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Nathaniel Hawthorne y esa tarea de soñar

viernes 25 de septiembre de 2020
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Nathaniel Hawthorne
En sus Cuadernos norteamericanos, Hawthorne prefigura en apenas dos líneas los hilos argumentales de los relatos que imaginaba.
“Muerto Hawthorne, los demás escritores heredaron su tarea de soñar”.
Jorge Luis Borges

Con esto de la cuarenta salgo a caminar. Apenas comienzo a patear la calle se aprecia una especie de soledad distópica que me convierte en un paseante solitario a lo Rousseau. David Le Breton ha escrito: “Caminar es una apertura al mundo que invita a la humildad y al goce ávido del instante. Su ética del merodeo y la curiosidad hacen de él un instrumento ideal para la formación personal, el conocimiento del cuerpo y de todos los sentidos de la existencia”.

Al parecer Hawthorne en sus Cuadernos norteamericanos fue anotando más que sus vivencias sus visiones.

Caminar es al mismo tiempo la mejor manera de perderse en ese enjambre de pensamientos. Eso que llaman divagar. El arte de la divagación no es mi fuerte. Aunque admito que mientras camino (a ratos) me pierdo por esos caminos del pensamiento, lleno de pedruscos y con un terreno más bien deforme, pero decir que soy un experto es mucho decir. En estas digresiones andaba cuando recordé a Nathaniel Hawthorne. Aunque debo aclarar que este recuerdo no fue fortuito, sino debido a un texto de Borges y a los cuadernos de Hawthorne, con sus anotaciones sobre su trabajo de escritura. Y como en esto de caminar/divagar las caminerías parecen coincidir, apuro el paso para llegar a casa y sentarme a escribir.

Supongamos que me encuentro por azar esta frase de Nathaniel Hawthorne: “Una hoja caída del libro del Destino, recogida en plena calle”. Supongamos que imagino que voy por esa calle y recojo dicha hoja. De seguro será un día de atardecer oscuro. Poco a poco busco algo de luz y cuando comprendo que en la hoja está escrito mi nombre, despierto. Los sueños tienen esa vaguedad de lo imprevisible.

Me enteré de Nathaniel Hawthorne debido a un breve ensayo de Jorge Luis Borges, en el cual hace un perfil sintético y puntilloso, por no decir borgiano, de este escritor norteamericano. Por supuesto el ensayo es una filigrana debido a que trata de encontrar detrás de su anécdota humana la mente de un creador, de esos sueños y visiones que lo perseguían como perros y de los que está poblado el universo de su escritura, pero en las cuales las ideas parecen escasear, pero no así las situaciones más temerarias y absurdas, que se presentan al lector con una naturalidad de filosa credibilidad, o como lo señala Borges: “…Hawthorne era hombre de continua y curiosa imaginación; pero refractario, digámoslo así, al pensamiento. No digo que era estúpido; digo que pensaba por imágenes, por intuiciones… (…). Se advierte que el estímulo de Hawthorne, que el punto de partida de Hawthorne era, en general, situaciones. Situaciones, no caracteres. Hawthorne primero imaginaba, acaso involuntariamente, una situación, y buscaba después caracteres que la encarnaran”.

En este encierro pandémico me he concentrado en releer sus Cuadernos norteamericanos. Al parecer Hawthorne en estos cuadernos fue anotando más que sus vivencias sus visiones, la estructura inicial de uno que otro relato, determinada situación que le serviría de base para desarrollar una historia. Podría decirse que estos cuadernos son una manera de aproximarse a un creador activo y cuya imaginación le aportaba abundante material para ser escrito a posteriori. De allí esa necesidad de ir anotando esos fogonazos imaginativos para que no se perdieran, para fijarlos de alguna manera y ayudar en algo a su memoria.

Eduardo Berti ha escrito a este respecto: “Los Cuadernos norteamericanos se componen, en rigor, de siete cuadernos distintos. La primera edición, por cuenta de Sophia Peabody, data de 1868 y llevó por título Passages from the Notebooks, dado que la viuda llevó a cabo una importante tarea de edición, selección y depuración. Para encontrar el primer intento de una versión íntegra hace falta remontarse al año 1900 y, sobre todo, a la edición de 1932 efectuada por Randall Stuart”. De igual modo Berti acota que están “llenos de tesoros ocultos; los Cuadernos asombran por su calidad y variedad, ya que incluyen frases aisladas, fragmentos extensos, numerosas ideas narrativas o párrafos puramente descriptivos…”. Y en verdad los breves textos evidencian no sólo un método de trabajo sistemático, sino una manera de fijar eso que la imaginación va dictando. Visiones que distan de ser normales. Hawthorne escribe:

Terminar un cuento indicando, a modo de conclusión, que el cuerpo de uno de los personajes se ha vuelto de piedra y continúa existiendo en semejante estado.

