Este texto forma parte de la antología publicada por Letralia el 20 de mayo de 2019 con motivo de arribar a sus 23 años.
Abel abrió los ojos en la madrugada y divisó el reloj: eran las cinco y veinte. La alarma tuvo que haber sonado a las cinco en punto; sin embargo, eso ya no importaba, acababa de constatar que su cuerpo se había acostumbrado a la rutina: de cinco a cinco y media levantarse, preparar el desayuno y el almuerzo, bañarse, vestirse, comer, cepillarse, agarrar su bolso y salir de la casa. Durante tres años el procedimiento había sido el mismo, con una que otra variante, pero en esencia, el mismo, hasta que todo se volvió un caos. Se quedó acostado bocarriba decidiendo si dejaba la cama o no, la emoción de acudir a su trabajo había mermado más de lo supuesto, y las motivaciones que lo alentaban a abandonar su carrera como servidor público eran mayores que las que lo animaban a continuar con la lucha.
Decidió levantarse. Se sentó en la orilla de la cama y aguardó un instante más, ya no existía la necesidad de apurarse; de los pocos trabajadores que aún quedaban, él era uno de los que llegaban temprano, los demás entraban a la hora que les daba la gana. No tenía por qué apresurarse. De todas maneras, se precipitara o no, llegaría tarde, esa era una realidad difícil de evadir. Se puso de pie y caminó a la cocina para iniciar el siguiente paso, pero no hizo falta, su hermana le había dejado el desayuno y el almuerzo listos. Pasaría al siguiente ítem.
No tendría ningún problema en olvidar su maestría en Investigación Educativa y acallar sus pensamientos de profesional frustrado.
Entró al baño pensando cómo sería su vida de casado. Tenía dos semanas conviviendo solo con una de sus hermanas y estaba tomando la experiencia como ejemplo de convivencia marital; aunque tal vez no funcionara del todo, le servía para concluir que su trabajo cada día se convertía en una mierda; la quincena sólo le alcanzaba para comprar un kilo de arroz y cuatro huevos. ¿Cómo iba a hacer cuando viviera con su novia? El dinero de sus progenitores no seguiría allí para completar el suyo.
Salió del baño con más preocupación aún, la ducha no había logrado persuadirlo. Ahora recordaba que llevaba varios meses probando en el sector privado sin siquiera especificar horario o cargo alguno; que lo pusieran donde quisieran, sólo le interesaba ocupar una vacante en una de esas empresas donde cualquiera ganaba más dinero que él; no tendría ningún problema en olvidar su maestría en Investigación Educativa y acallar sus pensamientos de profesional frustrado, seguramente podría convivir con ellos mientras ganara bien. Pero nada resultaba, todas le respondían lo mismo: “Nosotros te llamamos”, y aquellos amigos que podían interceder por él, abandonaron el país sin concretar nada. Se vistió, se comió las dos arepas que le había dejado su hermana, se cepilló y salió justo a las siete.
Al cruzar la esquina de su casa, decidió contar el número de cuadras que lo separaban del nuevo terminal de pasajeros para distraerse y así dejar de pensar en estupideces; en algún momento la situación comenzaría a cambiar para bien y él volvería a disfrutar su trabajo, era cuestión de tener paciencia. Además, si por alguna casualidad alguien le reclamaba sus retrasos diarios, tranquilamente lo mandaría a caminar la misma distancia para que lo dejara tranquilo; si no, que le asignaran un transporte.
