración del tiempo que lo ha ocupado y lo sigue ocupando en el oficio de escribir.

Alberto Hernández

Tengo a la mano, en mi biblioteca (o como dicen los amigos mierdoteca), los libros de Eugenio Montejo (1938-2008), de quien he leído, en forma reiterada, sus ensayos más que sus poemas. Alejandro Rossi escribió que muchas veces la crítica literaria obviaba la escritura y sólo se concentraba en el autor; en mi caso olvido al gran poeta y me centro en ese formidable autor de ensayos. Uno como lector, más que como crítico, tiene sus manías y preferencias.

Releyendo de nuevo los ensayos del libro Taller blanco (en una edición mexicana de la Unam), compruebo que el escritor de estos textos ha olvidado al poeta y sus escritos resultan de una pulcritud crítica exacta, y en algunos ensayos Montejo hace alarde de una meditación en profundo sobre lo poético, o sobre el trabajo con las palabras, sin llegar al tópico ni al almibaramiento textual, a lo que son muy afectos muchos poetas cuando escriben ensayos.

Montejo, comparado con otros poetas (de la ciudad de Valencia) que han merodeado por el ensayo como Alejandro Oliveros, José Joaquín Burgos, Luis Alberto Angulo, Milagro Haack o Reynaldo Pérez Só, es sin dudas el más aventajado. Burgos se ha quedado en la nota del periódico sin pasión ni morbo alguno. En Angulo y Pérez Só hay una dejadez e inconsecuencia con el ensayo bastante notable. Milagro Haack no tiene pretensiones eruditas con sus textos ensayísticos y son más bien anotaciones evocativas puntuales y que semejan mucho un diario de inquietudes. Alejando Oliveros es el más consecuente y en los ensayos de Oliveros se percibe mucha lectura y erudición, pero sus textos pecan de cierta formalidad tanto en lo estilístico como en lo conceptual y en ocasiones sus ensayos resultan fraseología plana de profesor a media tarde. Hay mucha sobriedad (y nada de ebriedad), de allí que sus escritos ensayísticos son buenos como materia para ascenso de grado, pero del resto le falta esa angelación de belleza que en los ensayos de Montejo sobra. Aunque mi primera lectura del Montejo ensayista me dejó un sabor esquivo en el alma.

El primer libro de Montejo que cayó en mis manos, y leído en mis días de bachillerato, fue La ventana oblicua (1974). En ese momento los ensayos contenidos en el libro me resultaron recargados de obviedades, y con un estilo casposo de profesor de cátedra literaria, que me desalentó bastante. Como era lógico, esta valoración era más hormonal que de lectura imparcial. En todo caso era injusta y vengativa, ya que por esos días tenía a todos esos poetas vinculados a la Universidad de Carabobo como escritores domesticados y voceros de una literatura sin faltas ortográficas ni políticas.

Muchos años después volví a fisgonear por esa ventana oblicua y el estilo de alcanfor profesoral persistía, pero en sí eran buenos ejercicios del género ensayístico. Lo escrito por Rafael Arráiz Lucca sobre este libro se ajusta mejor: “Los ensayos recogidos en La ventana oblicua son devocionales. Lecturas de las obras de Bousquet, Valéry, Novalis, Benn, Supervielle, Dávila Andrade, Drummond de Andrade, Rimbaud, Espriú, Machado, Ungaretti, Cernuda, Kafka, Cassou, Jung y dos venezolanos, Ramos Sucre y Sánchez Peláez, trazan un mapa completo de los autores que influyeron en él hasta la fecha, cuando contaba treinta y cinco años. Entre todos estos textos destaca uno centrado en la reflexión sobre la naturaleza de la poesía, y no sobre autor alguno. Se titula ‘Tornillos viejos en la máquina del poema’. Escrito en 1969, contiene ya todos los elementos de la ars poética que Montejo desarrollará en las próximas décadas”.

Montejo posee el virtuosismo de tomar varios hilos de un tema y enhebrarlos con mucha naturalidad.

