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Oficios raros

lunes 2 de marzo de 2020
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“Bala perdida”, instalación artística de Javier Téllez
Había otros personajes con trabajos pocos comunes como Joaquín (o Joaquiño que era su apodo barriobajero), el hombre bala de un circo ambulante. “Bala perdida”, instalación artística de Javier Téllez

En el barrio Bello Monte 2, lugar en el cual transcurrió parte de mi adolescencia, algunas personas tenían oficios inusitados. Estaba Hugo, nunca supe su apellido o si tenía otro nombre, un ex convicto con cara de boxeador, nariz chata y mentón cuadrado, que era diestro en la pelea con cuchillo y realizaba cualquier trabajo y reparaba lo que sea. Aunque su especialidad era trepar, sin soga alguna, por los postes de luz y realizar conexiones eléctricas ilegales. Para mí era maravilloso que un hombre pulimentado con oscuridad tuviese oficio tan característico: robar luz.

Un día en la casa hubo una fiesta y fueron varios vecinos. Hugo estuvo invitado. La fiesta fluía hasta que se escucharon cristales rotos y mesas saltando por los aires. Hugo y el señor Bartolo, que como caballero era toda una dama: educado, de buenas maneras y de trato amable, se enfrascaron en una discusión. Los dos saltaron a la calle y el señor Bartolo le propinó un derechazo a Hugo que lo lanzó al piso. Éste asimiló como pudo el golpe y se levantó, y como un mago de feria hizo unos movimientos imperceptibles para los mirones. Bartolo se llevó las manos al estómago y la sangre comenzó a mancharle la camisa. Unos vecinos intervinieron para socorrer al herido y Hugo aprovechó la confusión, con sus gritos y desmayos respectivos, para escapar.

Catalino Ochoa, un maracucho con acento domesticado, se dedicaba a contar chistes en los velorios del barrio. Cobraba por hora.

La herida de Bartolo fue de nueve puntos, pero se recuperó sin contratiempos. Hugo estuvo preso, o encanao como decían en el barrio, algunos meses. Volvió como si nada y mi mamá, que le tenía simpatía entremezclada con lástima, le sirvió una taza de café. Lo escuchó y como absolución le dijo que si le podía reparar la lavadora. En su defensa arguyó que utilizó un cortaúñas. Cuando la policía lo detuvo esa era el arma blanca que portaba. Lo cierto es que se subió al techo de una especie de cobertizo de la casa y recuperó una daga de treintaicinco centímetros de largo. Estaba un tanto oxidada, pero a pesar de eso era una pieza de bellos y labrados acabados en la hoja.

Hugo murió muchos años después ejerciendo su oficio. Un cable de alta tensión lo rebotó varios metros hasta el suelo. En el barrio se hizo una colecta para el sepelio, creo que nadie lloró y sólo alguien murmuró: “Era el mejor robando luz”.

Otro oficio anómalo era el del señor Catalino Ochoa, un maracucho con acento domesticado. Se dedicaba a contar chistes en los velorios del barrio. Cobraba por hora. Poseía una memoria prodigiosa y su repertorio se renovaba constantemente. Su histrionismo, a la hora de contar, era florido al punto tal que le imprimía un aire de fiesta a toda esa parafernalia sofocante de la muerte. La gente aseveraba que hasta los muertos se sentían complacidos con los chistes y para cerciorarse las personas se asomaban al ataúd y allí estaba el difunto: fresco como una radiante mañana estival y hasta sonreído. Las beatas decían: “Ya está el maracucho con sus cuentos” y se persignaban.

Estaban dos peluqueros, hijos de la señora Trina González, quienes se hacían pasar por homosexuales. Tampoco eran peluqueros, pero sin estudios y desempleados tomaron unas tijeras, falsificaron los certificados como profesionales de peluquería e instalaron un local en un cuarto contiguo a la casa de la señora Trina. Vestían con pantalones coloridos y camisas de flores. Aflautaban la voz y con movimientos entelarañados se hicieron con una extensa clientela femenina. Hacían desastres con los cabellos de esas pobres mujeres, pero ninguna protestaba. Las mujeres eran las únicas que sabían por qué quedaban agradecidas con peinados tan horribles. Que sucedía detrás de las puertas de la peluquería nunca se supo, las chismosas del barrio también eran clientas regulares de la peluquería.

Gerardo Colón era un yerbatero especialista en ensalmes. Aliviaba la culebrilla, el mal de ojo, los dolores reumáticos y las fiebres de cualquier especie. Sus pócimas para la caída del cabello, la disfunción eréctil y la inapetencia sexual eran las más requeridas. No cobraba dinero por sus consultas. Su moneda era cualquier comestible o bebestible a cambio. Su verdadero trabajo era recolectar chatarra.

Joaquín Noguera era nuestro mendigo profesional. De joven estuvo inclinado por la actuación. Participó en distintas obras de teatro y estudió en Caracas. Prometía como actor, pero embarazó a una compañera y tuvo que decidirse entre una familia o la actuación. Un día en que el hambre apremiaba tuvo su especie de epifanía y lo vio todo claro. Buscó su caja de maquillaje, rasgó unos pantalones, se puso una camisa sucia. Se terció un saco al hombro. Se convirtió en un mendigo y salió a la calle para representar, en el escenario de la ciudad, el papel de su vida. Nadie en el barrio supo que de día era mendigo y al caer la tarde le hacía creer a la gente que era un agrisado de seguros. Su actuación en ambos papeles era impecable.

Había otros personajes con trabajos pocos comunes como Joaquín (o Joaquiño que era su apodo barriobajero), el hombre bala de un circo ambulante. Dorina, que leía las cartas, fumaba el tabaco y te adivinaba el futuro. Don Silveiro, exterminador de plagas mutantes. Bruxiago Rentería, especie de profeta con una iglesia particular de ciento veinte feligreses, que al final resultó ser un estafador de poca monta, experto en el famoso paquete chileno, y Lucio Fontana, que fue un luchador profesional al que todos llamaban “el argentino”, pero que en realidad era árabe.

El escritor es un poco ese ladrón que le roba algo de luz a la realidad para convertirla en material literario.

Escribir es también un oficio extraño. Si escribes una novela (o un cuento) eres todos los personajes, sean femeninos o masculinos. Escribir es darle retoques a las personas amadas (u odiadas), es pasar en limpio los recuerdos, los miedos y ese montón de lecturas que se van acumulando como el polvo en la estantería del alma.

El escritor tiene mucha similitud a un coleccionista de mariposas. Escribir es fijar, con los chiches de las palabras, personajes y episodios reales (o ficticios) que de alguna manera te acompañan. Desde la perspectiva de Hugo y los demás eso de encerrarse con las palabras, inventando la vida con sus extraños acordes, de seguro sería considerado por ellos un oficio efectivamente extraño, curioso y fuera de lugar. Para Hugo y los demás la vida era de por sí un oficio complicado, sin tanta metáfora y literatura de por medio.

Al igual que Hugo, el escritor es un poco ese ladrón que le roba algo de luz a la realidad para convertirla en material literario, para darle luminiscencia a las palabras y otorgarles así ese toque mágico, ese fulgor ficcional e imaginativo a todo eso que se escribe.

Carlos Yusti
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