“Sobre llevar un diario: Es superficial entender el diario como un simple receptáculo de los pensamientos secretos, privados de alguien —como un confidente que es sordo, mudo y analfabeto. En el diario no sólo me expreso de manera más abierta de lo que podría ante cualquier otra persona; me creo a mí misma”.
Susan Sontag
No comulgo mucho con los diarios escritos por poetas y escritores. No obstante he leído algunos tratando de encontrar las claves de la escritura. En contados diarios se ofrecen algunos trucos y magias al momento de enfrentar las palabras. En muchos hay un mariposeo del día a día, en otros van narrando sus abismos y demonios personales como si de una novela de terror se tratara. Algunos no son más que plañideras quejas con respecto a la existencia y las estrecheces de rigor. En distintos diarios puede encontrarse el ego del poeta, o del escritor de novelas y cuentos, desparramado por muchas páginas, son diarios escritos desde el espejo narcisista de lo más patético. En muchos diarios descubro frases y visiones del mundo como dardos precisos de la inteligencia.
Los diarios de Franz Kafka descubren un espíritu poseído de literatura, era un enfermo crónico de literatura. En ellos no hay un insecto, pero todas las anotaciones reptan y se arrastran a un son absurdo. Kafka observa el mundo que le ha tocado en suerte como un forcejeo irracional de relaciones interpersonales, de relaciones poco gratas y difíciles. Como es lógico Kafka era un bicho bastante raro, especie de nerd como metido a la fuerza en su época. De los diarios de Kafka me quedaría con algunos sueños (e insomnios) que él narra con su estilo característico: “Diarios, 30 de agosto de 1912. Esta tarde, mientras estaba acostado en la cama, alguien hizo girar rápidamente una llave en la cerradura; durante un instante tuve cerraduras por todo el cuerpo, como en un baile de disfraz; aquí y allá, con breves intervalos, abrían o cerraban una de las cerraduras”. O este otra anotación: “Diarios, 27 de mayo de 1914. Ayer el caballo blanco se me apareció por primera vez mientras me dormía; tengo la impresión de que surgió de mi cabeza, vuelta hacia la pared; pasó por encima de mí, y saltó de la cama, perdiéndose luego”.
Un buen escritor de diarios fue André Gide. Quizá fue el primero en tener el diario como un escrito que podría interesar a los lectores y aunque para mi gusto peca de cierto regodeo narcisista ha resultado a la larga como el diario paradigmático para otros escritores. No escribe para exhibir su día a día, sino para dejar constancia de su grandeza/inteligencia como escritor. Por eso escribe Laura Freixas: “Dijimos que el diario de Gide se sitúa en la estela de los grandes diarios íntimos y póstumos del siglo XIX (Benjamín Constant, Stendhal, Maurice de Guérin, Vigny, Delacroix…); pero Gide fue precisamente uno de los principales artífices, si no el principal, de la sustancial transformación del género. Con él, que lo publica —no enteramente, pero sí en su mayor parte— en vida, el diario íntimo se convierte en un género literario, en un texto concebido como libro, destinado —aunque no sea directamente, sino en última instancia— a los lectores”.
El tono del diario es algo así:
18 de marzo
(…) Tengo la cabeza atestada de mi obra; se agita en mi cabeza; no puedo ya leer, ni tampoco escribir; se interpone siempre entre el libro y mis ojos. Es una inquietud de espíritu intolerable. A veces me dan unos arrebatos en que lo dejaría todo, enseguida, anularía las clases, enviaría a paseo a todo el mundo y las exigencias de las visitas que debo hacer, para encerrarme en mí mismo “como una torre” y elaborar mi visión…
***
8 de enero
¿Por qué de El inmoralista imprimo trescientos ejemplares?… Para disimular un poquito, ante mí mismo, mis malas ventas. Si imprimiera mil doscientos, me parecerían cuatro veces peores; me harían sufrir cuatro veces más.
