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Las moscas en la ventana

domingo 10 de enero de 2021
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Las moscas en la ventana, por Claudia Huerta Ramírez • Taller de Cuento de Letralia: Antología Nº 1
El tenaz zumbido de los insectos la sacó del sopor de los recuerdos.

Taller de Cuento de Letralia: Antología Nº 1

Este texto forma parte de la antología publicada el 10 de enero de 2021 con textos de 15 autores que cursaron el Taller de Cuento de Letralia

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La repulsión por las moscas la seguía desde que era pequeña. Sin madre, estuvo a cargo de su padre a quien los sábados por la mañana acompañaba al rastro a trabajar. Su padre mataba cerdos. Juana se admiraba de la maestría con la que “el matador”, como todos lo conocían, manejaba el cuchillo y les atravesaba las costillas para llegar directo al corazón, y con la fuerza de sus brazos los colgaba en el gancho para que terminaran por desangrarse y poder abrirlos en canal para sacar las vísceras; mientras tanto, padre e hija eran rodeados por nubes de moscas que se les pegaban en la cara, en la cabeza y, en un descuido, hasta el interior de la boca iban a dar. Juana nunca se acostumbró a esas asquerosas nubes negras que se le pegaban como una segunda piel.

El tenaz zumbido de los insectos la sacó del sopor de los recuerdos. Aquellas nubes negras de incesantes dípteros se estrellaban en el vidrio de la ventana de su alcoba y movían las cortinas blancas simulando el poco viento de verano. Juana intuía que buscaban una salida de aquel infierno. Ya tendría tiempo para matarlas, una por una, porque de ahí no saldrían vivas.

Rendida, se recostó sobre el lecho revuelto y se puso a dar vueltas en toda la cama regodeándose a sus anchas en aquel pantano formado por ríos de sangre entre blancas sábanas.

Ya sabe lo que le espera. Él le ordena que se quite la ropa mientras que con su mano violenta juega con su flácido sexo.

Tanto olor, tanta luz y tanta cama la sumergieron en un profundo sueño. Roncó a plenitud, sin tiempo, sin preocupaciones. Cruzó de manera fluida la línea del mundo que la separaba de los muertos y de las pesadillas.

Él prueba la comida que ella le ha servido y en una arcada la escupe con repugnancia sobre su plato. Cabreado, lo avienta al suelo desparramando el contenido. La insulta por ser una pendeja que no sirve para nada. Ella se agacha a levantar el plato y él aprovecha para poner las manos sobre la nuca de su mujer y obligarla a comerse el guiso que yace sobre el piso.

Cansado de la torpeza de Juana sube su indignación hacia la alcoba. Ella se queda limpiando los restos de su dignidad. A los pocos minutos él la llama a gritos desde la recámara. Ella acude fastidiada. Ya sabe lo que le espera. Él le ordena que se quite la ropa mientras que con su mano violenta juega con su flácido sexo. Ella no accede y lo mira retadora. Encabritado, la agarra de los cabellos y con fuerza la postra sobre la cama para propinarle una tanda de golpes por el rechazo hasta reventarle el rostro. La sangre que le inunda la cara la enardece, logra meter su mano por debajo de la almohada para agarrar del mango el cuchillo afilado…

El sonido cercano de una sirena la despertó como un hacha. Sobresaltada se incorporó sudorosa y asustada. Se dio cuenta de que estaba soñando. No había nada que temer. No hace drama.

Cuando se sintió lúcida y segura, pensó en toda la faena que le esperaba.

En el cuarto del baño se quitó con parsimonia el camisón manchado de rojo. Acercó su cara al espejo y observó detenidamente las heridas abiertas de su rostro, así como los surcos negros alrededor de sus ojos, se sentía más bella que la Catrina. Se echó a reír con ganas, se animó su ahora libre espíritu.

Abrió el grifo de la ducha. El agua inundó el cuarto blanco con su aliento caliente. El líquido ardiente recorrió su cuerpo. Ella no se movía, las gotas la golpearon como un látigo con el que liberó todo lo que tenía aprisionado. Se quedó ahí por un largo tiempo, con la frente prendida en el azulejo, penitente.

Cuando salió del riego, el olor a tejido muerto que impregnaba su cuerpo se había evaporado.

Ató su negra y larga cabellera.

Bajó a la cocina acompañada del crujido lastimoso de la madera que se delataba como testigo de un cuerpo arrastrado sobre sus vetas.

Con los brazos en jarra, suspiró al ver todo el caos en el que se había convertido la cocina.

Manchas por todos lados. El bote de la basura indigesto con larvas, vísceras y resto de huesos. La estancia vomitó un olor metálico. La sangre de la carne despedazada sobre la mesa se escurría atropellada, precipitada. Era lo malo de la carne fresca. Tan extravagante. Tan puberta.

A través del flujo de sus entrañas el encono la poseyó y reconoció la violencia de los golpes que le propinaba la bestia con la que vivía.

El tejido sanguíneo seco sobre los mosaicos de su cocina no la sorprendió. Al contrario, fastidiada, se lamentó por no haber tenido el necesario cuidado e ir limpiando conforme las entrañas volaban como candentes fuegos artificiales. Sabía que era más laborioso limpiar lo que ya está seco y encostrado que lo que profiere la herida nueva.

Se sintió aprisionada, no había un lugar libre para deambular en el reducido espacio, ni un área despejada por donde pasar sin hollar y no mancharse, y mucho menos, una zona desocupada para preparar la carne destazada para poder congelarla, y esas moscas que minuto a minuto aumentaban el grosor de aquella tormenta.

Con el antecodo barrió todo lo que habitaba en la barra de la cocina. Las cosas cayeron con estrépito al suelo ensangrentado salpicando todo a su paso. Entre los escombros buscó grandes bolsas de plástico negro, el cuchillo de carnicero y el rodillo de panadero.

Con el rodillo de panadero comenzó a magullar, uno por uno, los pedazos de carne, sintió sus manos ardientes y la ira que se apoderó de sus sentidos. Golpeó la carne, una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez, a través del flujo de sus entrañas el encono la poseyó y reconoció la violencia de los golpes que le propinaba la bestia con la que vivía. La rabia la abrasó. Sus ojos se desorbitaron por la explosión de sus venas ante tal esfuerzo. No pensó en nada más. Se ofuscó y golpeó con mayor fuerza la carne una y otra vez, una y otra vez. No escuchó el llamado a su puerta.

Con sus pulmones lacerados emitió un grito como si saliera de las mismas entrañas de la tierra al hacer erupción. Los golpes no se calmaban en su puerta.

Soltó el rodillo. Cayó hincada, fatigada. Se puso a llorar entre charcos de sangre y odio. Se sentía asqueada.

Tiraron su puerta con furia. Entraron a su lugar gente desconocida: cuatro uniformados y dos o tres vecinos que nunca la habían visitado.

Se quedaron inmóviles ante el grotesco escenario. En la esquina se escuchó un estómago que vaciaba su contenido.

Una vez que los unificados superaron su repulsión, le echaron encima un trapo viejo que apenas tapó su cuerpo sanguinolento. La sometieron a jalones y la subieron a la patrulla ante la mirada incrédula de quienes la veían.

Por la ventana del auto, Juana observó una nube negra que abandonaba su casa.

 

Claudia Huerta Ramírez

Claudia Huerta Ramírez

Autora mexicana. Es bióloga de profesión. Divulgadora de la ciencia y la lectura.

Claudia Huerta Ramírez
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