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Lo que dejamos

viernes 25 de mayo de 2018
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Lo que dejamos, por Yoselin Goncalves
Aeropuerto Internacional Simón Bolívar de Maiquetía (Venezuela)

Exilios y otros desarraigos. 22 años de LetraliaExilios y otros desarraigos. 22 años de Letralia
Este texto forma parte de la antología publicada por Letralia el 20 de mayo de 2018 con motivo de arribar a sus 22 años.
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Tuve la sensación de que nunca más volvería. No recuerdo en qué momento, quizás cuando el taxi me dejó en la entrada del aeropuerto o cuando tropecé con una señora robusta que salía apresurada con dos maletas encima. Tal vez fue cuando escuché el aviso de abordaje, pero lo sentí como una ancha hondura en el pecho. Me apresuré a despedirme y crucé el largo pasillo sin mirar atrás. Tenía dieciocho años.

Llegué a Maiquetía con el atardecer ocultándose aún en el horizonte, dando tumbos por el inmenso aeropuerto, mirando por encima del sin fin de cabezas para ubicar las pantallas de anuncios de los vuelos. Una señora se sentó a mi lado para hablar sobre su hijo radicado en Miami. Intenté prestar atención a su historia, pero el miedo no me permitió concentrarme en otra cosa que no fuera el vuelco que tenía en el estómago. Es una emoción extraña la que te invade cuando sabes que vivirás por mucho tiempo en un país que no es el tuyo. Te preguntas si es lo correcto, si te ayudará o si será necesario. Es esa duda latente la que te impulsa a seguir adelante.

Uno nunca sabe, me dijo mi padre un día. Creo que el país no aguantará demasiado con ese gobierno.

 

Después de culminar el bachillerato, estuve un año en casa, estudiando literatura con libros y una computadora que me regalaron a los quince años. Era una ermitaña y lo disfrutaba. Desconocía el mundo y el mundo me desconocía a mí. Devoré libros, viajé con ellos, pero aún no había vivido. Al menos no lo suficiente para escribir historias. Mi padre tuvo la oportunidad de comenzar de nuevo en otro país, de volver a construir algo que fuera suyo. Algo que nunca había podido construir mientras estaba en Venezuela. Yo le seguí, por supuesto, como siempre. Pero tenía mucho miedo.

Regresando al avión, la señora seguía hablando sin parar. Recuerdo que tenía un descolorido vestido marrón, el cabello rubio sujeto en una alta coleta y los ojos grandes y vivos. Hablaba moviendo las manos, haciendo breves pausas para darme un golpecito en el codo. Me dijo que era de Caracas, yo le contesté que era guara. Ella me miró con el ceño fruncido. Creo que bufé o rodé los ojos, no lo recuerdo, pero le dije que era de Barquisimeto. Ella siguió hablando de su hijo y yo aparté la mirada hacia la ventanilla ovalada. Afuera empezó a llover. Las nubes grises se cerraban entre las montañas, obstaculizando la vista; fui presa de una oscuridad escalofriante.

El vuelo tardó dos horas y, en todo el recorrido, mis manos sudaban y mis nervios no me permitieron disfrutar de la travesía. Creo que estuve a punto de vomitar, pero contuve las ganas cerrando los ojos. Al llegar, salí con tanta rapidez que apenas pude decirle un vago adiós a la mujer que me acompañó en todo el viaje. Después de tanto tiempo, volvería a ver a mi padre. Él llegó a Panamá dos años antes, para estabilizarse como se debe antes de recibir a su única hija. Es alto, de ojos claros y una sonrisa que engancha cualquier conversación. Ahora teníamos un país que explorar y un destino que seguir juntos. Aceptamos que era lo mejor que podíamos hacer.

Uno nunca sabe, me dijo mi padre un día. Creo que el país no aguantará demasiado con ese gobierno.

Él hablaba del gobierno de Chávez. Era finales del 2011. En un tiempo en el que al venezolano no se le pasaba por la cabeza emigrar. Decíamos con una dolorosa inocencia: Somos un país petrolero. Podemos soportar cualquier cosa.

¿Realmente estábamos dispuestos a soportarlo? Si miramos hacia atrás, hemos perdido a Venezuela por culpa nuestra. No sólo hay una ruptura de gobierno, sino también una social. Por años nos han invadido la cabeza de un fanatismo descontrolado por un hombre que se creía el Libertador Simón Bolívar. Un sujeto muy peligroso que, en pocos años, hundió el país en la miseria. Y aún, en estos días, seguimos con la ciega fe de tener en la Presidencia a una figura más simpática que estudiada. El chistecito, el baile, los largos discursos sin mucho sentido, el pueblo que era primero —y terminó siendo el último—, las risitas, el tiempo de Dios es perfecto. Chávez y distintos candidatos se abrieron paso a la Presidencia con discursos de un país mejor… y esperamos. Aún seguimos esperando.

