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André Breton: un cadáver nada exquisito

viernes 26 de octubre de 2018
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André Breton
André Breton por Carlos Yusti (2018)

En una nueva edición del libro Apuntar del día, de André Breton (Monte Ávila Editores Latinoamericana, 2016), el prologuista Francisco Ardiles se queja de que al gran surrealista se le haya dejado en ese cuartucho de trastes polvosos del olvido, o como Ardiles acota: “André Breton (1896-1966) murió hace cincuenta años y a muchos de sus lectores nos sorprende la poca atención que los medios y la crítica le han dado a este aniversario”. No sé, pero los olvidos a veces no responden al azar y mucho menos son gratuitos. Cada artista se gana su cuota de olvido en la justa medida de su actuación en público, que muchas veces es más pobre que su obra en sí.

De vidente genial no tuvo nada, pero sí mucho de mago de feria, de tragasables icónico y carismático.

André Breton no era un revolucionario ni un visionario, era más bien un director de orquesta competente y algo seductor. Revolucionarios eran muchos otros surrealistas como Antonin Artaud o Joan Miró (incluso el mismo Salvador Dalí cuando le daba al loco con lógica); además eran menos chapados y desalmidonados con eso de la obra, de lo social y lo trascendente. De vidente genial no tuvo nada, pero sí mucho de mago de feria, de tragasables icónico y carismático con algunos excelentes trucos que le permitieron sus cinco minutos de fama respectivos.

Octavio Paz, en una conversación con Buñuel, sobre su tardía adhesión al surrealismo coincidió con el cineasta en que (al margen del magnetismo de Breton) fue el sentido de la moral lo que más les impactó a los dos, o como lo escribe el poeta mexicano: “Para Buñuel la moral del surrealismo era sinónimo de pureza y rebelión, una y otra confundidas en su continua lucha —verdadera agonía en el sentido original de la palabra griega— contra la fe de su niñez, el cristianismo. Para mí, la atracción se condensaba en un triángulo pasional, una estrella de tres puntas, como decía el mismo Breton: la poesía, el amor, la libertad. (…) Su vida estuvo siempre en armonía con sus escritos. Jamás fue infiel a sí mismo, ni siquiera en sus contradicciones y en sus pasajeros extravíos”.

Uno de esos extravíos fue inclinarse un poco al fascismo terrorista cuando expresó aquella famosa frase: “El acto surrealista más simple consiste en salir a la calle con un revólver en cada mano y, a ciegas, disparar cuanto se pueda contra la multitud. Quien nunca en la vida haya sentido ganas de acabar de este modo con el principio de degradación y embrutecimiento existente hoy en día, pertenece claramente a esa multitud y tiene la panza a la altura del disparo”. Esa profecía de André Breton se haría realidad un caluroso día: el 1 de agosto de 1966 en la Universidad de Texas, en Estados Unidos. Aquel día de verano la tranquilidad soleada se agrietó de pronto con el sonido de un disparo. Siguió otro. Y otro. Y muchos otros. Durante una hora y media, Charles Whitman, un estudiante de ingeniería con entrenamiento de francotirador, disparó ubicado en la torre del reloj del edificio del centro universitario. El ataque concluyó con diecisiete muertos y más de treinta heridos. Una telegrafía sin hilos conectó las palabras de Breton con Whitman y ese día la belleza se convirtió en convulsiva.

El que vislumbró la risible mascarada orquestada por André Breton, más que del surrealismo como movimiento, fue Antonin Artaud, quien escribió: “¿Qué queda de la aventura surrealista? Poca cosa además de una gran esperanza decepcionada, pero en el terreno de la literatura misma tal vez hayan aportado algo. Esa cólera, ese disgusto quemante volcado sobre la cosa escrita constituye una actitud fecunda y que tal vez un día, más tarde, sirva. La literatura ha sido purificada por ella, próxima a la verdad esencial del cerebro. Pero eso es todo. Conquistas positivas al margen de la literatura, de las imágenes, no ha habido, y sin embargo era el único hecho importante. De la buena utilización de los sueños podía nacer una nueva forma de conducir el pensamiento, de mantenerse en medio de las apariencias”.

Lo que hoy es revolucionario y contestatario mañana será la oficialidad suprema y estancada y a la que es necesario combatir de nuevo.

No cabe duda de que el surrealismo perfiló, a su manera, la estética del siglo veinte. André Breton fue la madre superiora del movimiento; especie de cadáver nada exquisito que escribió algunos libros y poemas todavía hoy leíbles. El surrealismo fue rico en metáforas y de gran pobreza en cuanto a las ideas o a una filosofía. El mejor epitafio lo escribió Francisco Umbral: “París, que vive de consumir/inventar novedades donde no las hay, había relegado ya el surrealismo a arte decorativo, mientras André Breton, longevo, estaba en Estados Unidos dando conferencias en las universidades, por reunir unos dólares (él, que había bautizado A vida Dollars a Dalí) y cantando, fuera de contexto, las virtudes bélicas de la juventud americana (está recogido en uno de sus últimos libros, porque con la vejez se pierde la vergüenza). Sea como fuere, el surrealismo ha durado e incluso influido mucho más que su padre y origen científico, el psicoanálisis. El surrealismo, ya está dicho, ha sido el arte del siglo en cuanto que coincide con la certidumbre de que todo es uno, o tiende a serlo (impulso metafórico del mundo), y con aquella explicación lírica de Einstein: ‘La luz del atardecer nos llega rojiza, degradada; es una luz cansada, enferma, porque ha luchado mucho contra el tiempo y el espacio’. No creo que jamás se haya hecho un poema tan grandioso sobre el universo, surrealista o no”.

Hay que dejar los cadáveres nada exquisitos en el camino (o en el olvido) para aligerar la carga. Los movimientos de vanguardias han dejado sólo una gran enseñanza: que todo envejece demasiado pronto. Que lo que hoy es revolucionario y contestatario mañana será la oficialidad suprema y estancada y a la que es necesario combatir de nuevo.

Ese verso de un poema en prosa de Breton: “Mi mujer de lengua de hostia apuñalada”, es perdurable aunque los de la funeraria del arte y la escritura griten: “¡Llévense ese cadáver que ya ni apesta ni perturba!”.

Carlos Yusti
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