
Recuerdo con vaguedad que cuando joven (tendría a lo sumo dieciséis años) estuve convaleciente de poesía y supuraba metáforas por todas partes. Presa de una enfebrecida pasión (durante algunas semanas), sentado frente a la máquina de escribir, tecleaba por horas poemas alucinados y con imágenes tétricas como si no hubiese algún sol en mi alma. En dichos poemas iban todas mis ignorancias para con el lenguaje (con sus erratas respectivas), todos mis amores de principiante torpe y ese cúmulo de rabia de adolescente incomprendido, conjugados con mi impericia para la construcción de metáforas transcendentes. Estaba convencido de que sería poeta y casi trescientas páginas mecanografiadas eran la prueba irrefutable.
En ese tiempo creía que la poesía era una respuesta contra las injusticias mayúsculas (y menores) que aquejaban al hombre, que el poema debía ser un grito de improperios sorpresivos, de lenguaje retorcido sin reparar en nada. Venciendo mi timidez de poeta primerizo le entregué los poemas a mi profesora de castellano para que los corrigiera y me diera su opinión. Ella estaba no sorprendida, sino atónita de que alguien con aspecto más de pugilista que de poeta fuese capaz de escribir. Luego de la entrega de mi alma al demonio de la gramática y la corrección lingüística quedé algo desolado.
La espera fue angustiosa. Semanas después, la profesora (una mujer esbelta de buen cuerpo, senos firmes, soltera, no tan joven y medio fea, pero culta y con una voz de aterciopelada dulzura) me entregó mis poemas heridos de tachaduras y rayones. Eso me enfrentó con la realidad cruda: era un advenedizo iletrado con la arrogante pretensión de ser poeta. Yo creía haber escrito algo grandioso y esos poemas no eran más que un compendio de lugares comunes y plagios oblicuos de mis desordenadas lecturas. Poemas escritos en esa normalidad denunciada por Witold Gombrowicz: “De nuevo acometió la maldita normalidad, cuando él ya tenía un drama preparado…”. Mis poemas, aunque tenían la impronta de lo inusual, fueron entregados, sin remordimientos, al fuego, y así me curé de convertirme en un poeta menor, en un poetastro de casa de cultura.
Con respecto a la poesía y a los poetas existen muchos mitos y profesorales postulados. Por ejemplo que la poesía es una contienda en profundo con las emociones del alma y con las palabras. Que la poesía no se puede permitir requiebros de ningún tipo. Que la poesía tiene que cantar lo cotidiano sin perder de vista lo universal y otras pamplinas por el estilo. He leído a dos poetas (de seguro habrá muchos más) que echan por tierra toda esa palabrería barata y académica de la encumbrada misión de la poesía en el mundo. Uno es el poeta canadiense Richard Outram y el otro es Russell Edson.
De Richard Outram tuve noticias gracias a un ensayo de Alberto Manguel, quien escribe:
No tardé en descubrir que las librerías perseveraban en ignorarlo y que faltaba en las bibliotecas de casi todos mis amigos. De hecho, descubrí que la carrera de Outram estaba plagada de ausencias. Nunca ha recibido un premio nacional ni internacional, ni becas institucionales. No figura en ninguna antología importante de poesía canadiense y rara vez se le han dedicado reseñas. Tal vez haya una razón para semejante silencio. En sus poemas actúa ese ser que para tanta de nuestra literatura aceptada es deleznable: el ciudadano más impopular, el moralista; la persona que, dicho con la mayor sencillez, se ocupa de nuestra conducta en el mundo.
Outram nació en el año 1930 en Oshawa, Ontario. Graduado en el Victoria College de la Universidad de Toronto. Por un buen tiempo fue tramoyista en una televisora. Su primer libro, titulado Ocho poemas, fue publicado en 1959. Poco a poco su poesía se ha ido haciendo un espacio y su libro Benedicto XVI en el extranjero ganó el City of Toronto Book Award en 1999. Su poesía no es complicada ni hermética, pero tiene ese toque sutil de lo inesperado, como este poema titulado “Mujer barbuda”:
De hecho soy del público una esclava;
cómo me gustaría ser indisciplinada
y empezar la mañana con una afeitada;
pero no me atrevo. Cada día me levanto
para mirarme al espejo con los ojos gachos
y, aunque me repugne, atusarme el mostachoy acicalarme completa, obedientemente,
rizando las patillas untadas con aceite
antes de salir a enfrentarme con la gente.Soporto el día entero los crueles azotes
de mil bromas soeces, insultos y sarcasmos;
yo leo los labios sin que nada se me note.Se dice que no hay en el infierno alojada
furia semejante a la de la mujer despreciada:
sabrá Dios por qué yo estoy de este modo adornada.Incluso al Todopoderoso le será peliagudo
encontrar entre los humanos aunque sólo sea uno
que me ame a pesar de mi semblante peludo.Mas cuando el mundo y el tiempo hayan pasado,
vendréis todos frente a mí, sentada a su lado,
radiante Novia Suya con el rostro barbado.
