Crecí en una casa en la que no había libros. Debido a esa circunstancia no fui un lector precoz ni nada parecido. Esto por lo visto me salvó de convertirme en un “ratón de biblioteca” en ese doble sentido irónico que le asigna el escritor Pedro Téllez, que ha logrado ver a las ratas roer uno que otro lomo, pero a las que nunca vio leer un libro: “Son como los ‘ratones de biblioteca’, que no leen, sólo habitan entre los volúmenes”.
Me hice lector por obstinación autodidacta y sorteando muchos inconvenientes. Desde que me convertí en lector no vivo entre volúmenes, sino que he traspapelado mi vida con las páginas leídas y jamás he roído, devorado, engullido ningún libro, en el mejor (o peor) sentido.
Las librerías (y esos sitios anormales con remates de libros) fueron definitivos en mi formación como lector. Tengo a las librerías como recintos especiales en la que el orden de los anaqueles presupone un orden del universo, lugares donde la literatura (o el destino) sucede.
Hoy las librerías serias, y no esas tiendas de quincallería que entre otras cosas venden libros, en Venezuela han desaparecido y las pocas que van quedando siguen abiertas contra todos los embates y todas las contingencias inimaginables como los malos gobiernos, el Covid y demás estragos de carestías y desolación.
Las librerías surgen por iniciativas privadas y su historia tiene la movilidad de las arenas del desierto; no es una historia atornillada a la memoria y a nadie interesa, o como escribe Jorge Carrión:
La historia de las librerías es muy diferente de la historia de las bibliotecas. Aquéllas carecen de continuidad y de apoyo institucional. Son libres gracias a ser las respuestas mediante iniciativas privadas a problemas públicos, pero por la misma razón no son estudiadas, a menudo ni siquiera aparecen en las guías de turismo ni se les dedican tesis doctorales hasta que el tiempo ha acabado con ellas y se han convertido en mitos.
Antes de la pandemia me acerqué a una librería bastante rara. Claro, vendía libros, pero en el fondo era otra cosa. También el nombre era bastante desacostumbrado: Buscadores de Libros. Había un espacio con varios estantes y una mesa. Los libros estaban dispuestos con un desorden vital en el que libros viejos y nuevos se mezclaban. Tomé de los anaqueles un robusto ejemplar del Zohar, escrito en idioma hebreo, y la encargada me dijo que me lo podía llevar y aunque desconozco el hebreo quería tener ese libro por el solo placer de tenerlo, de recorrer sus páginas con mis dedos, perdido sin poder desentrañar los signos escritos.
Luego de once años, Buscadores de Libros tiene un local y se ayuda con talleres de toda índole para obtener algunas entradas de dinero y seguir con el proyecto.
Buscadores de Libros surgió más por el entusiasmo y el amor a los libros hace ya once años. Su promotora principal es Mariela Mendoza, quien ha explicado cómo se inició esta noción innovadora en lo que a librería se refiere: “Es una iniciativa que surgió de las ganas de crear buenos momentos entre amantes de la lectura para intercambiar libros y conocer nuevos títulos, autores y sobre todo personas con los mismos intereses”.
Esa idea de la librería como negocio no fue el estímulo inicial. Los amantes de los libros y la lectura en algunos aspectos son un poco comeflores y Mariela Mendoza no es la excepción. Y lo que sucede es que Buscadores de Libros no es una librería en ese sentido tradicional. Mariela Mendoza la inició como un intercambio de libros entre otras personas con ese gusto análogo por la lectura, pero poco a poco esta primera noción fue tomando otros caminos y no se quedó sólo en el trueque de libros, y así comenzó a pensar que esta iniciativa podría ser un buen estímulo para iniciar a otros en la lectura, y entonces, con sus cajas cargadas de libros, se iba a las plazas, a las escuelas. Poco a poco los libros fueron llegando y Mariela Mendoza continuaba intercambiando y obsequiando libros.
Luego de once años, Buscadores de Libros tiene un local y se ayuda con talleres de toda índole para obtener algunas entradas de dinero y seguir con el proyecto. Hoy no es una librería al uso aunque también venda libros, tanto nuevos como usados, a precios irrisorios. Mucho menos es una librería de saldo porque allí se imparten talleres de pintura, de manga, de poesía. Tampoco es una biblioteca aunque uno puede ir y sentarse a leer cualquier libro. Mucho menos es un ateneo (o una casa de cultura), aunque a veces algunos escritores, poetas y pintores ofrecen una charla o una conferencia. Tampoco es una librería fija, ya que continuamente, ahora no tanto con esto de la pandemia, es una librería nómada, gitana y trashumante que sigue visitando escuelas, plazas y comunidades donde los libros de literatura son unos inigualables desconocidos.