En el otro libro, El taller blanco, Montejo alcanza cierta exquisitez en algunos ensayos y el libro grosso modo es si se quiere redondo y de una luminosidad estilística impecable. De este libro existe una primera edición en Fundarte, pero la editada por la Universidad Autónoma de México reúne nuevos ensayos y se percibe un esmero y como una dedicación en delicado por la edición del libro. La revisó el mismo poeta Montejo, y con respecto a este libro Arráiz Lucca anota: “En El taller blanco Montejo añade nombres al catálogo de sus devociones. Pellicer, Cavafis, Biel, otra vez Machado, Blaga y, de nuevo, dos venezolanos: Gerbasi y Ramos Sucre, el recurrente. Ignoro por qué no incluyó en esta selección de ensayos el hermoso prólogo a la Antología poética de Fernando Paz Castillo. La obra y vida de este poeta fue siempre objeto de culto para Montejo. En El taller blanco, al igual que en el libro anterior, privilegia la reflexión sobre la naturaleza de la poesía. ‘Poesía en un tiempo sin poesía’ es una vuelta de tuerca sobre el mismo tema”. Más que devociones yo las llamaría precisiones sobre determinados autores, y que en Montejo lector fueron sin duda decisivos para aprehender el oficio con las palabras desde experiencia de la influencia.

Montejo en el libro aborda temas bastante contrapuestos entre sí, pero que van unidos por la capacidad expansiva de los mismos en varias direcciones. Montejo posee el virtuosismo de tomar varios hilos de un tema y enhebrarlos con mucha naturalidad. Por ejemplo, el estilo peculiar de Simón Rodríguez, a la hora de escribir-diseñar sus ideas/textos en la página, le sirve como pretexto para reflexionar sobre las utopías educativas de Rodríguez y darle actualidad al convertirlo en precursor del experimentalismo poético, tan en boga hoy con las vanguardias pictóricas y literarias. Mi fascinación por el texto sobre la panadería familiar de su infancia, y el sentido de ver la escritura del poema como un trabajo de sutil artesanía, es absoluta e incondicional. También está ese texto sobre Georg Christoph Lichtenberg, y que de forma oblicua menciona al escritor y siquiatra José Solanes, en la cual realiza una eficaz disertación sobre sus aforismos, tensando el arco sobre ese insólito profesor de Gotinga y lanzando la flecha sobre su embeleso por el tabaco de Varinas.

Los ensayos en Montejo se construyen frase a frase. Existe como una estructura que se piensa desde la albañilería, hay como un pulir de las palabras hasta dejar sólo el hueso liso de su luminosidad.

El poeta Montejo tiene 66 años y gana el Premio Internacional de Poesía y Ensayo Octavio Paz, concedido por la Fundación Amigos de Octavio Paz. Premio que subraya el trabajo poético y ensayístico de alto nivel. En su discurso escribe que quizá resulte infrecuente vincular el inicio de un arte verbal como la poesía con el pedestre trabajo de los talleres donde se confecciona el pan, y evoca un texto de López Velarde que hace alusión sobre “el santo olor de la panadería”; pero leamos al propio Montejo: “Todavía en mi niñez era posible encontrar en su seno, como en otros núcleos de trabajos artesanales, ciertas prácticas de oficio que podían proporcionarnos algunas enseñanzas equivalentes a las de la escritura. Y sobre todo, dentro del cotidiano trajín de la cuadra, se aprendía a valorar la fraternidad como una luz esencial entre los hombres. Diría que la fraternidad, ese sentimiento tan propicio a la voz del poema, había adquirido en aquel ámbito el color impoluto de la harina que marcaba su presencia en todas las cosas”.

Los aportes de Montejo al ensayo como género son varios, pero me gustaría destacar esa profundidad aleatoria y de fácil asimilación ya que no recurre a la farragosidad escritural para impresionar como lector erudito; tampoco recurre a la ampulosidad poética y más bien realiza malabares con algunas metáforas sin llegar al ripio ni a la alabanza rastrera y de cohetería falsa. Otro aspecto a destacar es su meditación sobre el proceso de la escritura; sobre esa relojería que debe ser precisa para seducir al lector y que debe (por sobre todo) poseer algo de encanto sorpresivo para no fastidiar y arrancar los bostezos respectivos.

En uno de sus poemas anotó que alguna vez escribiría con piedra, que estaba cansado de las palabras. Sin embargo sus textos en prosa tienen la ligereza de un aleteo de mariposa y no obstante poseen esa durabilidad de la piedra como una característica esencial para la escritura del ensayo del día.

Los ensayos en Montejo se construyen frase a frase. Existe como una estructura que se piensa desde la albañilería, hay como un pulir de las palabras hasta dejar sólo el hueso liso de su luminosidad. Me hubiera gustado escribir este texto con piedras vivas y dejarlas a la intemperie en esa línea de equilibrista del horizonte por aquello que mejor poetizó Montejo: “Con piedra viva escribiré mi canto / en arcos, puentes, dólmenes, columnas, / frente a la soledad del horizonte, / como un mapa que se abra ante los ojos / de los viajeros que no regresan nunca”.

Carlos Yusti
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