El terminal estaba justo en la cuadra número quince. Abel oteó la parada e inmediatamente se detuvo: había más gente de lo que últimamente se había convertido en normal. Retomó el paso y avanzó lentamente hasta el final de la fila escuchando los improperios antigubernamentales de algunos. Tras varios segundos de indagación, conoció los motivos del enojo público: los camioneteros habían aumentado el pasaje de diez a cien y no recibían los billetes menores que el de cincuenta. Nuevamente sintió deseos de largarse a otro país, a otro donde no hiciera cola para el transporte, donde consiguiera los cepillos interdentales, donde comercializaran la granola acaramelada tipo cereal que tanto le gustaba; en fin, un sitio donde pudiera ir al cine con su novia y brindarle una cena sin preocupación alguna. Sólo quería eso, un lugar donde pudiera salir con su prometida, regalarle un helado y una flor a la vez, casarse y tener una casa equipada sin sentir que se trataba de una utopía.
Dejó de lado sus cavilaciones y abandonó la cola: había llegado un camión y debía apresurarse si quería irse en él. Sin embargo, cuando intentó abordar el vehículo, una mano del tumulto que luchaba para subirse lo empujó y lo hizo caer; justo en ese instante, el transporte improvisado comenzó a moverse y lo dejó tirado en el piso con la amargura, la frustración y el susto circulando sin control. Regresó a la cola con parsimonia, tratando de no pensar en nada que le quebrara el ánimo; esperaría tranquilamente el arribo de otra unidad. Pero fue imposible, si no se iba en el próximo carro, se devolvería para su casa; estaba harto de los empujones que recibía al montarse en una camioneta, de aguantar el discurso resentido de algún ciudadano inconforme, de que fueran los colectores quienes decidieran qué moneda sacar de circulación y cuál no. Ya estaba cansado de no tener nada que ofrecerle a su novia, de no…
Una nueva unidad colectiva llegó y se detuvo al inicio de la cola; el colector se instaló en la puerta principal con el propósito de no dejar montar a nadie que no tuviera los cien en billetes de cincuenta o una denominación superior, le daba igual que fuera anciano, niño, embarazada o estudiante, cada quien debía pagar su pasaje completo. Aun así, la gente se aglomeró en la puerta buscando subirse a como diera lugar, mientras que otros, los que podían, entraban por la rendija que dejaba la puerta de atrás. El chofer cerró la puerta de adelante y sentenció que si no hacían bien la cola, se iría vacío. Inmediatamente, los futuros pasajeros buscaron acomodarse y fueron subiendo poco a poco hasta copar todos los espacios posibles; Abel aprovechó la pifia de algunos de los que estaban al principio de la fila y consiguió un hueco en el estribo.
Al llegar a la estación del metro, se encontró con una fila aún más extensa que la de su comunidad. Quiso aprovechar que vestía de uniforme para entrar con los adultos mayores y personas con discapacidad, pero no le permitieron el acceso. Debía hacer la cola como todos los demás; caminó hasta lo último de la hilera odiando a los funcionarios del sistema subterráneo y recordándoles a sus familiares. ¿Por qué no lo dejaban pasar si no era la primera vez que lo hacía?
Ingresó al edificio de turismo a las nueve y media de la mañana. A pesar de eso, en su oficina sólo encontró a Jorge, el diseñador; lo saludó y se sentó en su escritorio pensando por enésima vez que debía largarse pronto o hacer algo más para generar ingresos extras, pues aunque ya se había puesto en marcha, su experiencia como trabajador independiente o freelancer estaba siendo un fracaso: en tres meses de actividad continua no había conseguido una sola contratación. Tampoco había tenido suerte con los concursos literarios: llevaba más de un año enviando sus escritos a cualquier certamen, cuyo premio fuera monetario, con la esperanza de ganar alguno; pero ni siquiera obtenía una mención. Aun así, se mantenía firme en su decisión de continuar escribiendo y participando en los concursos; había internalizado que mientras estuviera activo tendría más oportunidades de triunfar que…
Mi hija apenas tiene ocho meses, pero yo todos los días pienso en qué haré con mi vida. Esto aquí no es seguro y quiero algo estable pa’ mi chama.
El teléfono celular sonó y lo sacó de su ensimismamiento: era Susana, su novia. Ella lo saludó y le pidió que se vieran al mediodía para almorzar y conversar. Luego de concretado el encuentro, encendió la computadora, escribiría algo mientras llegaban los demás.
