Este texto forma parte de la antología publicada por Letralia el 20 de mayo de 2019 con motivo de arribar a sus 23 años.
Ya hecho a estos lugares pude hablarlo con el viejo Mendizábal. “Así es la gente de acá”, reflexionó. “Muy de los fierros. Siempre agradece la ocasión de mostrar lo que sabe de autos. A lo mejor eso lo salvó”.
Todo parecía haber sucedido en otra vida. Uno de la conducción, meses antes, nos había hecho ver la fragilidad de la dictadura, minada por sus contradicciones. “La consigna es resistir”, enfatizó.
El hombre del quiosco, simulando buscar las monedas del vuelto, me miró por encima de los anteojos. “Andan por su casa”. Achiqué los ojos como poniéndolos a resguardo. “Los milicos”, agregó en tono casi inaudible.
No volvimos a saber de él.
Arremolinado, el viento de la historia deshojaba las proclamas alucinadas del Che, las doctrinas presuntuosas de Debray, los manuales de Marta Harnecker.
El hombre del quiosco, simulando buscar las monedas del vuelto, me miró por encima de los anteojos. “Andan por su casa”. Achiqué los ojos como poniéndolos a resguardo. “Los milicos”, agregó en tono casi inaudible. Agradecí con un medido movimiento de cabeza.
Reconocí desde el auto la silueta cuadrada de un camión, le adiviné el matiz verde pardo. Atravesando el manchón de luz de la vereda iban y venían sombras chinescas.
En la esquina torcí a la derecha. Debía alejarme, en movilidad continua, según dictaban los manuales de insurgencia. O de supervivencia, ya era lo mismo una cosa que la otra.
La noche se anunciaba inusualmente fría. Desdoblado en otro, más lúcido, moralmente anestesiado, dejé que ese decidiera. Me llevó a comprar pan, mortadela y leche. Y desarmar unas cajas de cartón halladas por ahí. Buscó una calle arbolada y de poco tránsito. Habiendo los dos comido algo, rebatió el asiento trasero, abrió la quinta puerta y sin ser vistos nos deslizamos adentro. De nuevo solo, replegado en mí mismo, me abrigué con los cartones.
El calor del motor se fue disipando. La ciudad se congelaba y yo en ella. En compensación, lo inhóspito de la noche había quitado cualquier posible curioso de las calles.
Entretuve el mal sueño en urdir unos planes.
La desesperación incuba fantasías o soluciones, sin distinguir unas de otras. Pensé en cargar combustible y salir hacia provincia, lejos. Malvendiendo el auto tendría para subsistir hasta encontrar un trabajo cualquiera. Rebotaban nombres que sin decir mucho daban lugar a unos sueños precarios. Saladillo, Chivilcoy, Chacabuco.
Recordé con un escalofrío que, si bien llevaba conmigo los documentos del auto, había incurrido en la negligencia de olvidar en la casa un acta de infracción. Tal vez hubiesen ya transmitido los datos del auto, tal vez no. Y abandonarlo me dejaría a la intemperie. Conocía un par de pasajes hacia provincia, normalmente no vigilados. Uno, la avenida Lincoln; otro, un túnel bajo la General Paz, entre Cabildo y Libertador.
Entre planes vagos o disparatados, sopores y sobresaltos, fue transcurriendo la noche más larga. Nunca celebré tanto la primera luz. Los cristales amanecieron completamente empañados, cubriéndome de miradas tempraneras.
Orinando sobre la chapa fría vi, con ojo infantil, desprenderse una nubecita de vapor. Era de nuevo la vida, alboreando. Desayuné y, con el sol ya a un tercio de altura, viendo deshacerse en arroyos descendentes el rocío de los cristales, me puse en marcha. Había clausurado la mirada retrospectiva, dejando lo pasado en esa bruma donde se deshacen sueños y realidades. Un pensamiento me ocupaba. Huir, hacerme totalmente otro, renacer.
En la YPF habitual hice llenar el tanque y firmé un cheque que aceptaron con mala cara. En cuanto abrió el banco desfondé mi cuenta. En el revoltijo de rezagos militares compré bolsa de dormir y microgarrafa; en un bazar vaso, cubiertos, una pavita ordinaria y abrelatas; en el supermercado café instantáneo, duraznos en lata, pan y salchichas.
Por los cuartos de final jugarían Argentina versus Italia. El partido, calculé, concentraría durante unas tres horas la atención de aquellos perros, dejándome viajar con cierta seguridad.
En actitud de paseo me asomé al túnel de la General Paz: nadie ahí adentro. Pasé al otro lado, nadie. Volví al auto, crucé a provincia. Por calles interiores llegué a la Panamericana y de mediodía al cruce con la provincial 6. La tomé.
