
Urbana. 27 años de Letralia
Este texto forma parte de la antología publicada por Letralia el 20 de mayo de 2023 en su 27º aniversario
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Hoy no es un buen día para dejar de fumar, se dice a la entrada del café, al quitarse los lentes oscuros, mirando hacia las mesas. Busca un sitio discreto, desde donde ver a los que llegan sin llamar la atención. Preferible, uno próximo al gran ventanal para, mientras espera, entretenerse con el paisaje de montaña y la vista de ciudad que le ha dado renombre a este negocio.
Dieciséis horas sin tocar un cigarrillo. Las ganas, lejos de desaparecer, se incrementan, y en el cuerpo hay sensaciones desagradables. Siente la garganta áspera, los ojos resecos, la boca pastosa, flema en las vías respiratorias.
Camina hacia el balcón, con la cabeza baja, como aprendiéndose los dibujos del piso de cerámica, pero observando cada detalle que lo circunda. Selecciona la esquina más distante. Desde allí puede precisar los movimientos de los empleados y de los clientes, o si alguien cruza la puerta.
Debió escoger otro día. Un período calmo.
Sólo otra de las cuatro mesas del balcón está ocupada. Dos amigas de mediana edad.
Unas vacaciones.
No uno como hoy.
Sólo otra de las cuatro mesas del balcón está ocupada. Dos amigas de mediana edad, en alegre plática, compartiendo una torta de fresas con crema chantillí.
Pone los lentes oscuros sobre el mantel de tela cruda, al lado del servilletero de gres, frente al jarrón con flores lavanda.
Se sienta sin hacer ruidos con la silla.
El sujeto llamó al celular. Pautaron el encuentro. Verificó referencias, que ninguna precaución excede.
Lo peor son las manos. Ese hormigueo. La inutilidad para ocupar el tiempo vacío. Sobran.
Juega con los lentes de sol: no es lo mismo.
De reojo, la ventana: te miro desde afuera, Ciudad.
El mesonero se acerca a ver si quiere pedir algo. Lo de costumbre, un café, incrementaría las ganas por un cigarrillo. Se pondría nervioso, inquieto, llamativo. Lo mejor es un jugo. Cítrico. Naranja o limón. O agua. O ambos.
El mesonero se aleja con la comanda y la resignación de quien sabe que nunca ganará la lotería: limonada frappé, agua sin gas.
Pero las manos…
Un cigarrillo para mantenerlas ocupadas. Mientras el mesonero va y viene. Mientras llega el sujeto.
Un taxi. Traje príncipe de Gales. Corbata azul oscuro. Demasiadas señas.
Procura relajarse. Respira hondo. Contiene el aire en los pulmones por largo rato. Tal como aconsejan.
Lo expulsa despacito. Por la boca.
En el ventanal: cae la montaña. Hacia el valle. Hacia…
Las manos. Este hormigueo.
Del interior de la chaqueta: un pequeño bloc, y el bolígrafo.
Te miro desde afuera, Ciudad; en los colores de la luz que cambia con el día y con los días, en el juego que hace en las hojas de los árboles y arbustos, matizando verdes a niveles innombrables.
No levanta los ojos hacia la puerta, pero la controla. Nadie más ha llegado. Aún no es tiempo para que las parejas o los grupos arriben para disfrutar del ocaso y tomarse la sugerida taza de chocolate caliente. Sólo han salido una señora mayor y alguien que puede ser su hija o su nuera. Antes de irse, compraron frascos de mermeladas y dos porciones de torta, para llevar.
En las formas de las nubes que recorren tu cielo, llueva o no, todo el año. En esta montaña que te cuida y te apretuja y te adorna y te acorrala, Ciudad. Esta montaña que se incendia en cada sequía, y florece cada invierno exacerbando alergias, enrojeciendo los ojos.
Nunca el mismo local. Ni la misma área. Ni la misma hora. Siempre lugares concurridos. Pocas palabras.
El mesonero regresa displicente con la limonada y el agua. Las ubica sobre sendas servilletas desechables. No hace comentarios.
Así debe ser. Que no recuerde ni su voz.
—Pongo las manos en el fuego por él —le afirmaron.
Nunca el mismo local. Ni la misma área. Ni la misma hora. Siempre lugares concurridos. Pocas palabras. Lo justo para los acuerdos.
Agita la limonada y la absorbe con cautela: le teme a esa sensación de frío extremo que a veces se sube hasta el tope del cráneo y es dolorosa y desesperante.
Las dos mujeres están chismorreando: ríen bajito y miran que no las vean. Toman vino blanco. La torta está avanzada. De sus esposos hablarán.
Desde anoche, y el deseo no mengua. Ni con el jugo, ni con el agua, ni con la respiración, ni con nada. Va y vuelve. Cada vez más demandante. En el carro tiene una cajetilla sin abrir, por si el cuerpo vence a la voluntad.
Cerca y ausente.
El bolígrafo sí le ocupa las manos, lo distrae mientras las frases fluyan y no tenga que pensar.
