
Urbana. 27 años de Letralia
Este texto forma parte de la antología publicada por Letralia el 20 de mayo de 2023 en su 27º aniversario
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“Necesariamente, los personajes se parecen a su autor”.
François Truffaut
Núñez, Ciudad de Buenos Aires. Invierno de 2022
Los domingos suelen ser apacibles en la ciudad. Ausente el ajetreo de los días laborables toda ella gana en serenidad. Las veredas despobladas parecen sin embargo extrañar esas multitudes apuradas que circulan por ellas en cualquier dirección. Las calles en cambio disfrutan descansando del pesado tráfico de vehículos inquietos que las recorren sin pausa. En general en un momento impreciso de la tarde, un manto de tristeza y angustia se va adueñando del ambiente. Los que no encuentran una salida efímera en las escapadas de fin de semana, las idas a los countries, el fútbol o las series de Netflix, en algún momento comienzan a sentir la presión del encierro en sus departamentos y se aventuran a las calles abandonadas escapando de esa nube de angustia invisible que sobrevuela el espacio urbano.
Justamente esa tarde de domingo Manuel buscó una salida. Agarró su computadora portátil, guardó la billetera en el bolsillo del jean y se dispuso a salir para tomar un café mientras escribía. Antes aprovechaba a leer los diarios dominicales, más sustanciosos que los de la semana, en algún bar. Pero pasada la pandemia, al reabrir los negocios, volvieron los cafés, las facturas, las azucareras de vidrio y los edulcorantes artificiales, pero los diarios nunca más retornaron. Una de las tantas víctimas del encierro al amparo de la siempre loable tarea de bajar costos. Pese a ello continuó yendo a los bares para escribir con la excusa de tomar un café, pocos lugares hay más apropiados para hilvanar historias. Últimamente no iba a las confiterías cercanas a su casa, en el centro de Villa Urquiza. La zona se había puesto de moda. Palermizado, como solían decir. Los viejos bares adoptaron un aire demasiado posmoderno, plagado de cafés de especialidad, iced cofee, té en hebras, pastelería vegana, masa madre, brunchs con diversas composiciones y limonada o jugos naturales, consumidos por grupos humanos, en general mucho más jóvenes que él y a su gusto en extremo ruidosos. No se sentía cómodo en esos espacios vidriados, impersonales, sin paredes donde colgar una camiseta de fútbol encuadrada, la foto de un pesaje del caballo ganador o una vieja publicidad de Cinzano. Huyendo de esos reductos redescubrió un viejo barcito improvisado en la panadería a la que iba a comprar el pan cuando era niño. Estaba a unas cincuenta cuadras de su vivienda actual y era una excusa más para estar “siempre volviendo” a su viejo barrio de Núñez. Era esta una costumbre que no se destacaba por su comodidad, todo lo contrario. Tenía que armarse de paciencia para esperar el colectivo que lo dejaba cerca y que los fines de semana circulaban, como casi todo el transporte público, con un cronograma de servicios limitado. La idea del Ministerio de Transporte parece ser la de facilitarle a la gente la ida al trabajo; el tiempo libre ya no es asunto de interés público. Que en los feriados se muevan por la ciudad los dueños de vehículos.
Se ubicó en la última mesa doble sobre la vidriera para poder ver el tránsito en su calle Arcos.
