Exilios y otros desarraigos. 22 años de Letralia
Este texto forma parte de la antología publicada por Letralia el 20 de mayo de 2018 con motivo de arribar a sus 22 años.
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Atravesaron el océano en el mismo barco sin llegar a mirarse a los ojos. El joven seguía los movimientos y oía las palabras del hombre mayor cuándo éste se instalaba en la cubierta a celebrar tertulias marinas con sus compañeros de infortunio y esperanza. Ambos sabían quién era el otro, pero durante la travesía nunca se hablaron. Las palabras llegaron unos meses más tarde, cuando se encontraron en el bar El Favorito.
Ismael Ortega tenía quince años cuando dejó su pueblo en el Valle del Guadalhorce. Partió hacia la ciudad tras su tío paterno, tras su voluntad de organizar una cooperativa para compartir el pan y el trabajo; con la ilusión de alcanzar una sociedad igualitaria, de hombres libres, sin dios y sin amos.
Los barcos alemanes estaban al acecho y durante la noche el Massilia navegaba sin luces atravesando la oscura niebla de alta mar.
Ismael había sido sembrador, cosechero de la aceituna y hábil trabajador en las tareas del campo; en la ciudad cargó bolsas en el puerto, fabricó toneles, aprendió a leer y a escribir y se afilió a un sindicato. Más tarde llegó la guerra, el aire se cargó de olor a pólvora y sus ojos conocieron el espanto. Permaneció en Málaga casi hasta el final, hasta que el tío le dijo que ya no había nada que hacer, que se marchara.
Al llegar a Buenos Aires, un paisano militante anarquista como él se lo llevó como lavacopas a El Favorito. Después de un mes de manos húmedas pasó a desempeñarse como mozo en el salón. Esta tarea era mejor pagada; además tenía las propinas, el problema era estar en contacto con los argentinos. Lo llamaban gayego y debía contener su furia. Aunque nunca se acostumbró, con el tiempo aprendió a tolerarlos, a adoptar una actitud displicente ante tamaña ignorancia.
Pedro Castro había nacido en Cambados y, aunque tenía un destino marinero, pues lo habían sido su padre y su abuelo, fue periodista. El azar lo cruzó un verano con un profesor de la Universidad de Santiago de Compostela. Se lo llevó como asistente personal, como se nombraba a sí mismo, aunque su tarea era de mandadero del profesor. La misma función tuvo en el diario local, cuando el profesor comenzó a dirigirlo. El tiempo y su voluntad lo convirtieron en periodista, después llegó la militancia en el socialismo y ya no volvió al pueblo.
En octubre de 1939, en el puerto de La Rochelle, Ismael Ortega y Pedro Castro abordaron el Massilia, un enorme barco a vapor de tres chimeneas amarillas y negras que durante diecisiete días navegaría a mar abierto, con destino incierto.
Como el resto de los cien pasajeros amontonados en las cabinas de tercera clase, miraron desde lejos la costa española cuando el buque pasó frente al cabo de Finisterre. La tristeza y el alivio los invadió al alejarse de tierra europea para cruzar el océano; sabían que la travesía no era segura. Los barcos alemanes estaban al acecho y durante la noche el Massilia navegaba sin luces atravesando la oscura niebla de alta mar.
Ismael había integrado las milicias republicanas y debió huir cuando los nacionales entraron en Málaga; primero estuvo escondido, después atravesó sierras y carreteras hasta alcanzar la frontera francesa. Lo internaron en el campo de Argèles-sur-Mer, donde sobrevivió como pudo en una choza de paja azotada por el viento y la arena. Al salir del campo de internación fue a buscarlo Janet, una chica norteamericana miembro de una secta religiosa, los cuáqueros, que se habían trasladado hasta el sur de Francia para asistir a los refugiados y darles dinero para pagar sus billetes de barco. Se dejó cuidar y acompañar por la chica hasta que pudo unirse al grupo que se dirigía al puerto de La Rochelle para embarcarse hacia algún lugar de Sudamérica.
A pesar de la derrota y del sufrimiento, aún conservaba el candor de sus veinte años y escuchaba admirado, celebrando las palabras de quienes necesitaban hablar de los fervores revolucionarios, relatar sus heroicidades, reales o imaginarias. El viaje era largo y los pasajeros de tercera clase, casi todos refugiados españoles, no tenían más distracción que la de salir a tomar el sol en cubierta y prestar los oídos a las palabras de los compatriotas.