Te miro en tus mujeres bellas, siempre bellas a pesar de todo. En la rumba de los viernes y sábados. En la música múltiple, ubicua, pertinente y pertinaz. En los abrazos por el home run, por la carrera ganadora, por el hit de último minuto, por el cumpleaños feliz, por la graduación del hijo, por el matrimonio del ahijado, por el bautismo del sobrino, por la primera comunión de la prima. En la solidaridad del velorio y la tragedia. En tus cosas dignas y alegres.
No levanta la vista ni pierde detalle. Cuatro jóvenes, dos hombres y dos muchachas, con mullidas chaquetas de cuero, bluyines desteñidos y botas tachonadas, han entrado sosteniendo los cascos por las correas. Llevan guantes. Decide que sus motos son Harley Davidson o BMW plateadas con alforjas negras. Que se sentarán en la esquina opuesta del salón. Pedirán vino tinto chileno.
—Fuman —se dice en un susurro sin dejar de escribir, como hablándole al bloc—. Alguna marca americana… Los cuatro.
Le gustaría levantarse. Ir hasta ellos. Pedirles un cigarrillo…
¡Una estupidez!: llamar la atención.
Toma agua, directo de la botella plástica. Espera que el frescor del líquido suavice la garganta y diluya los fluidos y mucosidades que tiene, o siente que tiene, y le espante estos deseos que lo amenazan con claudicar y perder todo el esfuerzo de horas victoriosas.
En los niños que madrugan para ir a una escuela tan lejana, tan lejana, de la casa, Ciudad. En los empleados que transitan veinte horas entre el trabajo y el transporte, siempre colapsado.
No mira el reloj. El gesto podría denotar impaciencia, que alguien no ha cumplido, que lo dejaron plantado. Aun así, puede ver que faltan treinta y cinco minutos para la hora convenida.
Con el cigarrillo logra disminuir la tensión que lo ataca cuando se ponen necios o nerviosos y comienzan a tartamudear.
Sí. Es un mal día para dejar de fumar. Con el cigarrillo logra disminuir la tensión que lo ataca cuando se ponen necios o nerviosos y comienzan a tartamudear y provoca mandarlos para la mierda. Sabe que nunca debe alterarse, ni levantar la voz, ni hacer ningún movimiento que haga voltear a la gente por más necios o nerviosos que se pongan. Entonces toma el cigarrillo y lo golpea suave sobre la mesa para compactar el tabaco y con lentitud se lo lleva a la boca y lo enciende apenas con el calor de la proximidad de la llama. Aspira fuerte, y cierra los ojos, y expira el humo: una larga línea etérea que se expande hacia el cielo raso. Coloca el cigarrillo ordenadamente en el cenicero, haciendo equilibrio en el borde. Ya calmo, les dice con voz neutra:
—Esas son las condiciones.
Hoy no tiene ese recurso.
Los lentes, quizá, pero no es lo mismo.
La limonada prácticamente se ha deshecho, apenas queda algo de un líquido verde pálido en el fondo, y no quiere pedir otra.
La botella plástica de agua, no. Invita a apretarla. Un acto demasiado violento para su estilo.
Llevarse el bolígrafo a la boca, y morderlo, y jugar con él allí, sería aberrante, un desvarío. Un acto que aleja la confianza necesaria para el acuerdo.
En tus motorizados indomables, Ciudad, que bullen en zigzag por entre las rendijas que dejan los automóviles en las vías, ante tus semáforos descontrolados o inservibles.
Tiene la certeza de que el sujeto llegará quince minutos antes de lo pautado. Nervioso. La falta de costumbre. Exponerse a lo desconocido. La voz de la conciencia. El temor a las implicaciones. Al arrepentimiento.
Le gusta dejarlos un rato allí. En la entrada. Viendo hacia todas partes sin saber qué hacer. Con la duda de si ya está acá, o si no ha llegado, o si no vendrá.
Se toma ese tiempo para encender un nuevo cigarrillo, concluir el café, observar si hay movimientos, miradas, señas sospechosas en el ambiente: algún cómplice imprevisto, camuflándose entre los parroquianos o el personal.
Aprovecha para decidir si continúa. Si no hay riesgos extras. Si es confiable el sujeto. Hasta para evaluarlo financieramente y fijar la tarifa.
Sólo entonces, le hace un gesto indicando que está allí. Que es él. Que puede acercarse.
Si algo no cuadra, o no le gusta, enciende otro cigarrillo. Llama al mesonero. Ordena un nuevo café. Pide la cuenta.
En los barrotes de tus casas y apartamentos que van aprisionando a tus habitantes, Ciudad, en su búsqueda vana por sentirse seguros.
Las dos mujeres conversan cada vez más próximas. Alguna historia picante que debe ser compartida en voz muy baja para darle más sabor, para disfrutarla con malicia.
Ya tendría, por lo menos, tres cafés y ocho cigarrillos. Una pequeña sensación de triunfo. De tener el control. Le gusta ese sentimiento. Sin embargo…
Si te caes, te levantas. Una y otra vez.
