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Mañana comienza la paz

domingo 22 de mayo de 2022
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Mañana comienza la paz, por María Caballero
Desde el inicio de la barbarie, decidí que no nos separaríamos en todo el día. Donde yo voy me acompaña el crío. Fotografía: Mindy Lipsky • Pixabay

Este texto forma parte de la antología publicada por Letralia el 20 de mayo de 2022 en su 26º aniversario

Un zapato de hombre, marrón con cordones, parece aguardar, en el filo de la acera, a que regrese su igual y lo rescate del desamparo. Hoy hace dos largos meses que estalló la guerra entre Rusia y Ucrania, o que Rusia decidió destruirnos porque nos negamos a ser invadidos y sometidos. Saber quién la ha comenzado no mejora en nada nuestra situación. Tengo claro que las guerras las sufrimos los ciudadanos que no comprendemos los conflictos armados.

Salir a la calle supone un gran riesgo para los civiles. Antón y yo necesitamos alimentos frescos, si logramos conseguirlos. Cada día hay menos tiendas abiertas y las que quedan tienen poco que vender. Caminamos deprisa: mirada al frente, cabeza baja. Con la mano izquierda agarro la de mi hijo. Con la derecha, siempre metida en el bolsillo, empuño una pistola que Vasyl, mi marido, me enseñó a disparar el día que nos separamos. Él debe combatir y defender nuestro país (el gobierno obliga a los hombres a hacerlo). Nadie ha pensado que su familia también necesita que la defienda de esta barbarie. Ante el más mínimo ruido a mi alrededor, encojo el cuello entre los hombros. Con este ridículo movimiento me pongo a salvo si el enemigo comienza a dispararnos.

Mi hijo tiene miedo. Lo noto por la fuerza con la que aprieta mi mano. ¡Cómo no va a estar asustado con seis años, si yo con treinta y cuatro vivo aterrada! No dice nada. Ya casi nunca dice nada. Ha dejado de preguntar. No obtiene buenas respuestas de su madre. Intento explicarle la cruda realidad, aunque no siempre puedo. La psicóloga nos repetía a los padres que a los pequeños nunca hay que mentirles, que comprenden más de lo que creemos.

Hasta que comenzó esta maldita guerra, el niño no había visto ningún cadáver en su vida.

Acabamos de sortear varios cadáveres, con sus rostros bien visibles, tendidos en las aceras y en el asfalto. Los hay por todas partes. Debieron arrastrar algunos de los cuerpos hasta aquí y están cubiertos de barro. El crío afirma: “Mamá, hay más muertos que hace dos días. He contado treinta”. Es imposible contestar lo que se me pasa por la cabeza y no quedar como una verdadera idiota: “No son cadáveres, tesoro. Están descansando. En un rato, se levantarán y se marcharán a sus casas”.

Hasta que comenzó esta maldita guerra, el niño no había visto ningún cadáver en su vida. Eso dio igual, supo muy bien lo que era un muerto —como él lo llama— la primera vez que nos paramos delante de uno. A mí me parece que llamar muerto a alguien a quien, con total seguridad, conocía hasta hace unas semanas, es degradarlo, quitarle su identidad. Cadáveres de vecinos. Cadáveres de amigos. Cadáveres que podemos ser el crío o yo en cuestión de minutos. Si nos asesinan en este instante, permaneceremos en el asfalto para siempre, a no ser que cualquier persona se apiade de nosotros y nos arroje a alguna de las fosas comunes que vemos abiertas en la tierra. Caminamos deprisa: mirada al frente, cabeza baja. Tenemos prohibido fijarnos en los rostros de los caídos y, cada dos o tres pasos, rompemos la regla establecida.

En los alrededores, los francotiradores nos vigilan desde las ventanas de los pisos más altos. Es imposible saber si son de los nuestros, o son del enemigo, al acecho de nuevas víctimas. Se delatan unas décimas de segundo si el sol incide en el metal de sus armas. El resplandor, unas veces, provoca que desee caer con un disparo certero en el cráneo. Terminaría con la pesadilla que nos ha convertido en seres temerosos ante cualquiera que se cruce en nuestro camino cuando salimos a la calle. Otras veces, me entran unas irrefrenables ganas de gritar con el odio presente en mis palabras: “Asesino, aquí estoy, termina conmigo. No alargues mi maldito calvario”. Entonces miro al crío, a través de los cristales empañados de las gafas, y encojo el cuello. Recobro la cordura. Agarro su rubia cabeza y la pego a mi cuerpo: sólo quiero protegerlo si cae sobre nosotros una ráfaga de disparos. Que me maten a mí. Que se salve él. Si caigo yo: se quedará desamparado entre tanto horror. Si muere él: o me matan también, o me mato; no seguiré viva sin mi hijo.