Kilómetros después estacioné a su vera. Campos grises y campos de un verde apagado. Una anchurosa paz ganaba el mundo. Los árboles, unos monjes añosos, casi chinos, parecían meditar. Cada tanto un camión iba a perderse tras la curva con zumbido de abejorro. Con maniobras de prestidigitador vertí en el vaso lo que restaba de leche, abrí la lata y pasé los duraznos al tetra. Haciendo de la lata olla herví las salchichas. El sol de invierno caldeaba amistosamente el interior del auto. Unos pastos altos sirvieron de retrete. Pensé en lo poco que se necesita para un rato, o quizá toda una vida, de llana felicidad. De pronto sentía la amplitud del mundo a mi disposición, y al instante el aliento de la jauría olfateándome el rastro.
Por los cuartos de final jugarían Argentina versus Italia. El partido, calculé, concentraría durante unas tres horas la atención de aquellos perros, dejándome viajar con cierta seguridad.
Encendí la radio. Los comentaristas se enzarzaban en las especulaciones previas. Los equipos, los probables planteos tácticos, el historial.
Fumé un cigarrillo, despaciosamente, haciéndome la idea de tener por delante todo el tiempo del mundo. Tiré el pucho lejos, impulsándolo con índice y pulgar, como si con él descartara más cosas, y volví al camino.
En el empalme con la 8 me detuve ante el cartel verde. San Antonio de Areco 55, Pergamino 150, Colón 228, Venado Tuerto 310. Las flechas ascendentes se me figuraron signos del destino, cifrado en alguno de aquellos topónimos.
Calculé que a velocidad de crucero alcanzaría Venado Tuerto antes de que activasen las máquinas de cacería. Apagué la radio. Toda mi atención debía ocuparla en poner distancia.
Apagué las luces. Me fui serenando. En los campos oscurecidos, aplacados por el frío glacial, brillaba a lo lejos la luz de alguna casa solitaria.
Con la última claridad vi pasar Solís a mi derecha y ya de noche, a la izquierda, las luces de Areco, Capitán Sarmiento, Arrecifes. La ruta se fue despoblando. Imaginé las caras de los ricos, los pobres, y los piojos revividos alumbradas por el resplandor de los televisores, unas en blancos y grises, otras en colores cambiantes. Atravesando una Pergamino de calles desoladas, encendí la radio. Los tanos habían hecho gol y lo cuidaban, no habría festejos. La noche podría hacerse doblemente peligrosa, y Venado una ratonera. La ruta se repoblaba de vehículos. Imaginé televisores apagados con rabia, portazos, neumáticos gimiendo en arranques bruscos, dientes apretados. Un letrero acribillado a escopetazos anunció la cercanía de Whelwright. Jamás había escuchado ese nombre. Me hizo imaginar un lugar tranquilo, pequeño, poco vigilado y, sobre todo, extranjero. Tal vez pudiese pernoctar allí. Y, quién sabe, asentarme.
Poco antes de aquel incógnito Whelwright vi encenderse las luces de freno de los vehículos precedentes. Focos de linterna trazaban curvas en el fondo del camino. La fila de autos y camiones avanzaba lentamente. Tras las linternas se movían siluetas oscuras. Un control policial o militar. El corazón o como se llame ese animal intruso trepó a la garganta. Las piernas, sacudiéndose convulsivamente, no conseguían controlar los pedales. El motor se plantó. Los otros autos ganaron distancia. Las luces revoloteaban exigiendo inequívocamente que avanzara. Insistí en dar arranque. Uno corrió hacia mí, encandilándome. “¿Qué le pasa?”, ladró. “¡Avance!”. Evité mirarlo. Con la vista clavada en el bendix giraba la llave atinando sólo a decir “no arranca”. Del otro lado se arrimó otro. “Pare, lo está ahogando. Sienta el olor a nafta”, dijo. “Deje la llave en contacto”, indicó el primero. “Ponga el cambio en segunda. Cuando agarre velocidad vaya soltando el embrague de a poco”. Los dos fueron atrás y empujaron. De un sacudón el motor arrancó en una nube de combustible mal quemado. Se me pusieron a la par. “No lo apure, deje que desahogue”, dijo el de mi lado.
Pasé de largo el control, entre uniformados de fusil y vehículos verde oliva. Me animé a saludar con la mano.
“¡Eee-e-jee-jeeeh!” respondieron, jubilosos.
Un par de kilómetros después me detuve a un costado de la ruta, bajo una arboleda, reviviendo cierto sentimiento ancestral de que el amparo de los árboles me haría invulnerable. Apagué las luces. Me fui serenando. En los campos oscurecidos, aplacados por el frío glacial, brillaba a lo lejos la luz de alguna casa solitaria. Allá dentro habrá fuego, pensé, comida caliente, cama abrigada.
Aquella luz me pareció una señal promisoria.
La estrellita de algún viejo cuento de hadas, amarillenta, exangüe, hundida en el pastizal, pero todavía titilante.