
Este texto forma parte de la antología publicada por Letralia el 20 de mayo de 2019 con motivo de arribar a sus 23 años.
Detrás de cada exilio
Se sabe
Los escombros
La ruina
Tanto dolor la herida
Pérdida y renuncia la despedida un hueco
Pero delante del exilio
Delante del exilio el horizonte solo
Elizaria Flores, 2018.
“Exilio en construcción”.1
¿Quién presagiaba diásporas, cruentas escrituras, tierras de castigo?
Rafael Cadenas, 1960.
“Fragmento 4” en Los cuadernos del destierro.
I. Razones (en caso de que hagan falta).
En un día cualquiera del mes de octubre del año en curso dispongo sobre mi mesa de trabajo los verbos irse y quedarse. Espero, sin ilusiones, que al verlos juntos pueda empezar esta crónica tan desordenada como dolorosa para narrar la estampida de la que formo parte. Y empiezo. Soy venezolana e hija de inmigrante. Profesora de la Universidad de los Andes, en la Mérida de Venezuela. Viví en Francia durante cinco años, hace ya más de veinte, pero eran otras las circunstancias. Vine becada por mi país para hacer un doctorado, tenía un trabajo al que responder, una familia y amigos a quienes volver y un futuro que me esperaba para retribuir el privilegio de aquel quinquenio. Nunca me sentí inmigrante durante aquellos cinco años de estadía en Toulouse. Cuando los franceses me preguntaban por el avance de mis gestiones para quedarme, y yo les respondía que no tenía interés alguno en hacerlo, lo hacía con genuina franqueza, y no solamente para mirar sus rostros de desconcierto frente a la primera (¿o la única?) que desdibujaba sus certezas. Toda mi infancia estuvo marcada por el dolor de la inmigración. En la sobremesa, durante el desayuno de los domingos en familia, en las ventiscas decembrinas o con los vapores de la tarde, era un tema recurrente: no ser de ningún sitio o de uno que queda lejos y sólo existe en la memoria. Reconocer que la única patria es tu casa y que ni siquiera ella se acomoda a la imagen de casa en la que creciste. He ahí resumido el dolor de mi padre y de sus paisanos reunidos en torno a un café cada vez que se sentaban a enumerar los defectos, y las exiguas virtudes, de aquel remoto país de acogida… Mientras los escuchaba, me repetía a mí misma que ese no iba a ser mi destino, que cuando creciera iba a moverme como ellos pero que siempre volvería a mi casa. La que fuere. Que yo sí tendría eso que los mayores de mi entorno habían perdido y que nada ni nadie vendrían a arrebatármelo por muy enjundiosas que fueran sus razones.
La única manera de desahogar la rabia era salir a la calle a manifestarla y eso hice tantas veces como fue necesario; con mis estudiantes y colegas, con las autoridades universitarias o sin ellas y con mis hijos.
Como siempre pasa en estos casos, los primeros que empezaron a hablar de idas fueron los más jóvenes. Los amigos de mis hijos. Los hijos de mis amigos, de los vecinos, mis estudiantes y los de mis colegas. Hasta que un día les tocó a mis hijos. Sin saber cómo, nuestro lenguaje cotidiano se fue contaminando con vocablos desconocidos para la gente de mi generación. El verbo apostillar, pergeñado en todas sus conjugaciones, se instaló con una naturalidad desconcertante en nuestra jerga cotidiana. Las despedidas de nuestros hijos cada vez contaban con más ausencias hasta que empezaron a hacerse vía Skype.
