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Burdel y lectura

domingo 5 de diciembre de 2021
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Burdel y lectura, por Carlos Yusti
Se escribe para narrar el mismo cuento, la misma historia desde otra perspectiva, y entonces el fracaso es un pasadizo sin salida que siempre espera al escritor que ha vivido mucho y leído poco o viceversa. El burdel (1888), por Vincent van Gogh

La vida como literatura siempre es pésima pero, eso sí, se le pueden arrancar buenos relatos. Pensaba en eso cuando una periodista me preguntó cuál era mi recomendación a los jóvenes escritores que comienzan a escribir. Me quedé mirando un punto lejano como buscando una respuesta a lo Borges y dije: “Mucha lectura y algo de burdel”.

Por supuesto recordé al novelista Francisco Arévalo, que de los burdeles ubicados en la ciudad de San Félix recopiló las mejores historias insertadas en algunas de sus novelas y también rememoraba aquella frase del escritor español J. J. Armas Marcelo: “A Salvador Garmendia se le atribuía una frase genial para explicar que tal o cual obra estaba más o menos, pero que no acaba de estar bien. ‘Le falta burdel’, decía. Lo de le falta burdel se lo he oído después a varios escritores venezolanos y colombianos, pero de cuanto cuento en estas intemperies nada es ficción, aunque lo parezca”.

Por supuesto traté de explicar, lo mejor que pude, el exabrupto; que a los nuevos escritores, tanto a mujeres como a hombres, o de cualquier sexo indeterminado, les faltaba lectura y les sobraba divismo. Que era esencial leer de todo, sin discriminar nada, para irse enamorando de ese instrumento maleable hacia la belleza que son las palabras, y que después era como un requisito indispensable salir de las páginas de los libros, como hizo don Quijote, y comprobar que la vida (o la realidad) tiene su costado sórdido, en el que continuamente se cambian gigantes en molinos de viento, en el que las derrotas, grandes y pequeñas, van dándole sabor a la desabrida cotidianidad. Hay que empaparse de sordidez para encontrar una buena historia que contar, aunque la vida a veces sea imposible de narrar.

Si el escritor no tiene tras sus espaldas algunas laberínticas bibliotecas no tendrá siquiera ese consuelo de los libros devorados en todo momento.

Para ilustrar esto de los fluidos fétidos de la realidad recurramos a la literatura, aunque resulte paradójico. En un texto, W. G. Sebald (escritor del cual Susan Sontag se preguntaba al leer sus novelas: “¿Es Sebald el narrador? ¿O es un personaje de ficción a quien el autor ha prestado su nombre, con detalles selectos de su biografía?”) refiere un incidente que le ocurrió a Franz Kafka, escritor al que si uno lee bien entre líneas podría con facilidad confundir con un personaje que se escapó de la más retorcida ficción. En fin, que Sebald cuenta que Max Brod y Kafka en 1911 fueron de Praga a París, pasando por Suiza y el norte de Italia. Leamos a Sebald: “Los amigos, con talante más bien abatido, pasan los días de París dedicándose a diversas visitas y buscando los placeres del amor en un burdel ‘organizado racionalmente’ y con ‘timbre eléctrico’, en el que todo se desarrolló tan rápidamente que Kafka apenas puede imaginarse cómo ha ido a parar a la calle tan deprisa. ‘Resulta difícil’, escribe, ‘contemplar a las chicas con detenimiento (…). En realidad sólo recuerdo a la que estaba justo delante de mí. Le faltaban dientes, se mantenía muy derecha, se sostenía el vestido con el puño cerrado sobre las partes pudendas y abría y cerraba al mismo tiempo, rápidamente, sus grandes ojos y su gran boca. Su cabello rubio parecía desgreñado. Era delgada. Miedo a olvidarme de no quitarme el sombrero. Hay que apartar realmente la mano del ala’. También el burdel tiene su comme il faut. ‘Solitario, largo y absurdo regreso a casa’, dice finalmente la nota”.

Jorge Luis Borges, que era un azorratado ventrílocuo de otras literaturas y se preciaba de haber leído mucho, pero que se saltó varias veces la página escrita de la vida, también dijo: “Soy todos los autores que he leído, toda la gente que he conocido…”. Si el escritor no tiene tras sus espaldas algunas laberínticas bibliotecas no tendrá siquiera ese consuelo de los libros devorados en todo momento. Se escribe desde otras lecturas para no caer en los tópicos, en lo ya escrito. Se escribe para narrar el mismo cuento, la misma historia desde otra perspectiva, y entonces el fracaso es un pasadizo sin salida que siempre espera al escritor que ha vivido mucho y leído poco o viceversa. Samuel Beckett lo había vislumbrado con despejada claridad cuando escribió: “Jamás probar. Jamás fracasar. Da igual. Prueba otra vez. Fracasa otra vez. Fracasa mejor”. Se escribe siempre para fracasar lo mejor posible.

No es el fracaso que se coloca en la balanza del éxito literario. Es más bien el fracaso de no llegar al hueso desnudo del lenguaje. Es ese fracaso a la hora de edificar una obra cuyas imperfecciones no saltan a la vista, pero que son venas interiores, tensas y pulsantes que recorren toda la obra. Esos escritores que huyen de la literatura en línea recta (con principio, nudo y desenlace) sin duda van directo a estrellarse con el muro del fracaso. Si la vida, con su cúmulo de contradicciones, es compleja, ¿por qué razón la literatura tiene que ser un pastiche de fácil deglución? Mirar las sutiles complejidades de la existencia puede deparar nociones de lo imprevisto. Enrique Vila-Matas escribió: “Es evidente que entre una y otra forma de mirar la vida hay un claro abismo, muy probablemente el mismo que existe entre los que se contentan narrando las historias sin más (como si hubieran recientemente llegado al mundo y fueran del todo inocentes y no tuvieran referencias de que alguien hubiera hablado ya antes de todo aquello) y los que, en cambio, sienten la necesidad de construir esas historias de una forma más compleja y diferente, no ignorando que es preciso relacionarlo todo e investigar, no cesar en los intentos de ver más”. Escribir es siempre ver más y luego tratar de traducirlo en palabras y desde ese momento surgen los apremios, las zozobras y los fracasos.

Quizá son admirables esos autores sin obra, esos autores que han decidido no convertirse en funámbulos para así no tener que cruzar el tenso alambre del fracaso y han decidido quedarse en ese lado en el cual las lecturas crecen y se ramifican creando un denso bosque de cuento de hadas que los protege de convertirse en caballeros andantes de la escritura.

Tengo un amigo escritor que, dejando al margen toda metáfora, se ha quedado en el burdel. Hace poco me lo encontré en la calle y tenía más pinta de ambiguo trashumante que de escritor. En sus días juveniles era una promesa fulgurante de las letras nacionales, pero al parecer se quedó como atascado en la sordidez mundana de la realidad y sin un libro publicado todavía carga un fajo de papeles, arrugados por el trajín cotidiano, que muestra y, con una convicción aprendida, de un libreto malo de obra teatral, se sube sobre el banco de la plaza y gesticulando como un demente dice: “Esta es mi obra”, luego grita algo, pero ya no le escucho. Cruzo lo más deprisa que puedo la calle y pienso que la vida también proporciona buenos personajes que quizás nadie escriba.

Carlos Yusti
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