Una de las más locuaces era Hortensia, una gaditana con un inagotable repertorio de historias de amor y de guerra, en cuyo relato concentraba su ingenio, para desembocar siempre en el mismo protagonista: Pedro Castro. Ante los ojos curiosos de Ismael desfilaron romances nacidos al calor de la lucha, epopeyas de seres anónimos y lados oscuros de individuos famosos, una galería de hombres y mujeres cuyas vidas se habían cruzado en algún momento con la de Pedro Castro.
Hortensia tenía necesidad de hablar como una forma de recordar que alguna vez ese mundo perdido también había sido el suyo y ese hombre, ahora distante, la había acariciado y besado. El muchacho nada sabía de los amores contrariados de su nueva amiga, y quedaba atrapado por la fascinación de las palabras sobre la vida política de la capital. A través de los avatares de quien fuera el secretario de redacción de Mundo Obrero, se acercó a esa tierra lejana e inaccesible en su memoria de pueblerino. Persona y personaje comenzaron a fundirse y Pedro Castro emergió como un héroe en la imaginación de Ismael.
Les llegó el aviso de que el barco permanecería atracado una semana en Buenos Aires, pero no hubo ningún anuncio oficial sobre el destino de los pasajeros que eran refugiados políticos.
En cuanto lo identificó, comenzó a estudiar sus gestos, dentro del sollado o en cubierta. Se escondía en un recodo desde donde observaba los gestos de las manos y las expresiones de las caras, y escuchaba las palabras de Pedro Castro y sus compañeros. Por la voz incansable de Hortensia, supo que había sido secretaria de un colega de Pedro en el diario Mundo Obrero; habían compartido la redacción, nada más. Pedro Castro era un librepensador, estricto en sus relaciones políticas, y como militaban juntos, ni osaba verla como mujer, aunque fuera soltero y tuviera un hijo con una compañera. “Un hijo bastardo, de quien nada se sabe”, remarcó Hortensia, enseguida censurada por Blas, el otro hablador, un compañero del partido, un maestro que tenía devoción por la prosa revolucionaria de Castro y que calificó de burguesa reaccionaria a la mujer por hablar de ese modo de un hijo que era fruto del amor libre.
Gracias a la gaditana y al maestro, Ismael aprendió nuevas palabras y se enteró de ideas que suponía eran compartidas por todos; cada día escuchaba algo sobre Pedro Castro. Lo miraba desde lejos colocándole en el cuerpo las historias oídas.
Transcurrieron dos semanas desde la partida hasta que el buque hizo sonar su estridente bocina, retumbando por los desiertos pasillos del casco y aturdiendo a quienes esperaban en cubierta. Los pasajeros del Massilia sintieron un gran alivio al saber que se realizaban maniobras para atracar por un día en el puerto de Río de Janeiro. Cuando por fin comenzaron a fondear el Río de la Plata les llegó el aviso de que el barco permanecería atracado una semana en Buenos Aires, pero no hubo ningún anuncio oficial sobre el destino de los pasajeros que eran refugiados políticos.
Al día siguiente, el periódico La Vanguardia, del Partido Socialista Argentino, decía: “Dio término ayer tarde [domingo 5 de noviembre] en nuestro puerto el viaje que inició en La Rochelle-Pellice el 18 de octubre último el vapor francés Massilia, cuyo paradero se desconoció durante varios días y cuyo rumbo ignoraban los mismos pasajeros cuando se embarcaron en aquel puerto que no es el de salida habitual. La travesía se hizo desprovisto el barco de cualquier indicio que pudiera hacerlo perceptible desde larga distancia y durante la noche permaneció siempre en la más absoluta oscuridad. Durante todo el viaje intercontinental el pasaje estuvo carente en absoluto de noticias que le informaran de algún acontecimiento, del mismo modo se le advirtió al pasaje que estaba vedada cualquier clase de correspondencia”.
Ismael estaba desconcertado y acudió a Hortensia buscando algún indicio sobre los pasos a seguir. La gaditana no quería ser la emisaria de la mala nueva, dijo no saber nada y llamó a Blas para que contara lo que sabía.
—El gobierno argentino no acepta ni judíos ni rojos. Pero intervino el dueño del periódico Crítica y consiguió autorización para las visas de los periodistas y sus familias. Me dijeron que al hombre le deben favores políticos —le contó Blas con cierto pudor.
—Nosotros, como sabrás, no somos exactamente periodistas —se animó Hortensia a aclarar—; sin embargo, nos corresponde el beneficio pues, al fin y al cabo, compartimos el ambiente y somos casi de la familia.