Mientras, afuera el país seguía descompuesto y la guerra asomaba peligrosa de tanto en tanto. Entre los años 2014 y 2018 hubo en el país al menos una manifestación universitaria por trimestre. Me refiero a manifestaciones masivas de toda la universidad en la calle y no a las innumerables y casi semanales (y a veces diarias) manifestaciones en el seno de la propia institución. La universidad empezó a morir de mengua: insumos deficientes, salarios irrespetuosos, becas estudiantiles irrisorias, servicios colapsados, falta de mantenimiento y descomposición de las instalaciones universitarias, presupuestos reconducidos en un país que ya empezaba a coquetear con la hiperinflación. La única manera de desahogar la rabia era salir a la calle a manifestarla y eso hice tantas veces como fue necesario; con mis estudiantes y colegas, con las autoridades universitarias o sin ellas y con mis hijos mientras estuvieron conmigo en el país. Las prohibiciones y amenazas del gobierno o de sus grupos paramilitares o de todos los anteriores no menguaron ningún empeño y el final de las manifestaciones se hacía cada vez más peligroso: primero, la Guardia Nacional disparando a quemarropa tuercas, rolineras, metras, perdigones de goma, clavos, resortes y cualquier objeto contundente contra las filas de la vanguardia; después de un flagrante retroceso venía la furia paramilitar que, ésta sí, se descargaba sin pudor alguno, y con balas de verdad, contra los más temerarios…
Las bajas empezaron a ser significativas. Algunas de ellas todavía atormentan mis retinas cuando cae la tarde y me siento sola. Para sólo citar el parte de guerra perteneciente a las barricadas del 2017, y de acuerdo con las estimaciones de la organización no gubernamental Foro Penal Internacional, entre febrero y junio del 2017 se contabilizaron 163 fallecidos en el contexto de las protestas (muchos de ellos asesinados brutalmente a quemarropa por la Guardia Nacional), cuatro mil heridos y 5.051 presos (casi todos aún permanecen en la Tumba o en el Helicoide, los tristemente célebres centros de tortura del Sebin, o en cualquiera de las cárceles del resto del país donde conviven, hacinados, más de cinco mil presos políticos con presos comunes). De acuerdo con la misma organización, en el año 2017 fueron presentados 120 casos de tortura ante la Corte Penal Internacional en La Haya, a través del observatorio de derechos humanos Casla, de Praga. Las cifras rebasan, con creces, las que produjeron las protestas del segundo trimestre de 2014, y constituyen una pequeña muestra de las denuncias hechas, mientras esto escribo, por el activista de derechos humanos Lorent Saleh, martirizado durante cuatro años en los citados espacios de tortura del Sebin.
¿Cómo es la vida de un país en barricada? Como una gota de petróleo girando por el centro de un pasaje poroso. Nada avanza. No puedes hacer nada porque todo está detenido. La guerra te impide pensar en el siguiente día aunque te permite avituallarte durante un par de horas en la mañana de un presente que apenas dura. La gente sale apresurada a ver qué consigue para comer y antes del mediodía las ciudades vuelven a su toque de queda involuntario. Si te agarra la tarde en la calle todo es riesgo. Sobre todo la vuelta a casa. Mejor si pides cobijo afuera. El resto son disparos, basura en llamas, gritos y silencio hasta reanudar de nuevo el ciclo. Más de una vez dormí en el piso de mi habitación, temerosa de que una bala perdida me encontrara en medio de la noche. Por si esto no bastara, los radicales de ambos bandos hacían insoportables los pocos recorridos urbanos a los que tenías derecho cuando el cansancio daba tregua. Rutas bloqueadas, gente impidiendo el paso, o robando o descargando su inquina en cualquier recodo de la ciudad. Lluvia, basura, estupor, indolencia.
“Tranquilos que yo me encargo de apagar la luz” era mi frase de guerra durante las despedidas de tantos colegas que se fueron a ocupar puestos en las universidades de los países vecinos.
A partir de junio del 2016 las cosas fueron de mal en peor. El tema de la adquisición de alimentos empezó a ser cada día más difícil. El racionamiento eléctrico o la inestabilidad del flujo cuando volvía, con la consecuente pérdida de electrodomésticos y ausencia de Internet, amenazaban la poca tranquilidad que suele ofrecer el espacio privado: el único lugar capaz de guarecerte… a veces. A estas asperezas no tardaron en sumarse otras: la falta de gas y de dinero en efectivo a partir del segundo trimestre del 2017. La dificultad de pagar con dinero virtual en un país de líneas colapsadas impuso, no sólo la modalidad de la transferencia bancaria (Internet mediante), sino también la compra/venta de efectivo, con un excedente de hasta un sesenta por ciento de su costo, para la adquisición menuda de productos y servicios. Todo encadenado a un interminable hilo de ancianos, jóvenes y minusválidos; embarazadas, malandros, niños y demás especies ciudadanas haciendo colas durante horas para adquirir lo que fuere.
