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Esqueletos

sábado 21 de mayo de 2022
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Esqueletos, por Pilar Alvarellos Lema
Medían unos dos metros de altura y caminaban entre los muertos. Se agachaban sobre ellos y tanto Juan como el resto de soldados que estaban con él vieron, para su sorpresa, cómo les chupaban la sangre a los cadáveres. “El Juicio Final”, por Jan van Eyck (ca. 1440-1441).

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Este texto forma parte de la antología publicada por Letralia el 20 de mayo de 2022 en su 26º aniversario
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Lo llamaron para una guerra que no creía. Con una mochila en su espalda, a punto de subir a aquel tren que lo llevaría lejos de casa, a un país lejano del que no sabía nada y que lo alejaría de su pueblo y de su familia, no pudo reprimir las lágrimas que comenzaban a deslizarse lentamente por sus mejillas. Su madre, al darse cuenta de lo que su hijo estaba sufriendo, lo abrazó con ternura mientras le susurraba al oído un “te quiero” y “vuelve pronto a casa, Juan”. Aquello no hizo más que incrementar, si cabe, la pena que embargaba el corazón de aquel muchacho. Se subió al tren triste y desolado despidiéndose de ella, de su padre y su hermana pequeña, esperando volver a verlos muy pronto.

Los días en los barracones se hacían eternos. Intentaban, con bromas, ahuyentar el miedo que sentían al escuchar las bombas que cada vez sonaban más y más cerca.

Un día un anciano de una aldea cercana entró corriendo en el barracón. No entendían lo que decía, hablaba muy rápido, en una lengua extraña para ellos.

El corazón del soldado, al verla, comenzó a latir desmesuradamente en su pecho.

Llamaron a su superior que se personó inmediatamente. Lo escuchó en silencio. Luego le respondió algo en la lengua de aquel hombre que hizo que su semblante, antes triste y preocupado, se tornara esperanzado. Incluso pudieron ver cómo afloraba una sonrisa en aquel viejo semblante surcado de arrugas.

Luego les explicó a los allí presentes que aquel hombre buscaba alguien que atendiera a su hija enferma. Llamaron al médico y fueron hasta la aldea. Lo acompañaban dos soldados, uno de ellos era Juan.

Entraron en una humilde casa de madera. En un viejo colchón tirado en el suelo, descansaba una muchacha. El corazón del soldado, al verla, comenzó a latir desmesuradamente en su pecho. Se había quedado maravillado ante la belleza de la joven. Era de su edad. El cabello negro como el azabache contrastaba con su piel blanca como la nieve y sus ojos azules como el mar. El médico, tras examinarla, le diagnosticó apendicitis. La operaron de urgencia.

El tiempo que estuvo en la enfermería el muchacho la visitaba dos o tres veces al día, hasta que estuvo lo suficientemente recuperada para volver a su casa. Se había formado entre ellos un estrecho vínculo. La chispa del amor había prendido en el corazón de aquellos dos muchachos.

Al día siguiente de la marcha de la joven, Juan entró en combate. Aunque durante aquellos meses les habían enseñado a pelear y a disparar, Juan estaba muy nervioso y temía que a la hora de la verdad no pudiera apretar el gatillo. Temía morirse en aquella guerra y no volver a ver a su familia ni a Luna, su enamorada.

Antes de irse la visitó en su casa y le suplicó con los ojos anegados en lágrimas:

—Bésame con el atrevimiento de no saber si es lo correcto; bésame por primera y, quizá, última vez.

Durante aquel día y hasta bien entrada la noche, los disparos no cesaron, al igual que los llantos y los terribles gritos de dolor que proferían los soldados heridos. Juan vio morir a algunos de sus compañeros y no podía entender cómo él todavía seguía con vida.

Los moribundos dejaron de gritar cuando la muerte se los llevó. El capitán les gritó a los supervivientes que volvieran al campamento. Quedaba una docena de hombres con vida y como figuras espectrales caminaban entre los muertos con pasos vacilantes para no pisar los cientos de cadáveres esparcidos por todas partes.

Creyendo que el peligro había pasado, unos gritos terroríficos, no muy lejos de donde estaban, los sobresaltaron y los pusieron en alerta. La luz de la luna era lo suficientemente intensa para dejarles ver algo que los consternó y los embargó de un terror inimaginable.

Aquellos seres todavía no se habían dado cuenta de su presencia. Por lo menos, de momento.

Vieron aproximarse a ellos a unos enormes esqueletos. Medían unos dos metros de altura y caminaban entre los muertos. Se agachaban sobre ellos y tanto Juan como el resto de soldados que estaban con él vieron, para su sorpresa, cómo les chupaban la sangre a los cadáveres, después de arrancarles la cabeza con una facilidad pasmosa. Poseían una fuerza descomunal.

El capitán les hizo señas de que se tiraran en el suelo y que fueran reptando hacia unos árboles que no distaban mucho de donde estaban. Aquellos seres todavía no se habían dado cuenta de su presencia. Por lo menos, de momento.

Estaba amaneciendo cuando llegaron al campamento, cansados y con la cara desencajada por terror y el pánico que invadía sus cuerpos.

No esperarían a que cayera la noche para largarse de allí.

Escondidas entre los árboles unas calaveras vigilaban, expectantes, por encima de las copas de los árboles, cada movimiento que hacían. Esperaban el momento perfecto para abalanzarse sobre ellos.

Pilar Alvarellos Lema
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