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Voltaire contra los santurrones

jueves 20 de septiembre de 2018
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Voltaire
Fotografía: Yuri Valecillos

Fue el primer escritor que entendió que necesitaba un público en el que se mezclaran admiradores y detractores por igual.

Su estilo fue incordiar a la administración. Era un cobarde, lo que no impidió que se entintara las manos denunciando la intolerancia en todos sus escaños, y sobre todo en ese cubículo particular con el cartelito de religioso en la puerta y que lo llevó a empuñar su grito de guerra contra esa horda con crucifijos y sotana: “Aplastad al infame”. Aunque en francés suena más chirriante, “Écrasez l’infâme!”. La Iglesia, como institución, claro, sigue tan infame como de costumbre, pero el escritor que combatió sus dogmas y su intolerancia sigue tan cortante y en plena forma; los siglos le hacen cirugía y lo rejuvenecen cada tanto, de allí que no pierda un ápice de vigencia. Con la muerte de los humoristas de la revista Charlie Hebdo a manos de terroristas religiosos, su Tratado sobre la tolerancia sigue ofreciendo una luz para enfrentar la oscuridad con la cual manchan la existencia los fanáticos de todo pelaje.

Su nombre de bautismo, horroroso por lo demás, François-Marie Arouet, lo llevó a elegir un seudónimo, sin mencionar que con su histrionismo sin recato era natural que eligiera un falso nombre para brillar; como hacen los actores y actrices del cine actual, y por eso surge Voltaire.

Se teoriza que es un anagrama de su nombre; lo cierto es que es un falso nombre, preciso, con pegada y sonido que recuerda un poco la revuelta, todo eso que se coloca de cabeza. Y eso iba a realizar Voltaire con sus cuentos, sus obras teatrales y su obras históricas (con más de telenovela que de historia), ponerlo todo “patas arriba”.

Fue el primer escritor que entendió que necesitaba un público en el que se mezclaran admiradores y detractores por igual; amigos y enemigos en dosis proporcional. Por eso sus piruetas de actor y sus frases de ingeniosos filos fueron abonándole el terreno para hacerse de un auditorio. Su sabiduría/filosofía, comparable a las disertaciones de borracho de bar de mala muerte, siempre eran asertivas: “La estupidez es una enfermedad extraordinaria, no es el enfermo el que sufre por ella, sino los demás”, “Decimos una necedad, y a fuerza de repetirla, acabamos creyéndola”, “Hay que saber que no existe país sobre la Tierra donde el amor no haya convertido a los amantes en poetas”, “A los muertos se les debe respeto, a los vivos, nada más que verdad”, “Cambiad de placeres, pero no cambiéis de amigos”.

Para Roland Barthes este peculiar filosofo francés fue el último escritor feliz debido a su capacidad escurridiza, o como él lo escribe: “Voltaire se escurre. Doctrinalmente, era ¿deísta? ¿leibniziano? ¿racionalista? Siempre sí y no. No tiene más sistema que el odio del sistema (y sabemos que no hay sistema más duro que este); sus enemigos hoy serian los doctrinarios de la Historia, de la Ciencia (véase cómo escarnece a la ahora ciencia en L’Homme aux quarante écus), o de la Existencia; marxistas, progresistas, existencialistas, intelectuales de izquierda, Voltaire les hubiera odiado, se hubiese ensañado con ellos con sus incesantes burlas, como en su tiempo hizo con los jesuitas”. Fue un escritor feliz, según Barthes, ya que tuvo la fortuna de ubicar y desenmascarar a los detractores de la razón y el avance humano apuntalado en las ideas y la filosofía. Sabía con certeza a dónde dirigir los golpes y que pueden leerse entrelíneas en sus textos. Estuvo un tanto a la defensiva en la trinchera de su escritura. Nunca dejaron de atacarlo y Voltaire, siempre maltrecho y sin aire, devolvía los ataques con esa volatilidad implacable del ingenio. Esa capacidad de atacar y defenderse le permitió convertirse en un escritor inquieto, claro que no genial, pero con esa frescura natural para escribir de lo humano y lo divino con una seguridad convencida que a la larga hacía mella y resquebrajaba toda endeble creencia, toda superchería y cualquier prejuicio con delicadeza y en apariencia no sin cierta frívola superficialidad.