Otra consecuencia del naufragio mercantil de aquellos días: la vuelta al trueque. A inicios del año 2017 me hice de un saco de azúcar refinada, juntando mis empeños a los de una amiga con conexiones en el mercado negro. Aquel alijo nos sirvió para adquirir de vuelta arroz, pasta, aceite, harina de trigo y de maíz durante el segundo trimestre de aquel año aciago. Un meme rodando por las redes sociales de estos tiempos dibuja con lamentable acierto la sensación de aquellos días: “Me pregunto cómo será tener agua, luz, gas, Internet, dinero en efectivo, transporte, carne, pollo, huevos y café al mismo tiempo”. Venezuela, el país que ya no es, también empezaba a parecerse a una tumba…
II. Decisiones.
Pese a todo y durante mucho tiempo me empeñé en mantener el discurso de la hija del inmigrante: “Tranquilos que yo me encargo de apagar la luz” era mi frase de guerra durante las despedidas de tantos colegas que se fueron a ocupar puestos en las universidades de los países vecinos, hasta que llegó el miedo: a las salidas nocturnas, a la oscuridad, a los desconocidos que me hablaban de noche o de día, a quienes caminaban cerca de mí y a los que venían hacia mí por la misma acera, a los que venían por la acera de enfrente y se cambiaban a la mía, a las motos, a los semáforos en rojo. Miedo a secas al país entero y cansancio de vivir con ello a cuestas. En Orléans, donde ahora vivo, sigo dando guerra a muchos de estos miedos y desde aquí constato, sin remedio, que las cosas han ido a peor en mi maltrecho país, a juzgar por la amplia oferta de puertas, parabrisas y chalecos antibalas, “un producto que protege y a la vez decora sus espacios”, “para preservar tu vida con seguridad, discreción y elegancia” (anuncios publicitarios dixit).
Sin medicinas y con cada vez menos alimentos, cuya escasez no era posible paliar con trueques, dada la inexistencia de cualquier cosa a usar como moneda de cambio, la franca hiperinflación, la ausencia de transporte público. El robo y matanza de animales domésticos (y a veces callejeros) para saciar el hambre en las capas más desfavorecidas de la población. La tala indiscriminada de árboles para cocinar los pocos alimentos que se consiguen en un país sin gas doméstico ni electricidad. La violencia en las calles. El hampa desatada. Las arbitrariedades del Estado, la tristeza y estupor de una ciudadanía vencida en todas sus batallas.
Involuntariamente aprendimos a vivir en un permanente toque de queda. Era necesario salir cuanto antes aunque en realidad llevaba rato ida aun estando allí, porque el país que extrañaba sólo quedaba en mi memoria. Como aquella lejana España de mediados del siglo XX en la memoria de mi padre. Sin hijos, ni amigos, ni sobrinos, y con muy pocos afectos en los que guarecerme, mejor salir a buscarlos fuera. Mérida llevaba rato pareciendo una ciudad fantasma: calles oscuras, comercio inexistente, basura por doquier y gente escarbando en ella para hacerse el día. “Es muy difícil comer en el basurero de la esquina”, me dijo una señora un día. “La gente de este barrio no suele tirar nada, suficientemente difícil es encontrar algo que llevar a la boca como para andar botando el resto”, le respondí… “Pero siempre hay algo”, me dijo, antes de enrumbar su lomo descosido hacia la cuesta.
Basta otear las imágenes de la estampida en Internet para acercarse al drama que vive la nación en este momento.