Como es lógico el poema sirve a Richard Outram para hacer un repaso de la memoria, es un escaneo de lo cotidiano desde una perspectiva bastante personal y desde el asombro de la sencillez.
Abuelo
Su vista comenzó a fallar
cuando yo todavía era un niño.
Vinieron a enseñarle Braille,
pero era demasiado viejo,
cascarrabias y salvaje
para hacer lo que le decían,como de costumbre. Pero aun así,
teniendo en cuenta su edad,
trabajó en Moon, hasta que
rompió las tarjetas
con hoyuelos en pedazos con rabia frustrada
una mañana de abril. Yardas,no millas, de oscuridad se extendían
ante él en el peor de los casos,
calculó. Y trajimos
y llevamos; y trató
de hacer frente; y renunció y maldijo
la luz voluble y murió.Yo, demasiado joven en ese entonces
para llorar o comprender
las vidas cargadas de los hombres,
o la muerte como un alivio
y no oscuro contrabando,
que no había sufrido pena,ahora dale las buenas noches:
recordando el resplandor
de la luz del agua martillada
reflejada en sus ojos,
su perfecta paciencia donde
una trucha arcoíris podría subir.
Por datos recabados en la Internet me entero de que, a consecuencia de la muerte de su esposa en 2002, Outram se quitó la vida.
La suerte de Russell Edson tampoco se escapa a los equívocos. Nació en 1935 en Connecticut, y además de poeta es ilustrador. Ha escrito novelas y cuentos. A mediados de los 60 comenzó a publicar poesía, y entre sus distinciones podemos mencionar la beca Guggenheim (1974). Su último libro data de 2009 y su título es See Jack (2009). Los poemas de Edson tienen un brillo bastante especial/inusual. Lo cotidiano posee en sus textos poéticos un música absurda, algunas veces risueña, pero con un contenido humanista contundente.
Consideremos
Consideremos al campesino que convierte a su sombrero de paja
en su novia; o a la anciana que convierte a una lámpara en su hijo;
o a la joven que se ha propuesto la tarea de raspar
su sombra de la pared…Consideremos a la anciana que usa lenguas de vaca ahumada
en vez de zapatos y caminó por una pradera recolectando
pedazos de vaca en su delantal;
o al espejo oscureciéndose con la edad que fue dado
a un ciego, quien gastó sus noches mirándolo, entristeciendo
a su madre, ese hijo suyo debería estar tan perdido en
la vanidad…Consideremos al hombre que frio rosas para su cena,
cuya cocina olió como un ardiente jardín de rosas; o el hombre
que se disfrazó de polilla y se comió su propio abrigo, y
de postre se sirvió un sombrero helado…
En ocasiones los poemas de Edson están desprovistos de toda floritura retórica. Los críticos quieren meterlo con calzador en el surrealismo, pero su poesía se resiste a cualquier etiqueta:
El otoño
Había un hombre que encontró dos hojas
y entró en su casa diciéndoles a sus padres que era un árbol.
A lo que respondieron pues sal al jardín
y no crezcas en el comedor o tus raíces nos estropearán la alfombra.
Dijo que estaba bromeando no soy un árbol y dejó caer las hojas.Pero sus padres dijeron mira es otoño.
Existe en la poesía de Edson un humor retorcido que se desparrama por el poema y el lector no sabe dónde comienza la broma y dónde el drama.
Accidente
El peluquero ha cortado accidentalmente una oreja. Se asemeja como
algo recién nacido en el suelo en un nido de pelo.
¡OOP!, dice el barbero, pero se ve que ha sido un buen
oído, cayó con una queja muy leve.No era muy bueno, dice el cliente, siempre fue demasiado encerado.
Traté de colocar una mecha en él para quemar la cera, quería encontrar la
forma de la música. Pero el fuego puso iluminación a toda la cabeza. Luego se
extendió a la ingle y las axilas y en las inmediaciones forestales.
Me sentía como un santo. Alguien pensó que yo era un genio.Eso es reconfortante, dice el barbero, todavía, pero no puedo enviarle a
casa con sólo una oreja. Voy a tener que quitar la otra.
Pero no se preocupe, va a ser un accidente.
Demandas de la Simetría. Pero asegúrese de que sea un accidente,
que no quiero que me corte a propósito.Quizás lo haré cortando su garganta.
Pero tiene que ser un accidente…
En una entrevista Edson aseguraba que su proceso de escritura comenzaba desde la blancura. “Me siento a escribir con una hoja en blanco y la mente en blanco. Dondequiera que el órgano de la realidad (el cerebro) quiera ir, yo lo sigo con el lápiz azul de la conciencia”.
Los libros que te cambian la vida no son aquellos que puedas escribir, sino aquellos que te devuelven, página a página, a la fascinación del mundo a través de las palabras y la imaginación. La literatura auténtica no requiere de etiquetas y por lo general se realiza de espaldas a modas y fórmulas, se realiza por escritores y poetas caminando, en perfecto equilibrio, por el filo delgado, reluciente y bruñido de lo extravagante.
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