Voltaire fue un exhibicionista de postín. Le gustaba estar en la palestra pública. Ser noticia. Para él nada de encierro, nada de cuarto alejado y polvoso donde el genio florece. No. Voltaire necesitaba ser visto, comentado, aplaudido o rechazado, pero jamás ignorado. Por ese motivo Fernando Savater escribe: “Voltaire comprendió enseguida que la opinión pública era la nueva fuente de poder de su época, la fuente de poder de quien no tiene otra: ni genealogía, ni armas, ni iglesia que le respalde con su autoridad inquisitorial. Por eso se convirtió en un hombre-anuncio de las causas que consideraba útiles, como la razón, la tolerancia y la libertad”. Si Voltaire estuviera vivo hoy de seguro tendría un blog, descargaría sus invectivas por las redes e incluso estaría en Instagram. Brillando, siempre iluminado y luminoso.

Con Voltaire no hay que llamarse a engaños. Fue un hombre con muchas debilidades. En una oportunidad fue detenido por fraude. Le gustaba la buena vida y estaba alejado de esa figura del sabio al margen social roído por la miseria. Su capital era su ingenio y le sacó gran provecho. Fue exitoso y esto tuvo sus consecuencias. El hijo de un simple notario debía despertar la inquina de sus adversarios y de los envidiosos más heterogéneos. Sus libros fueron prohibidos, cuando no confiscados y quemados en piras públicas. Fue exiliado. Perseguido. Pero no por ello no dejó de tener ingresos regulares al punto tal que logró amasar una desmodulada fortuna.

De toda su obra se salvan algunos cuentos, el diccionario, las cartas filosóficas. Con él se inventó eso del intelectual comprometido.

Savater ha escrito que uno de sus rasgos característicos, compartido con muchos de sus contemporáneos, fue el entusiasmo por la sabiduría alfabética. En su tiempo proliferaron los diccionarios y enciclopedias como moscas. Voltaire participó en la Enciclopedia capitaneada por Diderot, pero como ésta tuvo infinidad de largas y tropiezos, decide escribir su portátil Diccionario filosófico. Obra interactiva según palabras de su autor: “Este libro no exige una lectura continuada, pero en cualquier parte por la que se abra, se encontrará algún tema de reflexión. Los libros más útiles son aquellos en los que los lectores ponen la mitad de su parte; comprenden los pensamientos con sólo presentarles el germen de ellos; corrigen lo que les parece defectuoso, y dan fuerza, con sus reflexiones, a aquello que les parece débil”.

El Diccionario filosófico todavía hoy tiene una frescura infrecuente. Su tono irónico; su humor, que a veces se salta cualquier corrección política, le proporciona al diccionario su tono intemporal. En una carta hablando de su disputa contra Rousseau, escribió: “Soy por naturaleza bastante obstinado. Jean-Jaques no escribe más que para escribir y yo escribo para actuar”.

Voltaire escribió mucho y fue un participante/actor consumado de causas espinosas. Pero de toda su obra se salvan algunos cuentos, el diccionario, las cartas filosóficas. Con él se inventó eso del intelectual comprometido. Aunque se le tenía por un escritor asustadizo y un desfalleciente cobarde, tuvo la capacidad de mantenerse firme contra los embates del fanatismo: “El fanatismo es a la superstición lo que el delirio es a la fiebre, lo que la rabia es a la cólera. El que tiene éxtasis, visiones, el que toma los sueños por realidades y sus imaginaciones por profecías es un exaltado; el que confirma su locura con un crimen es un fanático”. Alguien que ha escrito algo así, con tal contundente vigencia, debe estar siempre de ese lado de lo humano combatiendo las injusticias fanáticas, disimuladas muy bien en estos globales días.

Se mantuvo fiel hasta el final en eso de darle la vuelta a todo. Envejeció en buena forma y en una carta del mes marzo de 1761 escribió: “Cuanto más envejezco, más audaz soy. Tengo que declarar la guerra y morir sobre un montón de santurrones aplastados a mis pies”. En vida recibió todos los honores posibles. Su divisa fue impecable: la mejor arma contra los enemigos es ser feliz, pese a todo. Su gran enseñanza política está concentrada en una frase: “Es peligroso tener razón cuando el Gobierno está equivocado”. Y, como se sabe, todos los gobiernos están equivocados.

Carlos Yusti
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