Ismael los escuchaba, tratando de adivinar si Hortensia una vez más exageraba con aquello que le atenía. Sin decirles ni una palabra, decidió bajar en esa ciudad de la que sólo sabía que en ella había nacido Antonia Mercé. La había visto bailar cuando fue a visitar a las tropas republicanas y él, que ignoraba todo acerca de ese mundo del arte, no la olvidó nunca; más tarde supo de su muerte rodeada de misterio.
Ismael se acodó en la primer cubierta para observar los movimientos de aquellos que decidieron permanecer en Buenos Aires. Enseguida notó que a unos metros de la planchada se hallaba parado un señor corpulento y elegante, de traje claro y sombrero Panamá acompañado por otro de menor estatura. El elegante recibía con un abrazo a los que bajaban y el más bajo les entregaba un sobre. Al bajar Pedro Castro fue retenido un tiempo por el señor elegante, quien parecía muy contento de tenerlo ahí, frente a frente.
Ismael pudo averiguar que el señor elegante se llamaba Natalio Botana, propietario del diario Crítica, el mismo que le había nombrado Blas. Era un hombre muy rico, socialista y amigo de la República, y no sólo había conseguido que los dejaran bajar en Buenos Aires, también estaba ayudándolos para sobrevivir los primeros meses. El señor Botana era el dueño de un caballo de nombre Romántico, había ganado el primer premio en la carrera más importante del país que se corría en el hipódromo de Buenos Aires. En cuanto cobró ese dinero decidió repartirlo entre los refugiados españoles que habían llegado a su ciudad.
Lo de un rico socialista le pareció algo muy raro, su tío desde pequeño le había enseñado que los ricos eran capitalistas y el capitalismo era lo opuesto al socialismo. Aún más extraño le resultó lo del caballo ganador, pero en el barco había aprendido que la vida y las ideas no eran exactamente como le habían enseñado sus viejos compañeros anarquistas.
Muchas gracias, don Natalio, soy Ismael, el hijo de don Pedro Castro, ya sabrá que no llevo su apellido.
El señor rico recibía en el muelle a quienes descendían por la planchada; les estrechaba las manos a unos, abrazaba a otros y todos después se dirigían hacia el asistente, de quien recibían el sobre con dinero. Ismael calculó que en una hora los que bajaron al principio ya no estarían en el puerto y que ese sería su momento.
Volvió al sollado donde habían transcurrido los días y las noches de su travesía atlántica. Buscó la camisa blanca que llevaba doblada en su bolso, lavada y planchada por Janet, su protectora norteamericana; recordó su consejo de calzar con zapatos y llevar ropa muy limpia cuando intentara conseguir un trabajo. Se puso la camisa para estirar con el calor del cuerpo las arrugas de noventa días, tomó su bolso, miró por última vez el lugar que lo había cobijado y volvió a cubierta, desde donde continuó vigilando los movimientos en el muelle. Calculó que ya había transcurrido una hora cuando decidió bajar.
—Muchas gracias, don Natalio, soy Ismael, el hijo de don Pedro Castro; ya sabrá que no llevo su apellido —le murmuró al oído con desenvoltura y una sonrisa cómplice.
—Adelante, hijo, y que seas muy bienvenido —le contestó sorprendido el señor elegante.
Luego del abrazo de rigor, Ismael sin titubeos se dirigió al de baja estatura, quien le entregó el sobre como a los demás, y al verlo tan joven le advirtió que don Natalio también había pedido que los trámites migratorios fueran facilitados para los pasajeros que llegaron en el Massilia; uno de sus empleados se encargaba de asistir a quienes lo necesitaran.
Aún aturdido, sintiendo el suelo mecerse bajo sus pies, no habían transcurrido dos horas cuando Ismael salió del puerto. Abrió el sobre y contó los billetes; aunque la cifra en moneda argentina no significara nada para él, intuyó que era bastante y lo guardó en el fondo de su bolso marinero. Se lo cargó al hombro y comenzó a caminar hasta encontrarse con una calle empedrada que se empinaba más adelante, subió por ella y mientras lo hacía pensaba que así sería su vida en la nueva ciudad.
En el barco le dijeron que en la Avenida de Mayo se reunían los españoles y decidió ir hacia allá. Caminó por una de las calles laterales hasta encontrarla, vio las mesas de los cafés desde donde le llegaban voces con el habla de su patria y distinguió a su derecha un gran edificio color rosa. Calculó que los hoteles instalados en la avenida serían caros y buscó una pensión en una calle angosta donde, mediante el pago por adelantado, le alquilaron un cuarto compartido con un muchacho extremeño.