Perdimos a la familia hace semanas. Unos están muertos (como mi suegra y una de mis tías). Otros desaparecidos. Algunos huyeron en cuanto estalló la guerra. Su padre continúa combatiendo; es lo que debemos pensar. No hemos tenido noticias suyas desde hace dos meses. No sé si alguien, del ejército o del gobierno, se pondrá en contacto conmigo si cae en combate. Estoy segura de que les da igual la angustia de las familias. Me pregunto cien veces al día: “Si me matan, ¿qué será de mi pobre hijo?”.

 

A nuestro paso, alguien grita: “Elisabeth, Antón, aquí, junto al camión”. Dos vecinas nos hacen señas para que nos acerquemos. Prefieren charlar protegidas por el vehículo con los neumáticos reventados y los cristales hechos añicos. Las ancianas abrazan al crío, se emocionan y me hacen llorar a mí también. Aseguran que en el mercado hay varios puestos abiertos. Me advierten de que debo darme prisa si quiero conseguir alimentos frescos. Nos despedimos en silencio, con miradas cansadas que transmiten lo que encierran nuestras almas heridas. Agarro a Antón de la mano y corremos hasta el mercado. Dentro del enorme edificio, coincidimos con un antiguo compañero de mi marido que trabaja como voluntario. En cuanto nos ve, agarra pequeños bultos envueltos en papel parafinado, que tiene escondidos por el puesto, y los introduce en mi bolsa. No para de hablar sobre la situación en la que se encuentran las ciudades cercanas. Por desgracia, él tampoco tiene noticias de Vasyl. Al despedirnos, me da una hogaza de pan y un largo abrazo.

De regreso, con la comida oculta debajo del amplio abrigo, mis ojos parecen querer torturarme y se fijan en todo lo macabro que nos rodea. Obligo a que el niño no levante la vista del suelo. Le pido que cante alguna canción que recuerde de la escuela. Beso su nariz fría y, al despistarme, tropiezo con una mano medio enterrada. Se me escapa un alarido. Todos los que caminan cerca se giran a mirarme. Mi hijo pregunta: “¿Mamá, de quién es esta mano? ¿Y esas piernas con pantalones?”. Los miembros sin cuerpo, diseminados en la calle, son el anuncio de cómo podemos terminar nosotros. Tiemblo. Se me aflojan las fuerzas y dejo caer la bolsa con el pan contra el pavimento. A los pequeños nunca hay que mentirles, porque comprenden más de lo que imaginamos, nos repetía la psicóloga en las sesiones de los miércoles. ¡Aquí me gustaría ver a esa mujer para explicarle a Antón de quién diablos son las manos, las piernas y los cuerpos que vemos cada vez que salimos a la calle! Cuando me acuesto, cierro los ojos y sigo viendo los cadáveres tirados por todas partes. Entonces, muerdo la almohada para ahogar el llanto y me da por pensar que un día reconoceré a Vasyl entre esos muertos abandonados. Y lo que será peor, mi hijo reconocerá el rostro de su padre. Y entonces, ¿tendré que contarle la verdad? ¿De qué verdad estamos hablando, si no la comprendo ni yo?

Me arrodillo en la acera. Trato de sonreír, con los músculos petrificados por el horror de la guerra. Pellizco los mofletes de mi niño y le cuento que están rodando una película de zombis. Una de esas que tanto le gustan. Somos muy afortunados porque podemos ver a los actores mientras actúan. Me estudia con una mirada que hiere: dura, seria; no se cree ni una sola palabra de lo que cuenta su madre. Recojo la bolsa del suelo y regresamos a casa en silencio.

Los desperdicios los guardamos para los gatos o para los perros callejeros que han perdido a sus familias. Escuchamos los maullidos y los ladridos durante horas.