Como se ve sólo hay rutina estética, carpintería desganada de escritura del yo, y por eso Gide anota en el diario:
Valmont, 30 de marzo
Desde hace tiempo este cuaderno ha dejado de ser lo que debería ser: un confidente íntimo. La perspectiva de una publicación, aunque sea parcial, de mi diario, como apéndice a mis Obras completas, ha falseado su sentido, y también fatiga o pereza y dislocación de mi vida, temor a que se pierda lo que habría debido verter en libros o artículos (…).
El diario debió ser para Renard un descubrimiento inesperado como lo sería para el lector.
Un diario que resulta delicado es el escrito por Jules Renard y donde el yo se encuentra como movido de sus goznes. Renard parece más interesado en ser deslumbrante que un quejica narcisista a lo Gide. Su diario posee un toque de revelación tanto de sus colegas escritores como de su ambiente hogareño y literario. Renard es un observador peculiar y las anotaciones que hace en ocasiones son chispazos luminosos de este mirar sin prejuicios la vida, de este ver la vida no con los ojos del escritor, sino con los ojos del paisano que también quiere deslumbrase con la vida desde la escritura.
En su diario anotó: “Yo nací para el éxito en el periodismo, la gloria cotidiana, la literatura abundante: leer a los grandes escritores lo cambió todo. De ahí, la desgracia de mi vida”. Renard no se consideraba como un gran escritor en mayúscula, sino como un escritor inteligentemente competente. Quizá por ello Enrique Vila-Matas en un ensayo escribe: “Los estallidos de lucidez que Renard desperdigó a lo largo de su Diario —donde exhibe maestría en el apunte rápido, siempre buscando ‘la frase que vibra, corta como un alambre demasiado tenso’— fueron a parar grotescamente, a mediados del siglo pasado, a los almanaques y los calendarios de cocina de media Europa. Era un destino más bien lamentable para la prosa de este admirable diarista, escritor sobrado de talento”.
El diario debió ser para Renard un descubrimiento inesperado como lo sería para el lector. De las muchas anotaciones estupendas que hizo, hay dos en su diario que para mí son extrañas, ya que una me recuerda los aforismos de Lichtenberg y la otra es una greguería que ni Ramón Gómez de la Serna: “Hombre sólido y fuerte como un armario… lleno de ropa sucia”. “El murciélago, que vuela con su paraguas”.
La poeta Alejandra Pizarnik escribe en su diario: “No quiero ver a nadie. Necesito soledad. Desearía estar en un lugar desolado, o en una clínica. Dormir bien, tener un florero con violetas frescas, fumar poco y beber limonada. No llorar ni reír. Tomar en serio mis apuntes y mis libros. ¡Oh, cómo deseo vivir solamente para escribir!”. No obstante este deseo tan cristalino y luminoso esconde ese otro lado de moneda un poco sombrío y algo tétrico. El diario de Pizarnik es un prontuario del dolor, pero también es una requisitoria sobre las limitaciones al momento de escribir y un recordatorio constante de no faltar a esa cita inexplicable con el suicidio. Este deseo de vivir sólo para escribir empuja a la poeta a ese abismo donde lecturas, apremios de escritura y autocritica para utilizar el lenguaje se entremezclan, convirtiendo el arte de crear en un sutil cielo/infierno de dolor. Para Cesare Pavese (suicida al igual que Pizarnik) el diario es el punto final que corona una obra literaria consolidada, o como escribe Alejandro Zambra: “Pavese es consciente de su legado: sabe que deja una obra importante, cumplida, sabe que ha escrito alta poesía, sabe que sus novelas soportarán con decoro el paso del tiempo. No tenía motivos para quitarse la vida, pero se encargó de inventarlos, de darles realidad. El oficio de vivir es un registro de teorías y de planes, de diatribas y digresiones, pero sin duda en la lectura prevalece el recuento de pensamientos fúnebres, casi siempre extremos y a veces más bien peregrinos, propios de un joven envejecido que de a poco va convirtiéndose en un viejo adolescente”. Pizarnik, sin una obra tan contundente como la de Pavese, escribe su diario desde ese estadio de muerta-viva, o como ella lo escribe: “Escribir un diario es disecarse como si se estuviese muerta. Mi búsqueda del silencio lo corrobora y también mi fervor por las posiciones físicas que evocan las de los muertos”.
