Cada lector puede o no subrayar sus libros. En lo personal detesto hacerlo y trato que los libros, propios y ajenos, se mantengan impolutos y que sufran lo que les corresponde debido a las manipulaciones propias de las lecturas y relecturas.
No entiendo esta práctica de subrayar párrafos y frases (a veces páginas completas) en los libros. Sin duda que este selecto club de subrayadores tienen sus categorías, están estratificados y quizás hay para todos los gustos.
Los que no subrayan libros al parecer sienten un respeto icónico por los libros y están cubiertos por una baba deslizante de escrúpulo.
Así tenemos el subrayador autoayuda. Lee para descubrir una frase que le devele los misterios del universo, que le ayude a enderezar su retorcida existencia. El subrayador profesoral, quien cree que la citas de otros harán sus trabajos de ascenso (o de cátedra) más brillantes y por ende lo harán brillar como un acucioso investigador, cuando en realidad es un desabrido mentecato cazador de citas. La subrayadora con pájaros en la cabeza es a veces una poeta primeriza, en otras una poeta con la madurez a cuestas, que trata de subrayar aquellas frases donde la metáfora se vuelve una luz salvadora para su poesía empantanada de oscuridad y lugares comunes. El subrayador ecléctomano. Más que un escritor es un conversador de café y es un híbrido entre lo ecléctico y lo cleptómano, es decir subraya frases de distintos libros, las combina y luego las roba para luego en las conversaciones soltarlas como suyas. El subrayador idealista y sentimental, el cual se desvive en subrayar esas frases anodinas y sin sustancia que él cree en verdad que son grandiosas. La lista es extensa y hay tantos subrayadores como lectores existen, pero esta mínima muestra proporciona una idea de ese mundo casi oculto de los subrayadores de libros.
Los que no subrayan libros al parecer sienten un respeto icónico por los libros y están cubiertos por una baba deslizante de escrúpulo que les impide profanar las páginas con anotaciones que, como viles gusanos, trepan por el margen, o adornarlos con líneas de colores hasta convertir las páginas en una obra pictórica. Es pertinente lo que acota el escritor Cristian Vázquez: “Muchos llegamos a los libros cargados de escrúpulos: la idea de que cuidar los libros significa mantenerlos impolutos, intactos, como ajenos al paso del tiempo y las lecturas. Al principio mis subrayados eran escasos y muy pulcros, en un intento de respetar esa suerte de carácter sagrado del libro”.
Se puede considerar el subrayado como una impronta, especie de migas de pan que va dejando el lector al penetrar ese condensado bosque de palabras que es a fin de cuentas un libro. El lector siguiente verá esas marcas y quizás a su vez deje sus propias señales en su particular recorrido por las páginas. Subrayar es sólo una marca íntima, o como lo ha escrito Javier Núñez: “Leer un libro subrayado es asomarse a la intimidad ajena sin comprenderla, sólo intuyendo o adivinando intenciones detrás del recorte arbitrario de un párrafo o una frase. O mejor, a la intimidad de un momento de otro: basta con acceder a un libro subrayado por uno mismo varios años antes para comprender cuán inaccesibles son los motivos y cuánto está ligado, ese acto, al tiempo en que sucede”.
Cuando estaba perfilando este asunto intrascendente de subrayar libros tropiezo en la red con un viejo y divertido texto de Jorge Gómez Jiménez, con innegables guiños cortazarianos, en el cual ofrece una serie de pasos para subrayar libros: “En principio, no tengas miedo de subrayar un libro. Despójate de esa absurda inhibición material sobre conservar tus libros inmaculados como si acabaras de sacarlos de la librería. Un libro virgen es un libro frustrado; además, como recuerda Alberto Manguel, los lectores no pueden más que ser subversivos. Así que desflora tus libros con el placer que merece todo acto textual”. En seis pasos despacha esto de subrayar libros sin perder ese tono jocoso y convirtiendo eso del subrayado en un arte certero y eficaz. Cierra con una reflexión impecable: “Ahora es la hora del tiempo. Deja el libro en manos del incierto futuro. Pase lo que pase, el libro ya está en ti, y tú en el libro”. Y quizás esa sea toda la finalidad de subrayar un libro: traspapelarse en el libro, que el lector termine de ser uno con el libro.
En lo personal no subrayo libros, pero tengo la costumbre de arrojar cartas, marcalibros, fotos, servilletas escritas y facturas entre las páginas.
Un texto de Diego Cuevas explora esa posibilidad de “joder” un libro con la marginalia, empleado por Samuel Taylor Coleridge, que según el diccionario es el término para designar las notas, glosas y comentarios editoriales hechos en el margen de un libro. Cuevas escribe: “Subrayar, anotar, apuntar o garabatear cualquier cosa sobre la página impresa tiene algo de maleducado y mucho de intrusivo, porque a lo mejor al autor no le hace tanta gracia que uno deje constancia en los márgenes de lo que opina sobre su obra”. En su texto se pasea por Mark Twain, cuyas anotaciones en los márgenes eran implacables puñaladas críticas. Vladimir Nabokov en sus clases de literatura deshuesaba los libros con anotaciones, dibujos y diagramas de las estancias donde se movían los personajes. Cuevas con respecto a Kubrick anota: “El ejemplar de El resplandor de Stephen King que poseyó Stanley Kubrick acabó rebozado en tantas notas del director como para ser considerado un laberinto en sí mismo”. En el texto de Cuevas se hace mención a la marginalia practicada (y subida de tono) por los escritores e ilustradores medievales, que al margen de sus bellos manuscritos dejaban colgada una serie de penes a manera de chiste grueso, y otros, sobre todo autores medievales ingleses, se esmeraban en dibujar conejos asesinos blandiendo palos, hachas y espadas.
Fabio Morábito zanja la cuestión cuando escribe: “El detenerse demasiado en una frase es signo de inmadurez; lo que importa en un libro es el conjunto, el edificio verbal, no sus componentes. Y sin embargo es costumbre bastante difusa subrayar libros. El subrayado desmiente el edificio y realza el ladrillo…”.
Con los libros electrónicos no creo que los subrayadores se extingan, de algún modo encontrarán la manera de ejercitar su singular práctica. En lo personal no subrayo libros, pero tengo la costumbre de arrojar cartas, marcalibros, fotos, servilletas escritas y facturas entre las páginas. Revisar mis libros le deparará a cualquier curioso insospechadas sorpresas. Escribir al margen (es como escribir una nota al pie) puede ser una especie de puerta de escape para no escribir, o como lo anotó Balzen: “Yo creo que ya no se pueden escribir más libros. Por eso no escribo libros. Casi todos los libros son notas a pie de página infladas en volúmenes (volumina). Yo escribo sólo notas a pie de página”.
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