—Entonces, ¿cuándo es el matrimonio? —interrumpió Jorge desde el otro extremo del recinto.
Abel se volvió con la silla y lo contempló en silencio. Sí, había llegado a la oficina, pero lo poco que quedaba de su ánimo se había gastado en la cola del metro. Jorge le sonrió, puso en pausa el videojuego de la computadora y le repitió la interrogante.
—Aún no tenemos fecha. Pero será pronto —contestó Abel e inmediatamente se reincorporó para que Jorge no se percatara de su duda.
—Viejo, si tú eres colombiano, ¿por qué no te vas? Nojoda, yo me hubiese pirao desde hace rato.
—No sé, marico. No quiero abandonar lo que tengo aquí, no sé.
—¿Y qué tienes aquí? También tienes familia allá, ¿no?
—Sí.
—¿Entonces?
—No sé, no me veo en otro lado.
—Yo, siendo tú, me voy; esta vaina se la llevó quien la trajo. Mi hija apenas tiene ocho meses, pero yo todos los días pienso en qué haré con mi vida. Esto aquí no es seguro y quiero algo estable pa’ mi chama. Ya tengo como dos meses que no como carne porque la poca carne o pollo que compramos se lo guardamos a ella que lo necesita más, nosotros comemos puro grano. Y es arrecho, ¿tú crees que yo voy a aguantar esa vaina toda la vida? Estoy cuadrando con un tío de Oriana a ver si nos vamos pa’ Chile. Estuve averiguando cómo es la cosa allá con el diseño y no es tan mala. Piénsalo, marico.
Abel no respondió, él también se hacía esa pregunta. Pero no, no podía irse; sus padres le sacaron certificado de nacimiento y cédula en ambos países. No, o tal vez sí, él no era el único que tenía ese problema, los demás viajaban sin ningún inconveniente. ¿Por qué él no? Sólo debía esconder una cédula cuando usara la otra y listo; pero para él no era viable, no cerraba la posibilidad de que en algún momento de su vida obtuviera el reconocimiento que creía merecer como escritor y entonces estaría en problemas. Así que antes de cualquier aventura, necesitaba anular todos sus registros colombianos, total, nunca había tenido vida allá; luego los sacaría nuevamente como debía ser.
Sin embargo, ese no era el único inconveniente. Irse sería una contradicción, no podía abandonar la lucha cuando el país lo necesitaba. No podía… no, ya no sabía qué debía y qué no. ¿Hasta cuándo lo soportaría? Abrió el buscador y entró a su cuenta de correo electrónico. Como ya era costumbre, tenía en su bandeja de entrada un mensaje con la lista de los diferentes concursos literarios del mes; seleccionó sólo aquellos que recibían las obras vía email y desestimó los otros porque el papel e imprimir resultaban muy costosos. De los cinco concursos preseleccionados, se interesó por el que proponía escribir un relato sobre los derechos humanos, aunque sólo le quedaban diez días para entregarlo y no tenía ningún cuento escrito.
Mientras investigaba qué eran los derechos humanos y cómo resaltarlos en un cuento que no resultara didáctico, se proyectaba a sí mismo recibiendo el cheque del premio con mayor dotación económica del país; el hecho de imaginarse siendo el primero en ganarlo lo hizo olvidarse de la oficina y concentrar toda su atención y talento en el único objetivo de escribir el cuento que le daría el dinero para costear la boda, pero se hicieron las doce y seguía sin tener una idea clara de la anécdota de dicho relato. Su novia lo llamó para recordarle que lo estaba esperando; Abel colgó, sacó su almuerzo y fue a buscarla.
Luego del saludo, de las preguntas de rutina y de la comida, Susana le comentó la decisión que había tomado:
—Mi amor, quiero que nos vayamos del país. Que nos casemos rápido y nos larguemos.