Pavese, en El oficio de vivir, se inventa sus demonios, a decir de Zambra, para envolver de dramatismo telenovelero a su diario. Zambra acota: “El oficio de vivir es el de la ya mencionada autoflagelación literaria. Al comienzo duda, razonablemente, de su escritura: se queja de su idioma, de su mundo, de su lugar en la sociedad, se retracta de sus poemas, quiere escribirlos de nuevo o no haberlos escrito”. En este proceso autocrítico es muy parecido al de Pizarnik, sólo que el diario de la poeta era como más natural y el del escritor italiano como más pensado a ser sólo eso: una hermosa guinda final al gran pastel de una obra ya hecha.
Ricardo Piglia (Los diarios de Emilio Renzi. Años de formación) y Enrique Vila-Matas (Dietario voluble) ven el diario como una posibilidad metaliteraria, es un comodín maleable que les permite explorar todas las incógnitas y secretos del género para construir así un castillo ficticio en el que entra el lector a tientas y sin saber en qué punto se inicia lo literario, lo ficticio y lo real o cuáles son los límites de la realidad amasada con literatura o ese trozo literatura retorcido con la realidad pura y simple.
Ángel Rama, crítico literario y profesor, también escribió un diario, y más que exorcizar sus demonios lo que hace es exhibir una nostalgia resentida debido a su exilio involuntario en Venezuela.
El diario de Rama tiene la particularidad de estar escrito por un profesor. No hay una frase inteligente que se pueda rescatar. Hay como un desasosiego de perro rabioso por ser un exiliado típico. Estando en Venezuela como invitado se desata en Uruguay una feroz dictadura y entonces queda atrapado en esa zona muerta (para él, se entiende) que es Caracas. Una ciudad tan alejada de esa ciudad tan cosmopolita y llena de vida intelectual e intensa como es Montevideo, según anota, palabras más, palabras menos, en su diario. Estaba como obligado en nuestro país. No obstante es uno de los impulsores de un proyecto literario sin precedentes como lo es la Biblioteca Ayacucho.
El diario de Rama es una bitácora doliente de un exiliado que mira por sobre el hombro a los otros escritores y profesores debido a que no se amoldan a su esquema de verticalidad comprometida. Intelectuales que a él le resultan incultos; especie de parásitos de los gobiernos de turno sin conciencia política, sin compromiso social y que a la larga no son otra cosa que borrachines patrioteros y xenófobos que se despilfarran en francachelas y tertulias en los bares de Sabana Grande, los dineros por servicios prestados a las instituciones culturales del Estado. Mauro Libertella excusa su pose de perdonavidas cuando escribe: “Sucede que el ímpetu crítico y la moral política de Ángel Rama eran de un vigor que parecía aplastar a su paso la mediocridad y el silencio, la flaqueza intelectual y la falta de conciencia histórica y social. Así, Rama fue un crítico respetado, a veces venerado, pero también silenciosamente temido”.
Escritores y poetas venezolanos, más que temerle lo odiaron a muerte, y según lo escrito en el diario, hicieron causa común para desprestigiarlo e insultarlo por algunos medios impresos. Al parecer Rama se tomaba todo muy a pecho y su militancia (más teórica que práctica) por la redención de los pueblos oprimidos en la ignorancia no le permitía ver la vida con cierta levedad. Es un diario escrito con las entrañas del resentimiento y el prejuicio. En su paso por el país, Rama desestimó a muchos de nuestros poetas y escritores enchufados en el desaparecido Conac (antes Inciba), debido a que éstos estaban más interesados en la tertulia y la farra alcohólica. Esto para él los descalificaba de plano, sin tomar en cuenta que la mejor promoción de arte y literatura surgió de esas conversaciones aguardentosas, que grupos como Sardio, Tabla Redonda, El Techo de la Ballena o La República del Este se han convertido, mal que bien, en hitos de la vanguardia en Latinoamérica. Hoy esos grandes navegantes de los bares han desaparecido para dar paso al poeta/comisario de la revolución, al escritor/sapo cooperante que sin duda Rama habría respaldado porque eso era lo que le gustaba: escritores y poetas comprometidos, disciplinados, abstemios y sin obra. En eso creía férreamente Ángel Rama.