Desempacó su breve equipaje de inmigrante y salió a recorrer la famosa avenida de la que tanto le habían hablado en el barco, hasta le habían afirmado que era igual a la Gran Vía de Madrid. Vio desde lejos una gran cúpula, caminó hacia ella hasta llegar a la Plaza de los Dos Congresos, la atravesó y volvió por la vereda de enfrente. Se cruzó con varios compatriotas que lo miraron con enojo; también fue objeto de voces de desprecio al pasar frente a un grupo que estaba en uno de los cafés. Una vez más se acordó de Janet, y supuso que no estaba bien visto calzar alpargatas para caminar por un sitio tan elegante.
Al volver a la pensión, el extremeño le contó que los nacionales se habían instalado en la vereda impar. La vereda par, por donde caminó primero, había sido apropiada por los republicanos. Ismael supo por dónde debería ir para ofrecerse como mozo de limpieza, ayudante de cocina o lo que fuera.
Al día siguiente, salió temprano de la pensión con la intención de comprarse un par de zapatos. En cuanto le dijeron el precio de ellos calculó que con ese dinero podría comer una semana. No obstante las advertencias de Janet, no los compraría. Consideró que para fregar pisos no era necesario andar calzado como un señorito.
Llegó hasta la Plaza de Mayo, desde donde caminó por la vereda par deteniéndose para ofrecer sus servicios en cada uno de los bares que encontró en su camino. Al pararse frente a El Favorito el corazón le latió más fuerte, vio detrás de la barra a un compañero del Ateneo sirviendo cafés. Esa misma tarde Ismael aprendió a lavar y secar tazas y platos, llevarlos al salón y acomodarlos sobre el mármol de la barra.
Después de un mes de manos húmedas, pasó a desempeñarse como mozo en el salón. Le pagaban mejor y además recibía propinas, el problema era atender a los parroquianos argentinos quienes insistían en llamarlo gayego. Les revelaba su origen y las diferencias entre andaluces y gallegos, pero no había caso, no lo entendían. Se ponía furioso y le decía al encargado del bar que no les llevaría ni un vaso de agua; con el tiempo aprendió a tolerarlos y dejó de darles explicaciones que a los otros no les interesaba oír.
La pregunta de don Natalio lo dejó confundido. Era una de aquellas que no esperan respuesta y que se formulan entre gente educada por pura urbanidad.
—¿Cómo está tu hijo? —exactamente así le había dicho el dueño del diario durante el almuerzo organizado para presentarlo con un escritor amigo. Pensó que tal vez no sabía lo de Pedrín. No le contestó y siguieron conversando de los sucesos en Europa. Unos días después un colega de la redacción lo sacó de dudas y desde entonces lo del muchacho lo tenía inquieto.
El mozo encontró a Ismael escondido y con cara de susto, diciéndole que no con la cabeza cuando su compañero le dijo que el maestro Castro preguntaba por él.
Pedro Castro había dejado casi terminada la página cultural del día siguiente pues quería llegar más tarde al diario. Era Viernes Santo, recordó que en España no se trabajaba y las calles de los pueblos estarían invadidas por costaleros, nazarenos y toda la fauna devota a quienes había combatido. Más tarde comprendió el error de tratarlos a todos por igual, de no haber percibido las diferencias, no haber apreciado a quienes los acompañaron hasta el final. Había visto la amplitud de las fronteras entre amigos y enemigos, el lábil muro entre verdad y mentira. Por esas razones y por tanto dolor decidió ir a El Favorito en ese viernes por la tarde.
La mesa junto a la ventana estaba vacía. Solía ocuparla cuando iba por su café de la mañana o el vermouth del mediodía, pero esta vez quiso ir por la tarde para encontrar a Ismael, el lavacopas.
Pidió un carajillo y le preguntó al mozo por el muchacho. Éste miró hacia la zona del bar donde debía estar Ismael y no lo encontró.
Iría a buscarlo, le dijo, aclarándole antes que no era lavacopas y ambos atendían el salón.
El mozo encontró a Ismael escondido y con cara de susto, diciéndole que no con la cabeza cuando su compañero le dijo que el maestro Castro preguntaba por él. Transcurrieron unos segundos hasta oír la voz grave de Pedro Castro.
—He venido a buscarte, Ismael, no te asustes.
—Señor, no he hecho nada malo, no me denuncie por favor. Necesitaba el dinero —musitó con voz temblorosa el muchacho.
—Qué me importa el dinero, te hacía falta, todos lo necesitábamos. Mi hijo murió en el frente. Hoy tendría tu edad. Siéntate, Ismael, quiero saber quién has sido hasta ahora, quiero que vengas conmigo, eres un regalo del destino.
- El regalo del destino - miércoles 23 de mayo de 2018