Me apresuré ante el gentío, intentando liberar mis nervios, recordando que mi vida cambiaría. Quizás viajaría mucho antes de volver, tal vez me esperaba un destino diferente. Con dieciocho años y un camino incierto por delante, no podría saberlo. Pero regresaría, tenía planes. Me detuve y miré la entrada del avión en la lejanía, con una sensación extraña en el corazón. Regresaría, ¿no?

Empecé a estudiar en la universidad y aprendí una nueva cultura. Intenté mezclarme, pero seguía teniendo ese sentimiento extraño en mi interior. Una voz me decía: No perteneces aquí. Una voz que nunca me abandonó.

El esfuerzo más grande que pude experimentar fue haber dejado atrás a mi familia. Lloré mucho, pero aprendí a manejar mis emociones a través del tiempo. Comencé, como todo escritor necesita, a vivir historias. Pero esas historias tuvieron una pausa cuando el mundo se enteró de que el presidente Hugo Chávez estaba muerto. Muerto. ¿Eso significaba una nueva era para el país? ¿Un regocijo? ¿Una nueva creencia? Celebramos su muerte en ese entonces, viendo la noticia en la televisión —con una sonrisa quizás un poco culposa en nuestros labios—, celebramos su partida, ignorando lo que se avecinaba.

Estalló una guerra por la supervivencia. Sucedió tan rápido que todos los venezolanos en el exilio apenas tuvimos tiempo de reaccionar y comprender lo que sucedía. Las noticias volaban, las redes sociales explotaron, los medios de comunicación colapsaron. Mi familia al otro lado de la línea llorando. Destruyeron todo en un abrir y cerrar de ojos. Incluso en la lejanía, sientes el desgarre de haber perdido lo que mantenía tu identidad.

“Era un país rico, ¿qué pasó?”.

Sí, ¿qué pasó?

La pregunta no es qué pasó, sino lo que viene pasando desde que Chávez tomó el poder. Venezuela se convirtió en una bomba de tiempo y el detonante fue la muerte de la ambición al poder.

Mientras sucede la desgracia, estando en otro lugar, me desgarró perderlo todo. Comencé a sentirlo a través de los años. Esa espera por que algo suceda, algo que nos regrese a nuestro país. Que nos regresen lo que nos han arrebatado. Pero, en medio del desastre, ¿qué podíamos hacer? La masiva emigración nos colapsó. Me veía vagando entre las noticias, la universidad, los trabajos, los escritos, mis libros… era como vivir en una burbuja caliente. Un espacio que apenas me permitía razonar. Entonces mis escritos se quedaron apilados por meses. Los veía de reojo, cuando recogía mis cosas para ir a clases, con ese sentimiento hirviendo en mi interior. ¿Cómo se supera la pérdida de una patria?

Cuando algo te daña, la escritura se desborda por tus dedos. Viene sola, sin necesidad de que la llames, sin esperar esa musa que siempre se retrasa. Está ahí; muy dentro de ti. Yo lo sentí la primera vez, la segunda y las siguientes. Construí una carrera a medida que mi país se mantenía en una pausa perpetua. Era lo único que podía hacer. Era lo único que podíamos hacer todos: seguir construyendo lo arrebatado.

Comprendí que nadie que no ha emigrado podrá entender el largo camino que debes recorrer por ti y por tu familia. Porque no es fácil, ni difícil. Es, más que cualquier cosa, una sensación desgarradora.

 

No es fácil emigrar, ni intentar mezclarse en otra cultura, ni ser parte de un país diferente. Es como vivir de nuevo todo lo que ya habías vivido. También tenemos que soportar los comentarios ácidos sobre nuestra emigración. Somos la emigración no bienvenida. Si bien algunos países nos apoyan, otros nos cierran las puertas sin la oportunidad de réplica. Si vamos un poco hacia atrás, ¿podemos recordar lo bienvenidos que éramos en todos los lugares del mundo? Por supuesto. Lo éramos.

Vengan a gastar su dinero, pero no se queden, no los necesitamos.

También están los venezolanos que se quedaron. Aquellos que desean irse, pero el país los ata. Muchos entienden el significado de dejar tu hogar para explorar un país en el que desconoces si serás recibido. Otros, en cambio, critican al emigrante:

No has vivido lo que nosotros vivimos.

Es fácil hablar desde el extranjero.

El segundo comentario quedó prendido en mí y comprendí que nadie que no ha emigrado podrá entender el largo camino que debes recorrer por ti y por tu familia. Porque no es fácil, ni difícil. Es, más que cualquier cosa, una sensación desgarradora. Crecí en un barrio, con una familia muy humilde, en la que todos luchamos por lo poco que teníamos. Y ese poco fue arrebatado en días. ¿Cómo evitas la desesperación por desear rescatarlos a todos? ¿Cómo se duerme en las noches pensando si tu familia cenó esa noche? Sentí ese peso en mis hombros por mucho tiempo.

Desde el exterior, podemos ver a Venezuela sangrar y sentir la pérdida de todo lo que dejamos. De todo lo que nos obligaron a dejar.

Yoselin Goncalves
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