Al parecer no existe una fórmula para escribir un diario. Hoy, sin embargo, el diario ha encontrado en el blog su espejo menos rígido.
Un excelente escritor y gran diarista nuestro por antonomasia es Francisco de Miranda, cuyo diario abarca veinte años. El ensayista Pedro Téllez, en su libro El diario de viaje de Francisco Miranda, se ocupa de los diarios “americano” y “europeo”, los cuales apenas abarcan cuatro años. Lo interesante del libro de Téllez es que subraya la importancia de Miranda como escritor. Su estilo de gran observador es más o menos así: “A Palacio después del mediodía. La Emperatriz preguntó en alta voz al Príncipe, en la Corte: ‘Dónde está monsieur De Miranda?’. A que yo respondí: ‘Aquí a los pies de Vuestra Majestad’. ‘Me alegro mucho’, me dijo, y hablamos un poco. En esto se aproxima Stackelberg y por adular le dice a la Soberana que yo era el verdadero historiógrafo de la Crimea, porque lo describía todo con un juicio, etc… de modo que el hombre me hizo sonrojar”. Téllez escribe: “Al editarse el Archivo del general Miranda, que incluye el Diario de viajes, su situación desde el punto de vista de su valoración literaria no cambió mucho. El Diario de viajes ha permanecido, hasta el último cuarto de siglo, ‘perdido’ dentro de los 28 tomos del Archivo del general Miranda, o traspapelado en los 13 tomos de la Colombeia. Una edición-homenaje como el tomo 100 de Ayacucho, titulada América espera, repite el error a menor escala: se mezclan proclamas, cartas, documentos, proyectos de leyes y fragmentos del Diario de viajes. En Miranda no se ha sabido ver los árboles dentro del bosque, y cuando se individualiza en los estudios, entonces éstos se quedan en la rudeza o en la monotonía de sus contenidos”.
Este paseo por el diario como género deja en claro, como lo escribió Susan Sontag, que es una manera de leer al escritor en primera persona. En algunas circunstancias puede servir de terapia, en otras es un vertedero de la bilis, del ego o de metaliteratura. Lo que es común en todos los diarios es que sus autores lo inician con cierta reticencia hasta que poco a poco le van tomando el pulso. De igual modo los diarios son como un paréntesis en las actividades del escritor. Luego está como esa disciplina desquiciante de anotar algo cada día por más insulso que sea.
Al parecer no existe una fórmula para escribir un diario. Hoy, sin embargo, el diario ha encontrado en el blog su espejo menos rígido. Quizá el blog a futuro será un género en sí mismo con sus pautas respectivas.
En el diario personal la escritura resbala, se da de bruces con las entrañas y es tan ambivalente a veces y en la mayoría de los casos se escribe en los estados de ánimo más contradictorios, pero siempre jugando esa carta marcada de la franqueza y el fracaso, o como lo escribe Witold Gombrowicz en su diario: “¿Escritor? ¡Qué va! ¡Sobre el papel! En la vida, un cero, un mediocre. Si el destino me hubiese castigado por mis pecados, no protestaría. Pero yo he sido destruido por mis virtudes”.
Buscando por la Internet las portadas de algunos diarios me tropiezo con un reportaje sobre los diarios de escritores (edición impresa de El País del domingo 25 de julio de 2010) y me gusta lo que dice Andrés Trapiello: “Un diario es la huella dactilar de quien lo escribe”. Cada escritor reordena esa huella a su conveniencia y a su pasión. Lo que se escribe en un diario es la verdad y la mentira pasada por el cedazo de la literatura.
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