En casa tampoco nos relajamos. Desde el inicio de la barbarie, decidí que no nos separaríamos en todo el día. Donde yo voy me acompaña el crío. Cuando me ducho, se sienta en una sillita en el baño, con un cuento o con un tebeo. En la cocina, mientras preparo la comida, coloca migas de pan en el borde de la ventana por la rendija que dejamos abierta. Los gorriones compiten, alegres, por robar el trozo más grande de pan. Quiero que Antón se transforme en ave y vuele lejos de aquí. Mi niño pequeño se ha convertido en adulto en dos meses. Cuida de su madre la mentirosa, la loca que distorsiona la realidad. Si me ve llorar me dice que coma. Debe recordar que su abuela aseguraba que con el estómago lleno las penas se pasaban antes. Mi hijo es tranquilo, obediente. Nunca protesta. Me preocupa el aire apático que ha adquirido. También la palidez de su rostro. Los críos deben tomar el sol. Ahora es imposible, nos vemos obligados a pasarnos la mitad de los días encerrados, por nuestra seguridad. Además, casi no toma fruta ni leche. En realidad, tenemos una dieta bastante desequilibrada, aunque debo estar agradecida por haber llenado, antes de los ataques, la despensa de: latas, cereales, pasta y arroz. Alimentos con una larga caducidad que nos ayudan a no morirnos de hambre. Gracias al compañero de mi marido, hoy almorzamos ternera y cenaremos pescado. Los desperdicios los guardamos para los gatos o para los perros callejeros que han perdido a sus familias. Escuchamos los maullidos y los ladridos durante horas. Los animales también están asustados y tienen hambre. Les resulta difícil conseguir algo que comer en una ciudad en la que cada día quedan menos alimentos. El crío quiere que adoptemos a alguno. Dice que le da igual si es un perro o un gato. Yo no soportaría más responsabilidades. Tengo suficiente con cuidar de Antón.

Comprendo que para él la soledad y esta inactividad son muy duras. Nos pasamos los días con las persianas bajadas para que los soldados enemigos no sepan si hay gente en nuestra casa. Por la noche, el alcalde prohíbe que encendamos la luz, debemos evitar ser el blanco de los bombardeos. La mitad del tiempo permanecemos en el pasillo interior, donde Antón puede hacer los deberes en la tableta y yo leer en mi móvil las pocas noticias a las que tenemos acceso la población. El contacto con familiares y amigos cada día es más difícil. El aislamiento y el miedo me vuelven aún más débil e insegura. ¿Quién no va a tener miedo al ruido de los disparos y de las bombas? Por desgracia, protagonizamos una película de terror que no tendrá un buen final. Cada vez hay más barricadas, más sacos, más trincheras en las calles. También más horror, más nervios e incertidumbre entre la escasa población que permanecemos en la ciudad. La mayoría de la gente vive oculta, sin atreverse a pisar las calles. Nosotros, lo poco que nos arriesgamos a salir, lo hacemos apresurados, sin ganas de coincidir con conocidos; procuramos estar el menor tiempo posible en el exterior. Cuando trabajaba de recepcionista en el hotel Ibis, era muy sociable: me encantaba el trato con la gente. Ya ni me molesto en visitar a las vecinas para saber si siguen bien. Supongo que si me necesitan vendrán a buscarme. Tampoco me arreglo. He perdido mucho peso; toda la ropa bonita y cara me queda enorme. Uso jerséis y pantalones cómodos que me permiten la libertad de movimientos. Y el abrigo marrón en el que cabemos dos igual que yo y me resulta tan útil para ocultar la comida debajo del recio paño. Esta noche será muy larga: se escuchan explosiones desde el atardecer.

 

A medianoche, los violentos golpes en la puerta de la calle nos despiertan. Grito “Vasyl” y corro a abrir. Me encuentro frente a dos hombres vestidos de militares, con pasamontañas. En un primer momento, desconozco si pertenecen a nuestro ejército o al ejército ruso. Debo apoyarme en el marco de la puerta para no derrumbarme; temo que hayan venido a comunicarme que mi marido ha muerto. Hablan en ucraniano. Al más alto lo reconozco por la voz, es uno de los vecinos de los pisos altos. El de menor estatura se limita a darme órdenes: “Recoge lo imprescindible y baja a la calle en quince minutos. Vamos a abandonar la ciudad antes de que los rusos la tomen en un par de horas. A su llegada, encontrarán una ciudad fantasma. No debe quedar nadie”. En un primer momento, incapaz de reaccionar, enmudezco. Enseguida, recobro las fuerzas y me niego a hacer lo que me pide. Discuto con el que parece de mayor graduación: “¡No creerás que voy a marcharme ahora! Si hubiese querido huir, lo habría hecho hace dos meses. Me quedo en mi casa, con mi hijo. Si llegan los rusos, aquí estaré. No voy a huir”. El alto me agarra del brazo con delicadeza. Habla pegado a mi rostro. Huelo su aliento que apesta a tabaco y a alcohol. Trata de hacerme razonar como si fuese una niña: “Elisabeth, no tendrás ninguna posibilidad de sobrevivir si todos nos marchamos. No huimos. Vamos a una ciudad del sur, que aún resiste, con un objetivo concreto que, por ahora, no puedo adelantarte”. Reconozco que no tengo alternativa y asiento. Bajaremos en unos minutos. Entro a tranquilizar a Antón y a contarle los planes. En una mochila pequeña, meto lo imprescindible: la documentación, las tarjetas y el dinero, los móviles, la tableta, el botiquín y algunos medicamentos. En otra más amplia, guardo la ropa y algo de comida para un par de días. Nos sentamos en el sofá un momento, necesito tranquilizarme antes de bajar a la calle.