III. Estampida
Algunas cifras tal vez sirvan para dibujar el éxodo sin precedentes del que formo parte. Más de veintiséis mil médicos se han ido del país en los últimos cinco años. De acuerdo con el Laboratorio Internacional de las Migraciones (LIM), en el año 2016 unos 2.500.000 venezolanos se encontraban en el extranjero. Poco después, la Universidad Simón Bolívar (USB) informó, que para 2017, el total subió a 3.200.000 personas. En abril de 2018 la Comisión de Relaciones Exteriores de la Asamblea Nacional de Venezuela (la legítima) afirmaba que esta cifra había llegado a 4,3 millones de personas. He escuchado a expertos en migraciones en la televisión francesa hablar de dos millones de venezolanos más escapando por tierra entre los meses de mayo y septiembre de 2018, lo que elevaría la cifra de huidos a 6,3 millones de ciudadanos en un país de apenas treinta millones de habitantes. ¡Más del veinte por ciento de la población! Nadie ha contado el número de profesores universitarios que hemos dejado el país ni la cantidad de estudiantes que también lo han hecho, pero el otro día leí a la rectora de la UCV afirmar que desde septiembre de 2018 firma más de diez renuncias diarias. Basta otear las imágenes de la estampida en Internet para acercarse al drama que vive la nación en este momento. La mayoría de los idos (como algunos nos empiezan a llamar) son jóvenes de entre veinte y treinticinco años que difícilmente volverán si logran (como sospecho) echar a andar su vida afuera: el futuro de la nación atravesando un puente sin vuelta atrás. Y la tristeza… la enorme tristeza de saberse afuera. A propósito de esta tristeza, el escritor Héctor Torres dirá: “El chavismo logró dos hitos que parecían imposibles, no ya de alcanzar juntos, sino acaso de alcanzar a secas: quebrar un país petrolero y volver triste un país caribeño”.2
IV. Restos
Quisiera mencionar algunos cabos sueltos de esta devastadora crisis migratoria. Decir, en primer lugar, que no es la primera vez que salimos del país y mucho menos por razones políticas. Lo hemos hecho cuantas veces nos ha tocado porque han puesto en riesgo nuestro derecho a vivir en libertad y así ha sido, por lo menos, desde los albores de la república. Es, sí, la primera vez que salimos en estampida, a pie y con lo puesto. En segundo lugar, es cierto que hemos sido relativa y tradicionalmente un país de acogida, pero habría que revisar con mucho cuidado el temita cansón según el cual recibimos a TODOS con los brazos abiertos. Creo que recibimos a todos los caucásicos que vinieron al país con un mínimo de dinero en los bolsillos y/o un oficio comprobado y/o una inequívoca tradición cultural en los genes.
Por otra parte, no debe sorprendernos que esta estampida de ciudadanos esté produciendo evidentes repercusiones en las mentalidades, tanto de quienes nos reciben como de quienes huyen del país. Hace más de veinte años era frecuente la pregunta por la ubicación geográfica de Venezuela. En fecha tan reciente como 1994, por ejemplo, estuve de intercambio académico en la Universidad Autónoma de Barcelona. Un día mientras almorzaba en el campus comencé a hablar con quien, de inmediato, me preguntó por mi oficio. Le respondí que trabajaba en literatura: “¿de qué país?”; “del mío: Venezuela”. Después de un largo silencio me endosó un “Perdóname pero, ¿eso existe?”. Nunca supe si se refería al país o a la literatura.
Semejante pregunta es impensable en este momento y no sólo por la publicidad que nos confieren los medios de comunicación internacional, desconcertados frente a la ruina de un país rico, sino porque estamos en todas partes. Para bien o para mal, todos saben quiénes somos porque, hipotéticamente, somos más de seis millones de ciudadanos habitando las fronteras extramuros de la nación, y en esa marea humana hay artistas, malandros, profesionales, timadores en ejercicio, técnicos, seductores, cocineros, bailarines de salsa, mesoneros, caribeños de oficio, amas de casa, comedores de arepa (todos) y escritores. Mientras esto escribo, circula por las redes, bajo los códigos del regocijo, el importante premio mexicano Ciudad y Naturaleza “José Emilio Pacheco” otorgado a Santiago Acosta, “una de las voces más pujantes de la poesía venezolana actual”, según reza el veredicto del jurado. Este mismo año, el poeta Rafael Cadenas obtuvo el premio Reina Sofía de poesía, el más importante galardón otorgado a la poesía en lengua española ratificando, si es que eso hacía falta, que es uno de nuestros más grandes poetas contemporáneos en un país de dilatada tradición y con al menos cinco de ellos por kilómetro cuadrado. Juan Carlos Méndez Guédez y Eduardo Sánchez Rugeles son traducidos desde España y aunque su llegada al país es anterior al éxodo de estos tiempos, no por ello han dejado de abordar el tema del exilio en sus novelas. En Argentina Gabriel Payares empieza a ser reconocido por su escritura. En Francia, Rodrigo Blanco Calderón hace un doctorado mientras The Night gana el premio de la crítica a la mejor novela venezolana del 2017. Miguel Gomes escribe en Portugal y Katie Brown lo traduce en Londres. En México están Fedosy Santaella, Gisela Kozak, Leonardo Padrón y Alberto Barrera Tyszka; Mariana Libertad en Lima, Gina Saraceni en Bogotá, Liliana Lara en Tel Aviv, Elizaria Flores va camino a Santiago, Golcar Rojas se acaba de instalar en Madrid, Alejandro Castro lleva un par de años en Nueva York, la ciudad que lo ha convertido en cronista virtual de nuestras desgracias cotidianas.
