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Hejercicios de hestilo

lunes 27 de enero de 2020
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Raymond Queneau
Me imagino que Queneau en ningún momento se aburrió escribiendo sus ejercicios de estilo y de eso trata la literatura: del juego.

Tomo en calidad de préstamo el título de este escrito (las haches son paternidad de mi calculada fanfarronería gramatical) que pertenece a Raymond Queneau y su Ejercicios de estilo, que narra de 99 formas diferentes un suceso trivial (alguien en una parada que sube al autobús). También recordé el libro de Guillermo Cabrera Infante Exorcismo de esti(l)o, en el que una serie de textos juegan a la parodia de escribir, escritura aguijoneada por sintagmas, juegos de palabras y esos malabarismos verbales que liberan a la escritura de sus pequeñas tiranías lexicales y gramáticas. Mis intenciones son más modestas.

Me he ganado alguna fama más como panfletista y peleonero de cantina que como escritor grave y de alto octanaje.

Para escribir, decía Ernest Hemingway, lo primero que debe hacer el escritor primerizo es “hacerse de un estilo, convertirlo en un animal invisible que deambule, siempre al acecho, por el texto escrito”. Voltaire por su parte dijo: “Todos los estilos literarios son buenos, excepto los de estilo aburrido”. Desde que escribo he tratado de no aburrirme yo (ergo no aburrir a los lectores). Y desde esta perspectiva asumí eso de verter en la página en blanco la gusanera tipográfica que hacía efervescencia en mis dedos.

Por supuesto que asumir la escritura a contracorriente siempre acarrea malentendidos que no se pueden explicar (ni barrer bajo la alfombra, cuando ni piso tienes) y etiquetas que luego son difíciles de arrancar.

En los distintos escritos que rastrean las peripecias de mi trabajo con las palabras me han llamado deslenguado, irreverente, descomedido, impertinente, especie de boxeador fajador en la onda de Mano ‘e Piedra Durán, polemista virulento. En fin, que me he ganado alguna fama más como panfletista y peleonero de cantina que como escritor grave y de alto octanaje.

Entre los muchos malentendidos está uno (y al que más le tengo afecto) que postula que mi esposa es quien me escribe los textos. Cuando supe que esa era la comidilla que aderezaba las insípidas reuniones de los amigos me he sentido de pronto como una especie de duquesa de Newcastle, pero en sentido inverso. Joanna Russ escribe que Virginia Woolf cuenta que Margaret Cavendish, duquesa de Newcastle, fue acusada de haber contratado a un académico para escribir su obra:

Puesto que hacía uso de tecnicismos y “escribía sobre demasiados temas que estaban fuera de su alcance”. Corrió a su marido en busca de ayuda, y él respondió que la duquesa “nunca había conversado con ningún académico declarado exceptuando su hermano y yo mismo”. [La duquesa añade] Tan sólo conocía de vista a Descartes y a Hobbes, pero nunca les había pedido nada; de hecho invitó al señor Hobbes a cenar, pero no pudo ir.

En lo que a mí atañe, como mi esposa es socióloga y como yo no ostento título académico alguno (sin mencionar que fui expulsado de la Universidad de La Vida), es lógico que mis amigos piensen que utilizo a mi señora como “negro” para que redacte los textos, con los temas más variados, y a los cuales, sin el menor pudor, les estampo mi nombre.

Otro malentendido es ese que asevera que yo me quito los zapatos y los coloco en el pódium de oradores cuando la conferencia (o el recital poético) es sólo un armónico concierto de bostezos, como si yo fuese algo así como el Nikita Kruschev de la literatura nacional.

Aunque debo reconocer que, al instante de cerciorarme que me ocuparía en serio en esto de la escribidera (la palabra es de la cosecha lingüística de mi buena madre), lo hice más como tirapiedras que como pensador ecuánime, amplio y zen. Además nunca confundí al poeta maldito con los malditos poetas que pululan en la ciudad de Valencia y que sólo redactaban en columnas una buena porción de lugares comunes hasta llegar al hueso de una poética fatua que le arrancaba lágrimas cocodrélicas incluso a los angelitos negros.