—Mi vida, ¿no habíamos quedado en que esperaríamos al menos un año después de la boda para decidir si nos íbamos o no?, ¿qué pasó ahora?
—Sí, yo sé que hablamos eso pero es que me salió una oportunidad y quiero aprovecharla.
—¿En dónde?
—En Chile.
—¿Cómo así, de qué se trata?
—Bueno, una amiga de la universidad va a abrir un negocio allá y quiere que yo la ayude.
Estaba consciente de que Susana ya había resuelto por los dos y que si él se negaba a viajar, ella se iría de todas formas, lo cual significaría el fracaso de su relación.
Abel se quedó en silencio mientras procesaba la información, no sabía si alegrarse o no. La propuesta lo había tomado por sorpresa, debía asimilarlo todo con calma.
—Dime algo, qué dices, ¿no te parece genial?
—¿Qué tan rápido es ese rápido?
—Quince días.
—Pero es muy pronto, no hemos preparado nada para casarnos, no tenemos dinero para los pasajes y tampoco…
—No te preocupes por el efectivo, ya lo resolví —interrumpió ella sonriéndole y le mostró el dinero que guardaba en la cartera.
—¿De dónde sacaste eso?
—Una amiga. ¿Qué dices, vas conmigo o no?
—Ya lo decidiste, ¿no?
—Sí, sólo faltas tú.
Abel volvió a guardar silencio. Estaba consciente de que Susana ya había resuelto por los dos y que si él se negaba a viajar, ella se iría de todas formas, lo cual significaría el fracaso de su relación.
—¿Cómo hacemos con la boda, tú querías que hiciéramos una fiesta?
—Eso ya no importa, mi amor, vamos nosotros con nuestros papás, los testigos y listo. Nos casamos entre nosotros. Luego mandamos a apostillar el acta de matrimonio y que nos la envíen a Chile después.
—Bueno, ni modo, sí.
Ella lo felicitó con un beso y, luego de hablarle de algunos de sus planes, se despidió. Abel se quedó sentado en el cafetín tratando de convencerse a sí mismo de la decisión que acababa de tomar; sentía que estaba haciendo todo lo contrario a lo que había pensado: no abandonar la lucha, no volver a dar clases porque eso le afectaba la cervical, no… Tenía tantos “no” justificados y sin embargo ahora se estaban yendo al carajo junto con su determinación y su independencia.
Regresó a la oficina y nuevamente se instaló en la computadora. Empezó averiguando el clima y la educación chilena y terminó buscando información sobre los derechos humanos. Tal vez no era una mala idea comenzar de nuevo en otro lado, después de todo, si contemplaba el asunto desde el punto de vista de los derechos, él tenía derecho al libre tránsito y libertad de pensamiento. Él podía cambiarse de la derecha a la izquierda, y viceversa, cuando le diera la gana, o simplemente no pertenecer a ningún partido; no sería el primero ni el último en hacerlo, los amigos que no estuvieran de acuerdo que se abrieran. No arriesgaría su matrimonio por la política, y menos cuando ella no le estaba generando ningún dividendo. Se tragaría su ideario, sus deseos, sus miedos y todo lo que tuviera que tragarse, ya estaba decidido: se mudaría para Chile. Planificaría su vida en ese país desde ya, ¿para qué aguardar?
“Los derechos humanos son derechos inherentes a todos los seres humanos, sin distinción alguna de raza, sexo, nacionalidad, origen étnico, lengua, religión o cualquier otra condición. Entre los derechos humanos se incluyen el derecho a la vida y a la libertad; a no estar sometido ni a esclavitud ni a torturas; a la libertad de opinión y de expresión; a la educación y al trabajo, entre otros muchos. Estos derechos corresponden a todas las personas, sin discriminación alguna”, leyó en el portal digital de las Naciones Unidas, pero ¿qué hacía con eso? ¿Cómo convertía esa información en un cuento pro derechos?