Los experimentos literarios gozan de un excelente estado de salud como lo demuestran algunos de nuestros escritores que, en el exilio, pasaron de poetas a cronistas y de narradores a articulistas de opinión.
El venezolano Luis Miguel Vence, con tan sólo 45 años de edad, forma parte del equipo de científicos que obtuvo el premio Nobel de Medicina de 2018, y sabemos por las redes sociales de un selecto grupo de físicos nucleares, muy jóvenes y altamente calificados, trabajando en los más prestigiosos centros de investigación de Estados Unidos y Europa que, al llegar a casa, dan clases por videoconferencia a estudiantes de física en Venezuela. La banda sonora de muchas estaciones de metro en las más importantes capitales del mundo suele ser ejecutada por músicos venezolanos formados en el sistema de orquestas del país y se cuentan por centenas los profesores venezolanos dando clases, dirigiendo tesis y organizando eventos en las más prestigiosas universidades de los países vecinos donde no fue frecuente la inversión académica del Estado en la formación de sus ciudadanos.
Empezaron a vernos y a creer en nuestra tragedia gracias a la inmigración que la dictadura trajo consigo y eso no está tan mal. Tanto para servir de ejemplo a las débiles democracias del mundo como para remozar nuestra serie literaria que ahora se abre franca y dolorosa al tema de la inmigración y del desarraigo que viene con ella. Los formatos de difusión también han sufrido modificaciones definitivas. Los experimentos literarios gozan de un excelente estado de salud como lo demuestran algunos de nuestros escritores que, en el exilio, pasaron de poetas a cronistas y de narradores a articulistas de opinión; como también lo demuestran quienes se quedaron y se han convertido en comentaristas sagaces desde las redes sociales. El rol que han jugado estos soportes, tanto en la modificación de la serie literaria a la que hago referencia, como en la difusión de lo que nos pasa, ha sido fundamental y en esta empresa han contribuido, sin lugar a dudas, los innumerables blogs y portales electrónicos que hablan de nuestro drama y de nuestra literatura.
V. Epílogo inconcluso
Tengo para mí que nadie deja definitivamente su país porque quiere. La mayoría de los venezolanos que he conseguido en este exilio involuntario que me agobia me han dicho lo mismo: que se fueron obligados, que se quedaron sin estrategias para soportar el aguacero, que tenían miedo de estar allá, que salieron para ver cómo es el mundo sin “revolución bonita”. Muchos se han quedado, insistiendo tercamente en el valor de la resistencia, y algunos no han sobrevivido para contarlo, a otros los ha “suicidado” el dolor en una grasienta estación del metro o en las aguas del apestoso Albarregas, de la ciudad de Mérida, y hay quienes, como el diputado Fernando Albán, han sufrido tortura y terminado sus días desde el décimo piso del Sebin. Por mi parte, trataré de hacer el menor ruido mientras esté afuera… e intentaré volver cuanto antes; aunque nunca mientras ellos todavía estén…
El exilio es una amargura inquebrantable, una lagrimita rodando estrepitosa cuando menos lo esperas, y Venezuela una fiesta a la que te invitaron sin decirte dónde, una banderita tricolor desteñida en el extremo superior derecho del más podrido HLM de París, una herida de daga oxidada y flatulenta que todos los días me riegan con un chorrito de limón.
- Irse/quedarse: bitácora de una huida con retorno - jueves 23 de mayo de 2019
Notas
- En Exilios y otros desarraigos. Letralia, Tierra de Letras.
- Héctor Torres, 2018. “Inventario espiritual de la ausencia”. En Florecer lejos de casa. Coordinador Ángel Arellano. Montevideo, Fundación Konrad-Adenauer. P. 191.