Mi niño no ha pronunciado ni una sola palabra desde que dejamos nuestra casa.

En la carretera delante del portal, un pelotón de hombres armados da instrucciones a los que nos acercamos. Nos reparten en grupos. Debemos caminar hasta el camión que nos trasladará al sur. La cara de espanto con la que mi hijo observa lo que sucede a nuestro alrededor me hace dudar de nuevo. ¿Cómo sé si hago lo correcto? Los vecinos de los bloques contiguos iremos en el mismo camión. Eso me infunde seguridad. Miro las ventanas de mi casa, con las persianas bajadas, por si no regreso y es el último día que estoy aquí.

Caminamos en grupo durante media hora, como acostumbramos: deprisa, con la mirada al frente y la cabeza baja. En el remolque del camión viajamos hacinados. La mayoría somos mujeres y niños pequeños. A los ancianos no les han obligado a desplazarse tan lejos como a nosotros; los camiones han acudido a recogerlos. El frío de la noche se mete en los huesos. Mi niño no ha pronunciado ni una sola palabra desde que dejamos nuestra casa. Otros críos consiguen dormirse vencidos por el cansancio; Antón no quiere perderse detalle.

 

Dos horas después de partir, el camión se detiene en una enorme explanada. En cuanto bajamos, se marcha. Comprobamos que allí hay cientos de personas agolpadas. Tres militares, que han hecho el viaje con nosotros, nos guían hasta la entrada de la ciudad. Las calles están ocupadas por ucranianos sentados en el suelo. A mi grupo nos ordenan que nos sentemos en cualquier hueco. Unas personas vestidas de blanco nos entregan camisetas, guantes y gorros de lana también de color blanco. Nos piden que nos pongamos las prendas encima de nuestra ropa. Todos aguardaremos al ejército ruso vestidos de blanco. Varias mujeres reparten cartulinas, también blancas, en las que debemos escribir en rojo, con letras grandes, la palabra paz. Un hombre corpulento, vestido de civil, se sube al techo de un coche. Empuña un megáfono para hacerse oír entre la multitud. Anuncia que recibiremos a las tropas rusas en silencio. Nadie se levantará del suelo, da igual lo que suceda. No debemos parecer hostiles. Nuestras únicas armas son la ropa blanca y la palabra paz bien visible. Levantaremos los carteles por encima de las cabezas para dejar claro que lo único que queremos es: “La paz. La paz”. Grita repetidas veces. Algunas voces se unen al hombre corpulento, de manera tímida al principio, hasta que la totalidad de la multitud ahí reunida terminamos gritando: “Paz. Paz”. A continuación, un representante de la prensa internacional asegura que la entrada de las tropas rusas será retransmitida en directo a todo el mundo. Ignoramos nuestro futuro, pero confiamos en que no asesinarán a miles de personas en directo. Nos preparamos para pasar la noche en una ciudad desconocida. Las bajas temperaturas harán muy larga la espera a la intemperie. Abrazo a Antón y lo veo llorar después de mucho tiempo.

Mañana será un nuevo día; el día en el que los ucranianos esperaremos a los tanques rusos vestidos de blanco, sentados en el suelo, desarmados. Con nuestros nombres escritos en el pecho; portando enormes pancartas con las que exigiremos que nos devuelvan la paz que nos robaron hace meses. Mañana podríamos morir todos. Mañana podríamos empezar a vivir de nuevo en paz.

María Caballero
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