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Los parientes

domingo 10 de enero de 2021
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Los parientes, por Lidieth Mejía • Taller de Cuento de Letralia: Antología Nº 1
Nos miramos y reconocimos nuestros gestos, y la voz que sonaba al unísono con los cambios que acompañan nuestras edades. Fotografía: Thomas Eakins (1883) • Museo Metropolitano de Arte de Nueva York

Taller de Cuento de Letralia: Antología Nº 1

Este texto forma parte de la antología publicada el 10 de enero de 2021 con textos de 15 autores que cursaron el Taller de Cuento de Letralia

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Habitamos en un pequeño caserío entre montañas de trayectos sinuosos y ríos que desbordan sus ansias al son de la lluvia impetuosa. La noche se comparte al grito de la luna, la tonada triste o la risa callada del amanecer.

Mi madre es pequeña de estatura, de piel cobriza, su cabello de color negro se entreteje al son de sus manos, que lo extienden hasta la profundidad de su ancha cintura, y su vientre revolotea agrietado y voluminoso. Ella aún alberga la brillantez y la magia vespertina de los cielos despejados, que matizan los tonos azules y anaranjados que arropan al verde sobre los huertos desolados. Se mueve alegre y curiosa en sus horas de mujer sobre el volcán cautivo de su nuevo marido. Él llegó a casa y ocupó la cama en el espacio de mi padre. Se reforzó la división entre los cuartos con cortinas y tablones. No hubo más días de licor y gritos, se extinguieron las amenazas y las furtivas idas por comida y ungüentos hacia donde la abuela. Mientras mi madre nos pedía callar y huía temblorosa hacia el fogón conmigo entre sus brazos. Y mis hermanas detrás intentaban evadir el roce lujurioso y violento de mi padre. El tiempo se sobrepuso y ellas actúan en fraternidad con la ira, la angustia y la frustración recargada al ver el rostro de sus hijos. Uno de ellos, el primogénito, yace en un catre en casa de mi abuela. Nació cuando Sara tenía catorce años. Fue una noche rara, vi salir la cabeza del bebé mientras me encontraba atado al borde de la bata de mi mamá. En ese momento aún no teníamos luz eléctrica, las velas y las lámparas de kerosene iluminaron el cuarto. Las luciérnagas no quisieron estar, ni la luna llegó a cantar. Sólo el viento bravío rugió y acompañó el aullido estridente de Sara cuando al fin parió. Al amanecer apareció papá con la mirada torpe y el brazo roto. No habló, no gritó, no peleó. A ritmo cansado dio unos pasos y llegó hasta el cuello de Sara y ella no se movió. Sus ojos se cerraron y una mueca de dolor se desdibujó sobre su rostro mientras acomodaba al bebé para amamantarlo.

Catalina también se preñó, al andar detrás del mulero que aparecía algunas veces por estas áreas en son de tambor y guaro.

Al día siguiente el bebé casi no lloraba y no mamaba la teta de su madre. Ella lo miraba sin salpicar ningún afecto. En medio del alboroto por la angustia de la partera y la abuela se lo llevaron al hospital. Se inició el trayecto por el camino lodoso que tomaba cuatro horas hasta alcanzar la carretera principal.

Después de varios meses en una mañana soleada llegó a casa el hijo de mi hermana. No hubo emoción, sólo lamentos y un gran enojo podrido surgió desde la voz de mi padre. Las súplicas nocturnas y pausadas de mi madre que albergaban la muerte de Lucindo no sucedieron.

Catalina también se preñó, al andar detrás del mulero que aparecía algunas veces por estas áreas en son de tambor y guaro. Ante la amenaza de mi madre al conocer sobre su estado ella fue atendida en el hospital y le hicieron una cesárea. Ellos no regresaron al caserío, se quedaron en el pueblo porque una tía del padre de su bebé se hizo cargo del cuidado y evitó la denuncia contra su sobrino mayor de edad que tuvo sexo con mi hermana Catalina.

Sara siguió el rumbo despojada de alegrías, se fue de casa y vagó entre las cantinas y oficios domésticos.

Lucindo llegó a su catre en casa de la abuela y permanece allí desde hace trece años. Rígido y con tono ocre en su musicalidad ausente, y se alimenta por el tubo del estómago, donde se vierten tés y leche o algún jugo de fruta. Las llagas sobre su piel emaciada se cubren con sábila y vaselina. La abuela se encarga y, a veces, pide mi ayuda.

Crecí protegido por los cuidados de mi madre; ella se adelanta a todas mis preocupaciones y se esfuerza en hacer cumplir a mi padre los gastos que genero. Cuando nos encontramos, él reclama su dinero y me lanza un manotazo. Sin embargo, mis hermanas casi no me hablan y no nos visitan. Hace unos días vino con nosotros Elías, el hijo mayor de Catalina; nos llevamos un par de años entre nosotros. Llegó al atardecer a casa de la abuela y allí lo encontré. Se veía ansioso, temeroso y además preocupado. Nos sentamos a la mesa y probamos el bocado rutinario que emergía del fogón de la abuela: avena de hojuelas grandes y toscas, entibiadas con aroma en almíbar y escasas rajas de canela, con un toque de leche cuajada y a un lado del tazón una michita de pan. Las sonrisas tenues afloraron y los pasos en murmullos de la abuela se disiparon.

Nos miramos y reconocimos nuestros gestos, y la voz que sonaba al unísono con los cambios que acompañan nuestras edades. Sucumbimos al abrazo fraterno y asfixiante de nuestro origen y el atardecer húmedo y la llovizna suave arrastraron los recuerdos. Él prefirió callar y sus pasos avanzaron sin mirar.

 

Lidieth Mejía

Lidieth Mejía

Escritora panameña (Santiago de Veraguas). Es pediatra de profesión.

Lidieth Mejía
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