Te contemplo, Ciudad, en tus manifestaciones inútiles por una vivienda, por un empleo, por la vida, por la luz, por el pan, por poder hablar, por poder gritar, por poder cantar; siempre aderezadas con bombas lacrimógenas y balas no tan de salva según los resultados forenses.
Desde afuera, Ciudad. En el tránsito incólume de tus autos estáticos y conductores aburridos. En tus huecos en el asfalto, tus alcantarillas destrozadas, tus grafitis ingeniosos.
El anochecer está próximo.
Más y más gente va llegando. Parejas. Grupos. Familias.
Ha cambiado el turno del servicio. Ahora son tres los mesoneros que atienden el salón.
Podría pedirles un café y una cajetilla, antes de que llegue.
Desde afuera, Ciudad. En el tránsito incólume de tus autos estáticos y conductores aburridos. En tus huecos en el asfalto, tus alcantarillas destrozadas, tus grafitis ingeniosos. En la multitud de vallas que invitan a una vida plácida no sé dónde, pero no aquí.
No mira el reloj.
No levanta los ojos hacia la puerta. Un taxi se ha detenido en la entrada.
Definitivamente es un pésimo día para dejar de fumar. Llegó. Nervioso, como era de esperarse. Diecisiete horas y media. Traje príncipe de Gales. Con lentes de sol. Las ganas, lejos de desaparecer, se profundizan. Corbata azul oscuro. Con un maletín. Un poco de agua. De ese resto de limonada diluida, insípida. En tus basuras amontonadas o dispersas en las calles, en los terrenos baldíos, en las aceras. Viendo hacia todas partes. Buscando. La cajetilla está en el automóvil y no va a comprar una nueva. Jugar con los lentes no es lo mismo. En la agresión cotidiana de los buhoneros y sus productos inverosímiles y sus discos y películas que le sonríen pícaros al eslogan “Dile no a la piratería”. Una sin abrir. Nuevecita. Por si acaso. En tus niños pordioseros, malabaristas de la calle, traficantes de mercaderías prohibidas, siempre prohibidas. Buscando. Con la duda de si ya está acá o si no ha llegado o si no vendrá. En los enfermos de sida, de diabetes, de cáncer, de… que no consiguen trabajo y exponen su miseria con carteles suplicantes de una limosna para cubrir un multimillonario tratamiento, imposible de cubrir con la mano extendida. Si te caes, te levantas. Una y otra vez. Llegó, y no se quita los lentes de sol ni ahora que la luz mengua dentro del local. Una pitadita dulce, profunda, que le calme y le devuelva el control. En los titulares de los periódicos de cada lunes, tus cientos de asesinatos del fin de semana. Tus violaciones. Tus secuestros exprés. Los cigarrillos tan lejos y tan cerca. Con su traje príncipe de Gales y la corbata azul oscuro. En los sobresaltos de los vecinos por algún robo, algún atraco. Siempre alguien herido o muerto, y la tragedia de una nueva familia a quien le cambió la vida en un segundo. Siempre la vida cambia en un segundo. Allí, de pie, en la entrada. Con su portafolio. Sus lentes de sol. Mirando. En tu burocracia, Ciudad. En la permisología incumplible. En las regulaciones de constante muda. En la podredumbre de tus funcionarios. En tus políticos descompuestos. En el abuso de tus policías. Hablarán del encargo. De los detalles. Del precio. De los lapsos. Las ganas por un cigarrillo arreciarán mientras divaga y tartamudea. Siempre divagan y tartamudean. Y, a lo mejor, no podrá controlarse. En los sicarios. En las venganzas. En los chanchullos. En las deudas pendientes. Sin esa pitada profunda, quizá se descomponga, y es hasta posible que levante la voz y lo mande para la mierda. No es muy elegante levantar la voz, mandarlo para la mierda. Llama la atención: las dos mujeres, el mesonero, los que sirven en la barra, las dos parejas de motorizados, todos los que han llegado después. En tus traficantes de drogas. En tus cambistas ilegales. En tus artífices de favores y especialistas del cabildeo. Se voltearían. Los verían. No se debe llamar la atención. Ni hacerse notorio. Ni que lo recuerden. Se niega a encender un cigarrillo más. No va a perder el esfuerzo, el sacrificio de estas horas. Traje príncipe de Gales. Corbata azul oscuro. Uno. Uno solito. Los motorizados tienen, podría pedirles; o buscar la cajetilla; o comprar una. Desde afuera, Ciudad, en tus… Lo dejará por un rato así, en la puerta, nervioso, angustiado, mirando para todas partes, aferrado al maletín; mientras respira hondo y se calma; antes de hacerle una seña y llamarlo. Siempre, siempre hay y habrá oportunidades, Ciudad. Su sabor dulce. Caerse y levantarse. O…
Al salir, siente el frío de la noche. La neblina, dueña del paisaje.
Tanteando, avanza hacia el automóvil. Desactiva la alarma.
Dos fogonazos de luz lo guían.
Al abrir la portezuela, sonríe satisfecho, Ciudad.
- De reojo - martes 30 de mayo de 2023
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