Ahora que muchas librerías han cerrado sus puertas, y que las cacareadas librerías del Estado se han convertido en depósitos de polvo y estantes vacíos, aparece este proyecto de Mariela Mendoza. Poco a poco de buscar libros en la ciudad la idea se ha ido ramificando hasta convertirse en una librería poco común. Mariela comenzó sin un espacio definido. Tampoco recibió apoyo oficial, o como ella lo ha dicho: “Nadie nos apoyó económicamente de ninguna manera, sólo personas amantes de la lectura que nos han impulsado a seguir luchando por esto. Éramos un grupo de amigas (Carla Galíndez, Katellin Bermúdez, Anaís Mendoza y Marlyn Becerra), las cuales actualmente no se encuentran en el país, pero yo siempre creí en esto y lo continué, por eso tenemos un proyecto social que se llama ‘Juntos hacemos la diferencia’, que nos permite ayudar a niños de bajos recursos, tratando de que a través de los libros podamos impactar en las comunidades más necesitadas”.
El hábito de la lectura se ha ido deformando y quizás a muchos jóvenes les sucederá que al abrir un libro en papel (o electrónico) se sientan perdidos.
El lema de Buscadores de Libros es bastante ilustrativo: “Más lectores, mejores ciudadanos”. Del mismo modo, Mariela Mendoza asegura que su éxito hasta ahora está en el hecho de “tener disciplina en lo que hacemos, credibilidad, confianza…”, y sobre todo un amor incondicional por los libros, la literatura y la lectura. El espacio donde funciona en la actualidad es amplio y sus estantes ofrecen al visitante un heterogéneo surtido de obras para todos los gustos e incluso libros de textos de todos los tiempos. Además llevan cinco ediciones del concurso “Descubriendo poetas” para jóvenes entre quince y veinticinco años, con la edición en digital de los libros. El libro (la lectura) como respuesta a todas las dificultades y contingencias.
El hábito de leer no se enseña y más bien creo que se adquiere, pero también quizás se pueda trasmitir por contacto como el Covid. Hoy con esto del Internet y de los mensajes sintéticos por WhatsApp, en que los emoticonos se han convertido en una forma de expresar emociones como en su momento quizás fueron los jeroglíficos egipcios (o las pinturas medievales con sus mundos infernales), el hábito de la lectura se ha ido deformando y quizás a muchos jóvenes les sucederá que al abrir un libro en papel (o electrónico) se sientan perdidos, al igual que yo al repasar las páginas en hebreo del Zohar, sin entender para nada el significado de muchas palabras. La lectura enfrenta a cualquier lector con ese mundo complejo de las palabras, con su coherencia y belleza contenida en una frase, en un párrafo. Necesitamos todos los sentidos para encarar ese mundo sutil y pleno de complejidades que edifica el lenguaje. Lo que me recuerda lo narrado por el personaje del cuento de Borges “La biblioteca de Babel”:
La escritura metódica me distrae de la presente condición de los hombres. La certidumbre de que todo está escrito nos anula o nos afantasma. Yo conozco distritos en que los jóvenes se prosternan ante los libros y besan con barbarie las páginas, pero no saben descifrar una sola letra. Las epidemias, las discordias heréticas, las peregrinaciones que inevitablemente degeneran en bandolerismo, han diezmado la población. Creo haber mencionado los suicidios, cada año más frecuentes. Quizá me engañen la vejez y el temor, pero sospecho que la especie humana —la única— está por extinguirse y que la Biblioteca perdurará: iluminada, solitaria, infinita, perfectamente inmóvil, armada de volúmenes preciosos, inútil, incorruptible, secreta.
Esta imagen de la biblioteca abandonada se contrapone a la foto de una librería abandonada en Chernobyl con sus libros en el piso y sus estantes caídos por doquier, o aquella foto de la biblioteca de la Holland House bombardeada en la Segunda Guerra Mundial en 1940 y de la que Alberto Manguel escribe:
…en el centro del local hay un montón de vigas y muebles rotos. Pero las estanterías colocadas sobre las paredes se han mantenido, y los libros alineados en ellas parecen intactos. Tres hombres están de pie entre los escombros: uno, como dudoso sobre qué libro escoger, lee, se diría, los títulos de los lomos; otro, con gafas, se dispone a sacar un volumen; el tercero está leyendo, con un libro abierto en las manos. No están volviendo la espalda a la guerra, ni haciendo caso omiso de la destrucción. No prefieren los libros a la vida en el exterior. Tratan de seguir adelante pese a encontrar obstáculos bien evidentes.
Marcel Duchamp aseguraba que si buscábamos arte no fuésemos a los museos. Algo similar se puede argumentar de la literatura. Hay que buscarla no en la escuela de letras ni en la academia, sino en la librerías, en el café donde se congregan los poetas y en esos sitios donde el destino sucede con su respectiva bibliografía.
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