
Exilios y otros desarraigos. 22 años de Letralia
Este texto forma parte de la antología publicada por Letralia el 20 de mayo de 2018 con motivo de arribar a sus 22 años.
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Murmuraba una suave brisa y el sol quiso salir, pero huyó al fin hacia otra parte. Delia Steiner recorría calles y puentes de Berlín, cuando Herr Wriedt se le acercó preguntándole cómo dirigirse a Steglitz. Steiner había emprendido un largo viaje para hablar sobre “textos argentino-germanos del exilio”, metonimia que, por economía lingüística, pretende resumir el dolor sublimado de quienes emigran o emigraron, y reúne la letra de sus dramas singulares y desplazamientos culturales. Aquello que Delia conocía a la perfección porque los exilios se sufren en el cuerpo y los heredan generaciones.
Si pudieran asociarse los países ricos de Occidente con die älteste Karikatur der Welt, la última caricatura del mundo, Delia sólo hubiera disfrutado de las vistas del observatorio, la biblioteca y los museos, de la Berliner Funkturm erigida entre modernos edificios de oficina, del zoológico y las playas de ciudad construidas a la vera del Spree. No era su caso: había estado allí a menudo y conocía la ciudad como la palma de su mano. Tampoco compartía el flaco angular de algunos turistas que, con sus idas y vueltas en autocar, pretenden compensar su escueta vida a plazos. Para más inri, patos y gansos exhibían su ingenuidad habitual, y el arte callejero daba cuentas de un Berlín liberado, aunque inspirador de las historias góticas y los fracasos subterráneos que su padre se había encargado de contarle respecto de la guerra y del Mauer. La Europa sería alemana ahora, empero continuaban apareciendo leyendas como Gedanken sind frei y deine Wahre macht!
Usted no tiene prisa, más bien me teme, le genero incomodidad. Vea, parezco un vagabundo. No lo soy, sí un tipo que decidió salirse del sistema ni bien le fue posible.
Herr Wriedt tenía mirada dulce y gesto ligeramente ácido. Steiner, un alemán díscolo, cuando conversaba o intervenía en debates para denunciar injusticias, racismos, barbarie, jamás sostenía fijos sus ojos en nada ni en nadie. Y si bien parecía solidario, se bastaba a sí mismo: la gente, según él, vivía siempre de banalidades, a pura ilusión. Mejor solo que mal acompañado, decía.
En cuanto supo qué transporte tomar hasta Steglitz, Herr Wriedt felicitó a Delia por su alemán, lo que secretamente la ofendió: tantos años oyendo el dialecto y no había logrado conservar una pizca de él. Wriedt, asimismo, empezó a cantar.
Viejos acordes de infancia, que no se reproducirían luego en Buenos Aires debido a la muerte del padre de Delia.
Se despidió de Wriedt, rumbo hacia la Gedächtniskirche. El viejo debía de estar ya en dirección contraria; sin embargo, la siguió. Ella caminó un paso tras el otro y aceleró, quedándose sin aliento, hasta que al verse alcanzada, interrumpió la marcha.
—Me llamo Wriedt. ¿Y usted?
—Steiner.
—Vengo de Hamburgo, trabajé muchos años en el puerto, primero de estibador. Fui escalando y conseguí asociarme al fin y poner una empresa —se había olvidado por completo de Steglitz, era evidente—. Me gusta tanto Berlín que me mudé ni bien jubilado y en menos de un año me convertí en uno de ellos.
—Qué bien. Me gustó conocerle, tengo prisa, Herr…
—No sea hipócrita —la interrumpe—. Usted no tiene prisa, más bien me teme, le genero incomodidad. Vea, parezco un vagabundo. No lo soy, sí un tipo que decidió salirse del sistema ni bien le fue posible. Dejo bien parados a mis bisnietos, imagínese, qué más se puede pedir.
Delia no tenía interés en el monólogo y comenzó a impacientarse. Fue cuando Wriedt le dijo que leía el futuro y la mente.
—Al sentir que usted, señora, se encontraba embargada por esa melancolía tan berlinesa y porteña, recordando a su padre, en lugar de hacerme el tonto, la intercepté. Usted nació en Buenos Aires. Su papá emigró antes de finalizar la segunda guerra y no lo pasó bien. Se casó con una argentina, sus parientes lo despreciaban por antinazi e inmigrante. La tonada de extranjero les molestaba a sus parientes, ¿verdad? Le propongo un juego.
Delia, sorprendida, sólo pudo asentir. Fueron hasta una plazoleta a sentarse tranquilamente en un austero banco de madera, rodeado de perfumados tilos. Tan racional y no podés negarte a esta estupidez —se dijo, aunque un tibio escozor la invadió por completo.
La diversión consistía en identificar a los transeúntes conforme la sapiencia visual acumulada por Wriedt: Este es nazi y este no. Aquel huele a lavanda y se las da de superado, en cambio oculta a un desgraciado intolerante… Esta sabia y mansa mujer aguantó de todo: el hijo se mató tras la unificación alemana. Al ser del Este, ninguno de la familia encontraba trabajo en el Oeste por su falta de comprensión del deutsche Stil. Y: El niño que salta, feliz, delante de su madre, emigrará a Chile dentro de veinte años por una disputa económica con su hermano. Más tarde, trataría de adivinar los pensamientos temporáneos de los que pasaban.
