
En realidad los diccionarios siempre me han dado mala espina. Claro que hago referencia a esos diccionarios redactados con pompa, boato de academia y almidón de enciclopedia. Me inclino más por esos diccionarios espurios y redactados con bilis y humor como el Diccionario de Coll, de José Luis Coll; El diccionario del diablo, de Ambrose Bierce; el Diccionario filosófico, de Voltaire, o el Diccionario técnico alternativo, de Ibar Varas. En fin, diccionarios que desquician las palabras y retuercen sus significados al tiempo que le abren ventanas nuevas a las doctrinas e ideas de siempre.
Como es lógico, mi desconfianza por diccionarios de arte es mucho más retorcida. El arte en ceñidos fragmentos para dibujar un perfil cada vez más borroso del arte actual tiene que despabilar mi guardia.
He leído los textos críticos sobre arte de Avelina Lésper compilados en “Sobre arte contemporáneo. Brevísimo diccionario de una impostura”.
Admiro de Avelina su pasionaria desproporción argumentativa para decapitar las cabezas de tanto títere, de tanto fantoche, en el mundo del arte actual. Su visión cortante sobre el arte que mueve los engranajes del mercado estético no siempre es halagüeña y va teñida de cierta rabia friolera sobre unas obras de precaria calidad. En este diccionario ensaya otra manera de argumentar la crítica. Por la Internet tiene un blog donde recopila sus textos críticos.
No es ni por asomo un diccionario enciclopédico de arte actual, ni un erudito recorrido sobre arte en digeribles pastillitas conceptuales. Avelina arma este diccionario desde la encrespada impaciencia del capricho, pero siguiendo ese camino de migas del alfabeto que no es otra cosa que una manera de darle algún orden al capricho y el cual siempre es caótico e interesado (y a veces un tanto egoísta).
Hay que agradecer dos cosas de este diccionario. La primera sería la brevedad, tanto del texto en su conjunto como de las entradas. Lo otro podría ser ese sentido de antídoto contra la pedantería (casi dogmática) del arte de estos días.
Este es un diccionario de anticonsulta que es necesario leer ya que servirá para que el lector trate de mirar el arte con ojos menos temerosos ante las palabrerías rimbombantes de los comisarios del arte, curadores y demás grey de ese gran negocio en el cual ha devenido el arte.
En la entrada “Ficha técnica” se puede leer: “Son muy importantes, es lo único que le informa al público que el extintor de incendios no forma parte de la exposición”.
En un fragmento de la entrada dedicada a Andy Warhol se lee:
La idea de hacer retratos en serigrafías no fue de Warhol sino de un amigo de él, Gerard Malanga, y las decisiones de color se tomaban en grupo. Cuando Warhol estaba en la realización de sus Red Self Portraits, el editor de Tape Recorder Magazine, Richard Ekstract, tomó los acetatos y le pidió permiso a Warhol para enviarlos a un taller de serigrafías y que los imprimiera, el proceso era más barato y más rápido que en la Factory. Warhol dio las instrucciones a los técnicos por teléfono, nunca fue al taller. El resultado más industrial le agradó y le permitió mantener las “manos fuera del trabajo” y acercarse a la idea de Duchamp del arte deshumanizado. Esto se convirtió en una costumbre en la producción del resto de sus serigrafías. Ya en los años ochenta contrató a un impresor que trabajaba con varios asistentes en el sótano del edificio de la Factory y vendía serigrafías por su lado, y Louis Walden —colaborador en la Factory— se jactó de hacer las mejores serigrafías de Warhol, y de hecho una de las series de Marilyn es de él.
En otra entrada leemos:
Arte conceptual o contemporáneo: las obras que se autollaman arte contemporáneo son conceptuales, porque en todas son las ideas y el discurso el único peso intelectual que poseen, y es el concepto lo que les da el sentido como arte. La acepción cronológica, al ser siempre inestable, es inexacta. Cualquier obra —desde el ready-made hasta las que tienen algún tipo de factura— que hace de las ideas su gran valor real es conceptual. Si una obra despojada de esas ideas pierde su sentido como arte, entonces no es arte.
En ese tono vitriólico y sin pretensiones escribe Avelina Lésper este diccionario para ir saldando cuentas con esas falsas premisas del arte en la actualidad, donde todo el mundo puede ser artista y obras de dudosa elaboración (muchos artistas no hacen sus obras y a veces sólo contratan a terceros para tal fin) se erigen como lo más encumbrado del arte contemporáneo.
Esto del arte y los artistas siempre es complejo. Una muerte que me impresionó fue la de Mark Rothko. Sus grandes telas abstractas de color reflejaban una preocupación, una desazón que de algún modo lo carcomía por dentro, y en una oportunidad declaró: “Sin monstruos y sin dioses, el arte no puede representar nuestro drama; los momentos más profundos del arte expresan esta frustración”. A Rothko le habían ofrecido la suma de treinta y cinco mil dólares por unos murales en un lujoso restaurante en Park Avenue. El pintor aceptó dicho encargo (según sus propias palabras) “con la esperanza de pintar algo que le estropeara el apetito a todo hijo de puta que comiera en la sala. El mejor cumplido sería que el restaurante se negara a colgar los murales, pero no lo harán”. Al final rechazó el encargo, pero de todos modos pintó las inmensas telas que conformarían dicho mural. Se suicidó el 25 de febrero de 1970. Su cadáver fue localizado en el baño de su estudio situado en la calle 69 Este. La autopsia reveló que el artista murió de una sobredosis de barbitúricos al tiempo de cortarse las arterias braquiales con una hoja de afeitar. Rothko había dicho: “Con mis pinturas busco expresar el secreto pero inmediato acceso al terror salvaje, al sufrimiento, a los caminos cegados y a las aspiraciones muertas que yacen en el abismo de la existencia humana”.
Rothko “creía” que sus grandes telas de color expresaban sus preocupaciones existenciales. Cada artista, hasta el más mediocre, puede creer lo que sea con respecto a su trabajo, y quizá Avelina busca develar en el arte actual esa preocupación de Rothko, busca encontrar esa frustración y ese secreto entremezclado que toda obra de arte significativa ofrece al espectador. Es una lástima que Avelina no haya escrito la entrada de la palabra suicidio.
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