Cerró con cuidado la puerta del departamento y salió a la calle, amada y odiada a la vez. Se topó con un poco más de gente de la que esperaba encontrar. Cruzó las dos avenidas y se puso a esperar el colectivo de la línea 133 en dirección a Puente Saavedra. Un cuarto de hora después apareció uno sin muchos pasajeros a bordo, de modo que pudo sentarse. Bajó en Manuela Pedraza y caminó en dirección al río, hacia la estación Núñez, tan remodelada que las personas mayores no pueden ir del Bajo al Alto como era común, ya que un nuevo túnel por debajo de las vías eliminó no solamente las barreras sino también el paso peatonal a nivel. La frontera barrial histórica sólo puede atravesarse por un pasadizo de escaleras que requiere buena salud para hacerlo y de noche un alto grado de valor. El anciano que quedó del lado de Cabildo ni sueñe con ir para la zona de Libertador a menos que un pariente con auto lo cruce. Una cuadra antes de llegar a la estación, en la cuadra de su casa natal estaba, como hacía casi cien años, La Unión, la panadería de su infancia. En todo ese tiempo tuvo altibajos pero sobrevivió a todos los avatares de la economía argentina, que fueron muchos sin dudas. En los últimos años un grupo familiar la había adquirido agregando un pequeño bar y restaurante, al igual que habían hecho con dos panaderías cercanas que se encontraban a punto de cerrar y a las que lograron revitalizar a fuerza de precios razonables y buena mercadería. Se ubicó en la última mesa doble sobre la vidriera para poder ver el tránsito en su calle Arcos. En la mesa pequeña pegada al mostrador, como todos los días estaba terminando su café una señora bastante mayor a la que solía ver cada vez que iba al lugar. Abrió la computadora y se preparó para retomar el segundo capítulo de la novela que había comenzado a escribir algunas semanas atrás. Lo interrumpió la moza de la tarde, distribuyendo sobre una de las dos mesas, “lo de siempre”. El café con leche, más leche que café, con tres facturas, una de ellas de hojaldre con dulce de leche, una medialuna de manteca y un librito. La joven comentó algo acerca de la linda tarde soleada que se estaba perdiendo por tener que trabajar y se retiró hacia el sector de panadería.
Manuel comió con rapidez, en parte por la ansiedad de comenzar a escribir, pero también porque tenía hambre. Desde la mañana que no probaba bocado. Al terminar se corrió a la silla de al lado, bien pegado a la vidriera, disponiéndose a retomar su escritura del día anterior. Había pensado algunas escenas de ese segundo capítulo y quería transformarlas en palabras. Fue armando un esquema, escribía, borraba y volvía a escribir. Estaba inmerso en esa historia que en parte sucedía en ese barrio. Un tiempo después, no supo bien si fueron minutos u horas, algo le hizo levantar la vista de la pantalla. En la mesa doble frente a la suya estaba sentado un hombre de edad similar a la de él. Debería haber entrado al lugar un buen rato antes ya que en su mesa descansaba un pocillo de café vacío. Manuel no había escuchado nada, no se dio cuenta del momento en que el desconocido entró al bar, pidió el café y lo tomó, al parecer siempre observándolo como lo hacía en ese momento. Este hombre sentado justo frente suyo lo estaba mirando abiertamente. Inmóvil, serio, con expresión de enojo en el rostro. Era muy parecido a alguien conocido pero no pudo precisar a quién. Intentó sostenerle la mirada, pero no pudo, tuvo que bajar los ojos. En ese momento el sujeto se paró, era tan alto como él. Se acercó a su mesa y sin pedir permiso se sentó en la silla del lado opuesto. Quedaron cara a cara. Manuel cerró la computadora. Estaba descolocado, no creía que este sujeto lo fuera a robar, pero su actitud agresiva le causó cierto temor. Miró a los costados, la viejita de la mesa individual se había marchado y la moza no estaba en el mostrador, seguramente atendía algún cliente en el sector de panadería, a la entrada del local. Estaban solos.
Vos no me conocés. Pero te la pasás escribiendo y publicando cosas sobre mí. Sin ninguna autorización mía.
“Hace un tiempo que te estoy buscando”, dijo el visitante.
“Yo no lo conozco a usted”, contestó con voz titubeante Manuel.
“Justamente por eso. Vos no me conocés. Pero te la pasás escribiendo y publicando cosas sobre mí. Sin ninguna autorización mía. Nunca me viniste a buscar para preguntarme si yo quería que vos anduvieras por ahí contando mi vida”, dijo en voz alta el visitante.