Wriedt mediría poco menos de dos metros, delgado como una jirafa. Vestía un traje oscurecido por el tiempo y en su cuello anudaba una deshilachada corbata a rayas negras, rojas y amarillas. Tricolor, como la bandera que flamea izada en la proa de la mayoría de los barcos y barcazas que se detienen en las esclusas del Spree para continuar hacia destino, contrastaba con el blanco almidonado de su camisa.
Herr Wriedt vivía en Charlottenburg, cerca del mercado de flores. El dinero no le alcanzó para sanear su pena: en una semana cumpliría 105 años, estaba harto de no morir de una buena vez. Pero quería devolverle a Berlín su propia historia, esa que libros y humanos suelen tapar u omitir, sin resultados.
Jawohl! Lutero —agregó— le concedió la gracia de sobrevivir a guerras, exterminios, falsedades y grietas, a rabia y enfermedades, a hambrunas, a la alegre invasión de los aliados devotos del capital para garantizar la paz mundial…; a las traiciones y los suicidios de quienes vieron aniquilado su deseo por los chanchullos internaciones que le arrancan la buena vida a la gente; a migraciones, espionaje, desprecio y rezos inocentes de viudas y huérfanos. Había superado la memoria y hasta el olvido.
—Demasiado. ¿Me oye, Frau Stein?
—De qué olvido me habla. Ustedes, ¿cumplieron o no con los tratados? Han indemnizado, haciéndose responsables según la ley y se hicieron cargo de la cuestión judía. Cada alemán entronizó un “nunca más”. ¿O me equivoco?
—Delia, ¿usted es boba o se hace? En tanto humanos que somos… todo eso es insuficiente.
—Sin embargo, hoy conviven inmigrantes latinos y asiáticos, árabes y personas de identidad sexual diversa.
—¡Claro! “No queda otra”. ¿Así hablan los porteños, verdad? Puro chamuyo, Delia. (Me gusta esa palabra, “chamullo”, el mundo es puro chamuyo.) Por eso hay que insistir, y quién mejor que yo si les leo disruptivamente su porquería. Estoy pensando en crearles una aplicación para el celular: pulsan y les cuento lo que no quieren saber ni de ellos mismos.
—¿Una especie de delivery ético? La idea no es muy racional que digamos, Herr Wriedt.
Los aplausos llenaron la sala de energía, pero le dio pudor: Herr Wriedt no relataría más historias. Les agradeció a todos y salió afuera.
—¿Y quién le comentó que lo soy? Lutero, conmigo, se ganó la lotería. Ahora debe de descansar en paz mientras yo hago mi trabajo. No es fácil, pero más se perdió en la guerra. Yo vivo del pasado aunque rescato alguna esperanza.
¿Cuál?, le dieron ganas de preguntarle a Delia, pero se calló.
Wriedt parecía haber nacido en el Abasto por su español. Y quizás, hasta hubiera podido cantarle las cuarenta a unos cuantos porteños si visitaba a Delia alguna vez: su charla y el juego, a medida que avanzaban, le parecieron tan interesantes, que lo invitaría a visitarla en Buenos Aires.
Varios transportes iban y venían, desentendidos del clima y de ellos, que conversaban sobre la Alemania de los 30, la República de Weimar, acerca de poesía y del antiguo alemán que influyó hasta en los vikingos.
De súbito, se hizo un silencio poco urbano. Y una camioneta se desvió incomprensiblemente, subiendo a la acera. Casi mata a Delia, la esquivó chocando contra un árbol, pero se lo llevó puesto a Herr Wriedt.
El sol asomó cuando Delia Steiner iba camino a la universidad. Yendo, decidió cambiar de conferencia: hablaría del exilio interno que deviene de las tiranías y de la falsa política. Buscó coincidencias entre Böll y Tizón, Schweblin y Magnus y pidió al auditorio que dejara fluir su mente, no sólo la literaria. Los aplausos llenaron la sala de energía, pero le dio pudor: Herr Wriedt no relataría más historias. Les agradeció a todos y salió afuera.
El cielo se había cubierto de nubarrones. Buscó aquella plazoleta para sentarse en el mismo banco y recordar… La típica lluvia no cesaba ahora de tamborilear sobre el paraguas. Lo cerró y se dejó sorprender por la caída del agua, transformada pronto en agujas. Molestaban en su piel y la hacían parpadear. Llorisqueó un poco y entró en dudas…
Su padre; siempre, el padre.
Una mujer racional gritó irracionalmente entonces. A Lutero, contra el irreversible destino: Herr Wriedt no regresaría. Había sido apenas un efímero instante salvado de las sombras, que cada tanto ella recobraría en la memoria.
Respiró profundo una humedad frígida. Al fin —pensó—, ¿qué era la vida sino un haz de espigas? Abrió el paraguas y volvió en taxi al hotel.
Delia Steiner no cumpliría 104 años. ¿Para qué llegar tan lejos?, se dijo, camino a Buenos Aires.
Diez horas, y arribó al caos. Pero tuvo una certeza: había abandonado definitivamente los territorios de su nostalgia.
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