
Qué es un literato (con signo de interrogación puesto que es una pregunta). La respuesta podría ser: es un ser peculiar (por no decir anómalo) que sale de cacería. Su presa: ornitorrincos. Ustedes saben, ese animal (su nombre científico es Ornithorhynchus anatinus) del este de Australia y de la isla de Tasmania (que sabe Dios dónde queda) que es toda una singularidad de la naturaleza: es mamífero, pone huevos, es venenoso, su hocico tiene forma de pato, tiene cola de castor y patas de nutria y es semiacuático.
El ornitorrinco parece un producto de la imaginación más afiebrada, especie de bicho armado con un programa de PhotoShop. Como es lógico, no se parece a un literato en nada, aunque comparte con éste ese estilo de bicho raro (por no decir estrambótico).
Para el poder político el escritor es apenas un accesorio más en las oficinas culturales del Estado.
Como buen bicho insólito (el literato, no el ornitorrinco), en las fiestas sale a bailar con la más fea y a veces es el primero de la clase a los que todos fastidian. Para el poder político es apenas un accesorio más en las oficinas culturales del Estado que hace juego con las cortinas y con la alfombra. Es a veces una pose, especie de actor telenovelero que escenifica el papel de escritor (o poeta) maldito quien, sin escribir una página valedera, va bebiendo/viviendo de lo que no escribe. Otras es un bohemio de barra fija en algún bar donde le fían. Ha escrito algunos libros importantes, pero su gran obra es oral y se ha derrochado en esos saraos de bares en la que un séquito de acólitos le escuchan más beodos que embelesados. Si está enchufado con el poder dicen que es un vendido lamezuela, y si sólo se dedica a escribir es un habitante desalmado y palaciego de la torre de marfil. Si interviene en los asuntos ciudadanos es un pobre tipo que se dedica a la política porque tiene poco talento con las palabras.
La ciencia, ahora sí se trata del ornitorrinco, lo vio en un principio como un invento, como un cuento irreal, hasta que pudo comprobar su existencia. Los científicos, que saben más de estos asuntos, sitúan el origen del ornitorrinco en 166 millones de años atrás. Es descendiente de un animal que al parecer compartió peculiaridades de mamífero y reptil. Wes Warren, genetista de la Universidad de Washington y miembro del equipo científico internacional que secuenció el genoma del animal, aclara: “Lo extraordinario del ornitorrinco es que ha conservado una superposición de características de dos linajes muy diferentes, mientras que los mamíferos posteriores perdieron los rasgos reptilianos”.
En el Diccionario filosófico de Voltaire puede leerse:
La palabra española “literatos” corresponde a la palabra francesa gens de lettres, como ésta corresponde a la palabra gramáticos, que usaban los griegos y los romanos. Los griegos y los romanos incluían en esta denominación no sólo a los que estaban versados en la gramática, que es la base de todos los conocimientos, sino a los que conocían la geometría, la filosofía, la historia, la poesía y la elocuencia. No merece este calificativo el que teniendo escasos conocimientos se dedica a un solo género; el que no habiendo leído más que novelas, sólo novelas escribe; el que, sin conocer bien la literatura, por casualidad haya escrito una novela o un drama; el que, desprovisto de ciencia, haya pronunciado algunos sermones, no debe ser incluido entre los literatos.
Trescientos literatos y trescientos ornitorrincos son menos dañinos que cualquier político de oficio.
Escribir no parece ser el melodrama del literato. Lo dramático comienza cuando no puede hacerlo. Algunos personajes de la literatura son buen ejemplo de ello y entre los primeros quizás deba mencionarse al escribiente Bartleby creado por Herman Melville, y del que Jorge Luis Borges escribió: “Bartleby, que data de 1856, prefigura a Franz Kafka. Su desconcertante protagonista es un hombre oscuro que se niega tenazmente a la acción. El autor no lo explica, pero nuestra imaginación lo acepta inmediatamente y no sin mucha lástima. En realidad, son dos los protagonistas: el obstinado Bartleby y el narrador que se resigna a su obstinación y acaba por encariñarse con él”. El escritor Enrique Vila-Matas escribe una novela-catálogo, Bartleby y compañía, con algunos de esos escritores del no. Pero el libro de una escritora mexicana, Josefina Vicens, El libro vacío, es una exploración de los apremios de un escritor que quiere escribir, pero no puede. Libro que todo aspirante a ser un literato debe leer. Octavio Paz en una carta-prólogo anota: “Y ahora quiero confiarte algo personal: la imposibilidad de escribir y la necesidad de escribir, el saber que nada se dice, aunque se diga todo y la conciencia de que sólo diciendo nada podemos vencer la nada y afirmar el sentido de la vida, yo también, a mi manera, lo he sentido y procurado expresarlo en muchos textos de ¿Águila o sol? y en algunos poemas de otros libros. No digo esto por vano afán de precisión literaria sino por el simple placer de señalar una coincidencia”. En un aparte de la novela lo escrito por el protagonista, que es un equis sin fondo ni forma, no tiene desperdicio: “Es bien claro; son sólo dos frases. Una: tengo que escribir porque lo necesito y aun cuando sea para confesar que no sé hacerlo. Y otra: como no sé hacerlo tengo que no escribir”.
Lo cierto de todo es que trescientos literatos y trescientos ornitorrincos son menos dañinos que cualquier político de oficio ungido a cumplir una alta misión (que nadie le ha pedido) por el país. Los literatos a la larga (no sé si los ornitorrincos ya que desconozco cómo son en la intimidad) son menos prejuiciosos que esos curas obsesionados con los infantes y son una carga menos engorrosa que los militares.
Que dejen en paz a los literatos, que los dejen cazar ese animal prodigioso que sólo la imaginación es capaz de crear. Escribir es salir de cacería por esa presa que es la frase perfecta, bella, extraña, asombrosa y poética como un ornitorrinco. Lo demás es palabrería cantinflera.
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