No pudo escribir nada, las ideas no surgían, los buenos argumentos no se manifestaban; sólo hacían acto de presencia aquellas voces que una y otra vez se repetían en las conversaciones de pasillo de las camionetas, del metro.
Se le hacía difícil enfocarse en cualquiera de los derechos sin caer en el fatalismo que predicaba gran parte de sus coterráneos. “En esta mierda no hay medicamentos”, “los hospitales no tienen nada”, “tú te cortas y te puedes hasta morir porque ni curitas hay en esta vaina”, eran algunas de las expresiones que evocaba al momento de pensar en el derecho a la vida; cuando meditaba sobre el libre tránsito hallaba los camiones, la escasez de camionetas y la arbitrariedad de los choferes y colectores. No, no sería nada sencillo, porque incluso el respeto hacia el otro estaba casi desaparecido, sólo tenía que utilizar el subterráneo para constatarlo. Pero no, no todo era apocalíptico, él debía enfocarse en lo positivo, como militante tenía que hacerlo. Quizá enfocarse en la libre expresión, ya que todo el mundo decía lo que le daba la gana sin que por ello lo mataran o arrestaran; en el derecho a la educación, pues la mayoría de las instituciones educativas eran públicas, o simplemente en el derecho al trabajo, nada más había que buscarlo. Comenzó a redactar:
“Me quiero largar de este país, no soporto ni un día más esta situación”. Detuvo el tecleo y se paró de la silla para ir al baño. Sí, seguramente estaba traicionando sus principios y por eso no lograba escribir nada ni dejar de pensar en tonterías; quizá no debía escribir un cuento sobre los derechos humanos. Él no quería irse del país, o tal vez sí, sólo que… ¿Por qué tenía que hacer lo que Susana dijera? ¿Así iba a ser su vida conyugal? ¿Y si hacía valer su condición de hombre, su autoridad como futuro cabeza de familia? No podía iniciar un matrimonio siendo tan endeble, pues si así sería el comienzo no quería imaginarse lo demás.
Retornó a su escritorio con los mismos pensamientos. Ya iban a ser las dos de la tarde y en su oficina continuaban él y Jorge, o solamente él, porque el otro sujeto se había sumergido en el videojuego ignorando todo a su alrededor. Intentó retomar el relato, sin embargo no pudo escribir nada, las ideas no surgían, los buenos argumentos no se manifestaban; sólo hacían acto de presencia aquellas voces que una y otra vez se repetían en las conversaciones de pasillo de las camionetas, del metro, del camión o pick up de turno…. Sacó el celular y le escribió a Susana: “¿Dónde viviremos?”. Se arrepintió en cuanto lo envió, era un asunto que debía dilucidar directamente con ella.
“Viviremos en casa de mi amiga”.
Ya estaba todo bien coordinado, ¿por qué dudaba? Además, sus documentos estaban apostillados, su pasaporte tenía cuatro años de vigencia, no tenía problemas legales para trasladarse, entonces, ¿qué lo retenía? Se dejaría de tonterías, utilizaría el pretexto del concurso para drenar todo eso que lo atormentaba antes de que colapsara y se descargara con Susana. Sí, eso haría, al diablo con sus ideales políticos, necesitaba un lugar donde pudiera desplazarse libremente, de verdad, sin discursos. Era preferible declinar su pensamiento y vivir cómodo y abastecido que permanecer en pie de lucha pasando hambre y solo. Lo sentía por aquellos a quienes defraudaba, aunque, ¿a quién le mentiría? Sus padres no le inculcaron eso del respeto a las creencias políticas propias ni nada parecido, sólo estaba forzándose al aparentar ser un luchador social que no era ni sería nunca. Escribiría para alcanzar lo que realmente anhelaba, eso era todo, a fin de cuentas, seguiría teniendo libertad de pensamiento y asociación en cualquier parte del mundo.
- Re-pública - jueves 23 de mayo de 2019