
Este texto forma parte de la antología publicada por Letralia el 20 de mayo de 2020 en su 24º aniversario
Desde hace más de treinta años él va conservando casi todo lo que consigue. Usa habitualmente cuatro camisas, dos pantalones y dos o tres pares de zapatos casuales. Cuando están demasiado gastados, con los bordes exteriores deshilachados, la tela volviéndose casi una tramita, las suelas imposibles de soportar más reparaciones, el semicuero descascarado, va y compra otras prendas. Ciertamente, a veces se permite mirar en el gran armario que hizo construir cuando sus tesoros comenzaron a ser excesivos para el que tenía al principio, y busca allí lo más modesto que tenga para sustituirlas. Cuando cambió el armario también decidió convertir la habitación conyugal en su cuarto, con el pretexto de que necesitaba intimidad para sus oraciones, y exilió a la esposa a una de las habitaciones ya dejadas por los hijos que se habían ido. Se refugió entonces en ese espacio, que cierra siempre con doble cerradura. Sus tesoros son los regalos que ha recibido de sus hijos, de sus hermanos en Cristo, de sus parientes: le encanta abrir los paquetes, mirar con deleite lo que contienen y luego volver a cerrarlos, empaquetados como si jamás hubieran sido abiertos. De cuando en cuando se permite revisarlos otra vez, encontrándoles peculiaridades renovadas. Ha terminado por organizarlos no por fecha sino por características. Es decir, prendas de vestir y calzados, libros y cuadernos, perfumes y artículos como peines y cortaúñas, y varios o misceláneos, como también se dice. En este aparte guarda sus notas y certificados de estudio, sus diplomas y nombramientos, las placas doradas que le han entregado y cuyos textos relee en voz alta, escuchándose. Los halagos verbales los almacena en su enorme memoria personal, en su bien organizada cabeza donde ya comienza a prolongarse la frente. Alguna gente le dice que eso no debe ser. Que es una obsesión. Que morirá sin haber disfrutado algo de lo que ha cosechado. Su esposa, en momentos de crisis familiares, ha amenazado con sacar todo y quemarlo. De allí la necesidad de cerrar su cuarto. Para resguardarlo. También tiene monedas y billetes de diferentes países, de esos lugares que, ahora lo sabe, en la frontera de la ancianidad, jamás visitará. Y tiene postales de viajeros y recortes de periódicos aunque lo nombren tangencialmente. Él es el pastor de su grey, aunque ésta sea pequeña manadita en un suburbio rural. Pero en ella es poderoso y puede mencionar sin causar estupor que tiene un armario lleno de cosas que ha juntado desde hace más de treinta años. A veces, se ha enamorado. Las escoge mujeres solas o viudas y las alienta con verbo encendido y mantiene apasionados romances. Y ellas responden dándole obsequios que él agradece con efusión. Pero siempre surge algo que le impide llegar al final y todo se queda en masturbaciones más o menos satisfactorias, de parte y parte. Y en los recuerdos, que él rememora cuidadosamente en los ocios. Sin demasiado drama. Sin tragedia. Una de aquellas mujeres, que lo había impresionado un poco más que otras, le dijo que se le entregaría si sacaba todo del armario y hacía una venta de garaje, lo que lo decepcionó. Ella demostró su mezquindad, lo poco que apreciaba lo que él amaba. Quizás ella lo hizo adrede. Ahora, con la peste, su universo se ha reducido. No puede oficiar, su rebañito también se encerró en aislados apriscos. Y él se quedó allí: primero circunscrito a su patio. Luego, a un rincón de su patio. A continuación, al umbral de la puerta trasera. Y finalmente, a su habitación apartada por cerraduras que no se pueden trasponer. Una sobrina se ha impuesto la tarea de llevarle los alimentos. Siempre en platos y vasos desechables, los deja en su puerta. Siempre enmascarada. Su esposa se refugió en la casa de una de sus hijas, en otro pueblo. Al principio se alegró de la descarga que eso significaba. Ella alegó que él podía ser un foco de contagio familiar debido a sus males del pecho. Esos pasaron hace tiempo, pero quedaron estigma y cicatrices. Inexorablemente, él siente que la peste lo empuja hasta que no pueda ocupar más que una superficie limitada a las dimensiones estrictas del sepulcro. Por eso se ha dado a la tarea de hacer inventario de sus tesoros. Los saca de sus envoltorios, algunos de los cuales están descoloridos por el paso de los años. Los mira, deleitándose en los detalles, que ahora va anotando en ese cuaderno de tapas anaranjadas que siempre ha apreciado, regalo de una mujer que lo amó, y luego los vuelve a empaquetar amorosamente y los coloca en el mismo sitio que estaban ocupando. Lleva ya cinco días en esa tarea: de ocho de la mañana a cinco de la tarde, como si fuera un trabajo. De cinco a ocho de la mañana, hace sus oraciones, se baña y se viste con cuidado. De cinco de la tarde a nueve de la noche, lee las Escrituras y prepara las predicaciones que dirá cuando la peste termine. Las escribe en un cuaderno viejo que usa hace tres años y que va llenando con su letra menudita. Luego, se baña y se acuesta para tratar de dormir. A veces, lo consigue y tiene sueños raros: sueños de maletas que abre y encuentra en ellas un hato de ropas desordenadas. Sueños del Ángel de la Muerte, que llega atravesando sus sembradíos de mandarina, resecos ahora. O sueña con las manadas de caballos que veía en su infancia tan lejana, cuando era huérfano y esclavo de tíos abusivos. Y luego, todos aquellos caballos murieron de peste. Y él pudo escaparse y llegar a la ciudad y conmover a una cocinera rozagante que lo alimentó y le dio una de sus numerosas hijas como esposa y le dejó una pequeña herencia y por ella él aceptó al Señor y por la herencia llegó a ser pastor. Eso lo sabe. No le permiten olvidarlo. Desde hace cinco días apenas come. Se justifica diciendo que ayuna, aunque la verdad es que repugna toda comida, hasta el olor a comida, y siente náuseas. O tal vez es cierto. Lo que sí le da es mucha sed. Le duelen los músculos. Se le aprieta el resuello. Tiene fiebre.
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