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Entre seda y poliéster

sábado 8 de junio de 2019
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Entre seda y poliéster, por Carlos Yusti

En muchos artistas, pero sobre todo en los poetas, la duda sobre las significaciones y alcances de su trabajo siempre es una sombra vigilante y siniestra de interrogación. Algunos se esmeran y trabajan como jornaleros, sin descanso, martillando sobre la hojalata del lenguaje intentando encontrar la forma perfecta que los redima para que sus desvelos e insomnios se vean recompensados, pero la gran mayoría se queda en la medianía más aparatosa.

El mundo literario, aunque habría que escribir baratillo literario, es proclive a ser infectado por oportunistas y tramperos de todas las calañas.

Escribir con arte sigue siendo un desafío. El terror ante la hoja en blanco (o la pantalla de la computadora) persiste intacto. No ocurre igual con el arte de pintar ya que enfrentar el lienzo en inmaculado ha dejado de ser un abismo acuciante. El arte ha devenido en espectáculo de feria que hace énfasis en la apoteosis y la espectacularidad. En el peor de los casos se ha convertido en factoría (Warhol acuñó semejante peculiaridad) con dos insignes mercaderes actuales como Jeff Koons y Damien Hirst.

En Europa y Estados Unidos existe un auge de los talleres de lectura creativa. Escritores duchos, con algunos libros publicados, develan los trucos para vérselas con las palabras; enseñan a construir estructuras verbales paso a paso con las frases y los párrafos hasta construir edificios (llámese novelas o cuentos) armoniosos y rematados con ciertas tonalidades de belleza. En nuestro país los talleres de poesía tienen historia y se hacían en algunos cubículos de literatura universitaria, en espaciosos salones de los ateneos o en algún hueco de esas perdidas casas de cultura en la provincia. En los talleres, como era lógico, no te enseñaban a ser poeta, sino más bien a domesticar ese Neruda/Rubén Darío en pobre que parecía agitarse en unos versos desgarradores de amor subalterno (por no decir platónico) que parecía infectarlo todo. Cuando se es joven escriben más las hormonas que la lectura o el talento. En el taller poético el instructor te guiaba de la mano a conocer otros poetas con menos orfebrería de musa e inspiración, pero con mucho ruido mundano y música de bar de mala muerte. En fin, que en esos talleres de literatura no te enseñaban a ser poeta, pero te preparaban a desilusionarte de tu ambición menguante de ser un Autor (en mayúscula) y conformarte con esa gloria literaria, sin pedestal ni busto, que entra por la puerta de servicio.

El mundo literario, aunque habría que escribir baratillo literario, es proclive a ser infectado por oportunistas y tramperos de todas las calañas. Escritores entrecomillados y poetas de barra brava, que andan a la caza de un cargo cultural, una beca, una embajada. No les interesa para nada la literatura como creación y cosa, sino como un buceo en las profundidades del vagabundeo etílico y disfrazados de poetas malditos y de escritores en los bordes del mal, pero con un burócrata cultural latiéndoles en las entrañas del alma, se hacen notar. Los oportunistas y tramperos son los menos humildes y alardean sus fechorías haciendo gala de una petulancia fanfarrona. De igual modo torpedean, obstaculizan y mierdean a escritores achicados con genio y talento, pero que son un tanto deslustrados y mortecinos como bombillos de barrio. Los oportunistas y tramposos, que todos conocemos, han comprendido que escribir no se traduce en dividendos contantes y sonantes; por eso deciden que es mejor trepar por el árbol del burocratismo cultural y alcanzar algunas bananas. Y estos bananeros de postín quizás escriban libros y ganen premios, en concursos amañados con otros cofrades de su misma especie, no obstante su sentido miserable del arte los hará al final estancarse para quedar como relleno formal, como figurantes del boato y la escena cultural sin nada de valor que ofrecer al arte de la literatura.

Sin embargo no todo es estética desinteresada en eso de escribir, y por ese motivo Stephen King apunta: “En general, la gente que decide hacerse rica escribiendo como John Grisham o Tom Clancy sólo produce imitaciones baratas, porque no es lo mismo el vocabulario que el sentimiento, y el argumento está a años luz de la verdad tal como la entienden el cerebro y el corazón. Si en la contraportada de una novela ves escrito “al estilo de (John Grisham/Patricia Cornwell/Mary Higgins Clark/Dean Koontz)”, ten por seguro que estás delante de una de esas imitaciones, hechas por puro cálculo y por lo general aburridas”.

Aunque ahora todo el mundo quiere escribir un libro y los prosistas surgen a borbotones de cualquier lugar: modelos, actores, actrices teñidas de rubia y silicón, deportistas anabolizantes, locutores, periodistas, etc. Creo que desean escribir, quizá el negro les hace la tarea, no por dinero, sino por el caché que proporciona un libro publicado. Groucho Marx dijo en una entrevista que le gustaría ser más recordado como escritor que como un genio del humor y el vodevil.

Escribir con arte es hacer que el lenguaje transporte al lector por fisuras nuevas y asombrosas.

Uno que trata de hacer algo con los palabras, menos literatura al por mayor y de postureo, ha lidiado con los burócratas disfrazados de escritores (o poetas), contra esos autores veniales que buscan su puesto en la academia y a veces su grado de ascenso en la universidad, olvidando la responsabilidad sublime con el lenguaje. La escritora Cynthia Ozick ofrece una mejor perspectiva a este respecto: “El mundo del libro lo disputan dos especies de escritores: los que aplican la prosa de segunda mano y los que no. Imagine un gran rollo de tela, no de lino o seda, sino de poliéster barato. El escritor de segunda mano corta piezas de la misma, capítulo por capítulo, cuento a cuento. Sin embargo, independientemente de lo que cosa con ellas, ya sea novela o cuento (o incluso poesía), siempre será poliéster. El segundo tipo de escritor aspira a convertirse no sólo en un escritor de gatillo fácil sino en algo completamente distinto: un escritor que también es artista”.

El arte literario se forja tratando de darles a las palabras de siempre un giro inesperado, frases inyectadas con ideas distintas con las que nos bombardean a diario los políticos y demás funcionarios del poder cultural y artístico. Escribir con arte es hacer que el lenguaje transporte al lector por fisuras nuevas y asombrosas. Lo demás queda a merced del trámite de los trepadores y oportunistas de siempre, que como recortables encumbrados de la cultura van acumulando prestigio y alguna calderilla con el poliéster literario.

Carlos Yusti
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