Sus frases eran cortantes y el tono de voz muy áspero. Mientras hablaba no dejaba de mirarlo a los ojos a Manuel, que había adoptado una actitud corporal defensiva. Estaba algo pálido y se preguntaba quién era este loco que lo increpaba así y que parecía capaz de cualquier cosa. Por un momento le pareció que esos ojos verdes del desconocido eran los suyos.
“Te inventaste que vivías en mi casa acá en la esquina, que jugabas a la pelota con Marito Vales, Lorenzo y el resto de los pibes del barrio. Difundiste cosas que yo no quería que se supieran. Eso de que mi viejo me acompañó el primer día a la colimba porque yo tenía miedo o que con Morita arrugamos cuando íbamos a dar el golpe a los quinieleros de Martínez, por ejemplo. No le vaciamos la casa porque no somos ladrones. Yo no le tengo miedo a nada. ¡Me entendés! Inventaste que no me acuerdo de los nombres de los jockeys que jugaba o que se me confunden todos los líquidos cuando quiero lavar la ropa creyendo que es risueño. Y siempre poniendo mi nombre, Manuel esto, Manuel lo otro”. Se detuvo un momento para beber de un trago la soda del vasito que le había traído la moza de la tarde con el café con leche y él no había tocado.
“Para colmo hace un tiempo venís a este boliche y le decís a la gente que eras del barrio, que naciste acá. ¿Y quién te va a contradecir si no queda nadie de esa época excepto yo? Ah, y Norma que por algo ni te contestó el pedido de amistad en Facebook. Encima ahora estás escribiendo una novela con el tema del caballo en la niebla, ese viaje a La Plata, el Rodrigazo y la lucha con los compañeros para rajar al Brujo. Vos no sabés un carajo de lo que pasó en esos días y me vas a dejar pegado en asuntos que mejor olvidar”.
El hombre se levantó de la silla de golpe, apoyando sus dos manos abiertas sobre la mesa, que se movió levemente, y sin sacarle esos ojos tan conocidos de encima a Manuel continuó diciendo:
“Yo no estoy para darle consejos a nadie. Lo sabés bien. Pero te recomendaría que cambies de personaje. Inventate otra vida imaginaria y dejame a mí en paz. ¡Hay tantas cosas en este mundo sobre las que podés escribir!”.
El hombre se movió hasta el pasillo que se formaba entre las mesas, sacó un billete de doscientos pesos y lo dejó sobre la que había estado tomando su café. Volvió a mirarlo a Manuel y le dijo, en tono apacible, sonriendo por primera vez:
El tipo tomó por Arcos en dirección a su casa en la esquina con Campos Salles, como esas lejanas mañanas en las que la Vieja lo mandaba a comprar medio kilo de pan a La Unión.
“Vos que la sabés toda seguro te acordás de lo que le pasó al Nene en los monoblocks de Edison y Panamericana en esa época. Suelen pasar esos accidentes aún hoy. Hay cosas que no deben quedar por escrito”.
Hizo un gesto pasando su mano derecha por sus labios. Le dio la espalda y salió de la panadería. El tipo tomó por Arcos en dirección a su casa en la esquina con Campos Salles, como esas lejanas mañanas en las que la Vieja lo mandaba a comprar medio kilo de pan a La Unión. Manuel notó que caminaba igual que él.
Se quedó unos minutos sentado frente a la computadora cerrada mirando por la vidriera la calle desierta. Inmóvil, pensando. Cuando recompuso el ritmo respiratorio, sacó un billete de quinientos pesos y lo dejó sobre la mesa. Agarró su computadora y salió apresurado del lugar, sin saludar, como era habitual en él.
A la moza de la tarde le llamó la atención esa conducta de Manuel. Pensó que tal vez había discutido con ese cliente al que veía pasar con frecuencia por la calle pero que casi nunca venía al bar.
El capítulo segundo quedó reducido a ese esquema que al llegar a su casa tiró a la basura. La novela Un caballo en la niebla jamás se escribió. En Arcos y Campos Salles sigue funcionando la Parilla La Escondida; no vive nadie allí. Manuel dejó de concurrir a La Unión y de caminar por su viejo barrio. En ocasiones publica cuentos infantiles.