En algunas ocasiones he escrito para revistas arbitradas, o para publicaciones que aceptan sólo escritos bien peinados y como perfumados de enciclopedia, y entonces en esos espacios es cuando doy rienda suelta a los estilos más diversos y claro que me aburro a mares escribiendo como Dios y la academia mandan.

Desde luego le tuve ojeriza (desde siempre) al mandadero y chupamedia que terciaba como funcionario de la cultura oficial, o a esos escritores expertos alpinistas trepadores e inigualables trampistas del trago y los premios literarios. Tampoco me gustaron nunca los poetas profesores quienes, atrincherados en sus cubículos universitarios y en sus revistas poéticas, se sentían llamados por el sortilegio de la inmortalidad universal y todo lo demás les parecía de baja estofa, literatura segundona y terrenal. Sin duda por esto fui ganándome esa fama de impertinente.

Nunca quise ser un pollo de engorde de la literatura y siempre estuve ganado para ese bando de la herejía por aquello escrito por Nuccio Ordine: “Pero la escuela, y también la universidad, deberían sobre todo educar a las nuevas generaciones para la herejía, animándolas a tomar decisiones en vez de formar pollos de engorde criados en el más miserable conformismo; habría que formar jóvenes capaces de traducir su saber en un constante ejercicio crítico”.

De eso trata la literatura: del juego. Que las palabras se combinen y que se conviertan en un puzle o en un mecano divertido.

Y eso andaba desplegando el ejercicio crítico, realizando un boxeo de sombras con las palabras para sacarles la rabia, la inteligencia y la belleza. Aunque a veces lo escrito busca sus propios derroteros, y como uno no es un genio se hace lo que se puede con las palabras. Por ese motivo esa confesión de Delia Fiallo siempre me resultó de una sinceridad precisa: “¿Qué hago yo si leo La tempestad de Shakespeare y cuando escribo me sale una telenovela como Topacio?”. Por su parte Raymond Queneau escribió que estuvo, junto con Michel Leiris, en una sala de conciertos en la que se interpretaba El arte de la fuga. A la salida comentaron que sería sugestivo escribir algo parecido en el plano literario, o como lo apunta el mismo Queneau: “Considerando la obra de Bach, no desde el ángulo del contrapunto y fuga, sino como construcción de una obra por medio de variaciones que proliferaran hasta el infinito en torno a un tema bastante nimio. En efecto, fue acordándome de Bach muy conscientemente como escribí Ejercicios de estilo, y muy en especial de esa sesión de la sala Pleyel”.

Con respecto a estas variaciones de Queneau, o ejercicios, me gusta un fragmento escrito más o menos con esta tónica: “Por la mañana (y no por Ana la maña) viajaba en la plataforma (pero no formaba en la vieja plata) del autobús (no confundir con el alto obús), y como estaba llena (no me como esta ballena) la masa chocaba (y no la más achochada). Entonces un jovencito (y no cito un joven) extravagante (no vago estragante) se dirigió (aunque no digirió) a un sujeto (pero no atado) pacífico (no Atlántico)…”.

Me imagino que Queneau en ningún momento se aburrió escribiendo sus ejercicios de estilo y de eso trata la literatura: del juego. Que las palabras se combinen y que se conviertan en un puzle o en un mecano divertido; en una montaña rusa, en un circo con payasos y enanos y mujeres con barbas. De eso se trata también el escribir: del absurdo y el asombro.

Leo los clásicos, pero sólo espero que no me salga el estilo Topacio cuando escribo y por eso cargo los bolsillos atiborrados de piedras. Claro, en sentido metafórico, aunque sin duda habrá alguno que dirá que yo no escribo y que mi verdadero trabajo creativo es destrozar a pedrada limpia estilos y vidrieras. Que no tengo estilo, pero las vidrieras nunca quedan intactas.

Carlos Yusti
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