
Este texto forma parte de la antología publicada por Letralia el 20 de mayo de 2022 en su 26º aniversario
Salté de la cama al sentir que un movimiento inusitado se producía; las lámparas se estrellaban entre sí como espadachines en una batalla campal. El viento emitía alaridos inconfesables. Con ojos desorbitados presencié el desgarrador momento de la caída de la cúpula del Museo Arquidiocesano.
Arrodillados ante la imagen de la dolorosa los cristos clamaban.
Al cese de la explosión, opté por salir a la calle y una soledad absoluta barría en escalofrío los escombros. La luz de la luna se opacaba y la sombra desfigurada de mí mismo se expandía como un aullido.
Las nubes pasan y no hay ningún símbolo que prediga cuál es la próxima fase.
Corro de nuevo a la casa. Ya no sé si desde el balcón puedo confirmar mis pesadillas. Sólo un hilo hacia el exterior me conecta: mis angustias. Me agobio y me prometo salvar las barreras, intento con una caminata virtuespacial. El calor me sofoca, el silencio y la calle que contemplo en abandono me alteran la conciencia. Ya no necesito las drogas, ando en perenne sopor, tratando de encontrar el porqué de tanto ensañamiento.
Una mirada al cielo y no hay señales. Las nubes pasan y no hay ningún símbolo que prediga cuál es la próxima fase. Ni siquiera las 4.500 nuevas novas aparecen. Trato de percibir la espaguetificación de una estrella en una explosión de luz desgarradora, pero siento que es el mismo monstruo que me devora y sigo atropellada entre lo que visualizo y lo que me hace un ser en diptongo. Estar en la zona de los que todavía pueden permanecer en sus casas, comiendo, quizás por no decir “disfrutando” de lo mezquino que me atiborra en la otra parte de este diptongo.
Y allá, los que no pueden quedarse en casa, los de la calle que cocinan fritangas, o lavan la ropa, o los que a todo volumen pretenden callar con música la miseria y el dolor.
No hay prevención que valga: quizás tu familia no muere de la explosión y la toxicidad, pero sí de hambre. Hay que salir a buscar lo necesario para la subsistencia, más la compra de los atributos que te disimulan contra el diario vivir, que no ha cambiado sustancialmente, debido a que, si antes no comían lo suficiente para presagiar la muerte, ahora se duplicó la espada de Damocles.
Y yo aquí, desolada por no poder salir, y con un surtido de abastecimientos que pretende aumentar mi grasa abdominal en cada suspiro.
Los pocos caminantes pasan asustados, encubiertos a escondidas de sí mismos.
Camino en la opacidad de los reflejos que me anuncian y el paisaje se establece ante los dorsos curtidos y la ropa harapienta. Extendiendo la mano; otros semiondulatorios en medio del pavimento acompañan a innombrables como costras de abandono en las aceras, con sus guardianes de mirada triste en fidelidad.
Paredes mugrientas, soledad ahogada de silencio. Los pocos caminantes pasan asustados, encubiertos a escondidas de sí mismos. Es miedo al encuentro a pesar de la necesidad del consuelo, de la explicación innecesaria de lo que ya se predestina y se conoce.
Al otro lado pasan círculos, ruedas, pasos tambaleantes que, de lejos, como un aullido de alma en pena, sin ningún atisbo de misericordia, pronostican que consumiremos la misma fatiga en un diptongo decreciente que se integra al punto final en “disrupción de marea”. De ese inmenso agujero negro donde están los que esperan… A los que están.
Paz a sus restos.
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