*

Hacer que un único y mismo hecho se produzca a la vez en varios lugares. Por ejemplo, si decapitan a un hombre en cierta ciudad, en muchas otras ciudades caen más cabezas de manera similar.

*

Un horrendo secreto comunicado a varias personas de distinto temperamento. Serios o alegres, todos perderán la razón bajo el efecto del secreto, cada cual según su personalidad.

*

Toda la gente que fue ahogándose en un lago reaparece de repente.

Estas anotaciones son en sí microcuentos que de seguro fascinaron a Monterroso. Hawthorne en apenas dos líneas prefigura el hilo argumental del relato, cuyas costuras de asombro saltan a la vista. En el ensayo escrito por Borges hay una referencia extensa sobre ese extraño relato titulado “Wakefield”, que narra los pormenores de un hombre que un día cualquiera, y sin motivo aparente, se va de su casa, abandona a su esposa por veinte años y, en vez de gozar de su nueva condición de hombre libre, opta por alquilar una casa bastante cercana a la suya y desde allí, como un recluso, espiar y vigilar todos los movimientos de su esposa. Para darle a esta historia absurda un poco de credibilidad el escritor dice haber leído la noticia en un periódico. Borges escribe: “En esta breve y ominosa parábola —que data de 1835— ya estamos en el mundo de Herman Melville, en el mundo de Kafka. Un mundo de castigos enigmáticos y de culpas indescifrables. Se dirá que ello nada tiene de singular, pues el orbe de Kafka es el judaísmo, y el de Hawthorne, las iras y los castigos del Viejo Testamento. La observación es justa, pero su alcance no rebasa la ética, y entre la horrible historia de Wakefield y muchas historias de Kafka, no sólo hay una ética común sino una retórica”.

Leyendo los cuadernos de notas de Hawthorne uno admira esa capacidad de síntesis, ese preciso poder de su imaginación.

Muchos de los relatos de Hawthorne tienen este tinte de parábola retorcida donde el absurdo parece sembrar lo cotidiano con esa oscuridad fantasiosa. No es casual que Borges lo tenga como un precursor de Kafka, y por eso escribe: “Wakefield prefigura a Franz Kafka, pero éste modifica, y afina, la lectura de Wakefield. La deuda es mutua; un gran escritor crea a sus precursores”. No obstante, asignarle ese papel subsidiario como precursor de un escritor judío con muchos rollos mentales a Hawthorne es minimizar la pujante desnudez creativa de sus relatos; desnudez y limpieza que de algún modo más bien anticipan el camino a seguir de la literatura contemporánea, y este hecho lo convierte en un creador literario de enorme actualidad, en un autor imprescindible para entender el papel de la literatura como indagación de ese absurdo existencial y cómo la realidad de todos los días puede ser más rica, tortuosa y portentosa cuando pasa por ese sutil filtro de la literatura.

Leí las novelas de Hawthorne buscando al autor descolocado de sus cuentos, a ese narrador que hacía equilibrios en esa cuerda del absurdo onírico, pero más bien encontré a un escritor con mucho dominio del oficio, pero dominado por una vehemencia puritana que quizá no lo dejó emplearse a fondo como escritor.

A pesar de lo asombroso de sus relatos, fue por lo general relegado, vivió siempre con muchas estrecheces y se desempeñó en varios trabajos burocráticos, que sin duda detestaba, para no morir de hambre. Herman Melville, que fue su contemporáneo, nunca le regateó su admiración.

Leyendo los cuadernos de notas de Hawthorne uno admira esa capacidad de síntesis, ese preciso poder de su imaginación, y en verdad su tarea de soñar lo otro fue sorprendente. Además hay una simplicidad en su escritura, pero aquello que imagina/sueña sobrepasa cualquier parámetro. Los escritores actuales no sueñan y son, en el mejor de los casos, parte del decorado de esa pesadilla que muy bien pudo haber escrito Hawthorne. En su cuaderno anotó una frase que le hubiese calzado a la perfección a Borges: “Las abejas se ahogan muchas veces en su propia miel, del mismo modo que ciertos escritores se pierden en el cúmulo de su propia erudición”.

Carlos Yusti
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