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La Cenicienta invisible

domingo 21 de mayo de 2023
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La Cenicienta invisible, por Ramón Ángel Acevedo Arce
Mujer bebiendo.

Urbana, antología digital por los 27 años de LetraliaUrbana. 27 años de Letralia
Este texto forma parte de la antología publicada por Letralia el 20 de mayo de 2023 en su 27º aniversario
Lee el libro completo aquí

“El turismo se reduce fundamentalmente al entretenimiento
de ir a ver lo que ha llegado a ser banal”.
Guy Debord, La sociedad del espectáculo.

No pocos han sido los escritores extranjeros que, sintiéndose cautivados por México, publicaron sus impresiones sobre diferentes comunidades de este gran país: Artaud sobre la sierra tarahumara, Lowry y Calvino sobre Oaxaca, Lawrence, Kerouac y Burroughs sobre Ciudad de México, Huxley sobre Tecate, y otros tantos más.

Ensenada, ciudad litoral del estado de Baja California, quedó acerbamente descrita en la pluma del poeta beat Lawrence Ferlinghetti en La noche mexicana. En su crónica de viaje del 24, 25 y 27 de octubre de 1961, no la dejó bien puesta, ni a sus calles, ni a sus olores, ni a sus comidas: “… todo ese tufo a comida de mierda aún está aquí…”. “Tres días aquí y ya no lo soporto. Me iré mañana. ¡Sucias calles de la Ciudad de Mierda! Es como morir; supongo que no hay escape, aunque la gente aquí se sonríe mutuamente de vez en vez y actúan como si tuviesen en alguna parte una esperanza secreta”.

La Ensenada de hoy, bien diferente a la de callejuelas polvorientas y de hedores penetrantes que descubrió Ferlinghetti desde su habitación del hotel Plaza hace ya más de sesenta años, posee, sin duda, evidentes atractivos naturales y turísticos. Sin embargo, en esta pequeña ciudad de no más de 550.000 habitantes (“un ranchito en donde todos se conocen”, según un poeta y amigo ensenadense), se reproducen, lo mismo que en cualquier urbe, los barrios oficiales y los barrios prohibidos, los personajes “respetables” y los personajes proscritos, los sueños consagrados y los sueños interdictos.

En efecto, entre terminales camioneras, pequeños talleres de sastre, llanteras, santerías, puestos de venta de tacos de barbacoa, carnitas de puerco y elotes asados, bazares de ropavejeros y libros de segunda mano, en medio de perros vagos husmeando desperdicios, entre burdeles y canciones que brotan como efluvios melancólicos desde oscuras cantinas, transcurre la vida anónima de numerosos personajes outsiders que el oleaje aséptico de la modernidad barrió de lo permitido y lo visible.

Fue en estos suburbios sombríos en donde pude ver el espectáculo descarnado y la verdadera vida de este puerto herido.

El vagabundo, el bolero, la prostituta, el borracho, el vaquero, el orate, los músicos callejeros, el yonqui, la modista, la peluquera del barrio, los viejos que subsisten vendiendo en las calles (el fotógrafo de instantáneas, el vendedor de palas, de dulces o de nieves), el migrante oaxaqueño cuyo American Dream quedó varado en este puerto y sobrevive ofreciendo baratijas, todos ellos transitan por las zonas de la intemperancia de El Bajío, Miramar y otros andurriales que prefieren evitar los americanos bien vestidos. Son estos los sectores que el turismo y las buenas conciencias ensenadenses desterraron de su imaginario, por considerarlos el fregadero de esta ciudad llamada, no sin razón, “la bella Cenicienta del Pacífico”.

Fue en estos suburbios sombríos en donde pude ver el espectáculo descarnado y la verdadera vida de este puerto herido. Durante varias semanas deambulé por sus callejuelas, hice fotografías, registré algunas notas y compartí con hombres y mujeres que muchos ciudadanos “probos” consideraran vagos o inservibles.

Durante mi segunda estadía en la ciudad, y en uno de estos barrios, fotografié a una viejecita pobre y rugosa que contemplaba un paisaje miserable tras los sucios cristales de una ventanilla, como evocando un sueño juvenil incumplido. Mientras escribo estas líneas, observo su rostro, calculo sus años, y la imagino joven veinteañera con alguna “esperanza secreta”, quizás cruzándose en una calle con aquel poeta güero, cuarentón y espigado (como sería Ferlinghetti por ese entonces), quizás siguiéndolo con su mirada, esa misma mirada que, sesenta años después, languidece inexorablemente en su fotografía… Me pregunto: ¿ella mira hacia afuera o adentro de sí misma? ¿En qué horizonte gris se quedaron empantanados sus sueños?

La Cenicienta invisible, por Ramón Ángel Acevedo Arce
Anciana tras una ventana.

Las últimas palabras del poeta en la crónica de marras fueron enfáticas y lapidarias: “Dejen que entre el océano y lo sepulte todo”. Me pregunto: ¿qué pensaba encontrar este escritor al visitar esta ciudad que le resultó insoportable? Desconfío que haya querido encontrar, en la frontera norte del México de los 60, ciudades pulcras y anodinas, o que buscara simplemente una “zona de ocio para ir a ver lo que se ha convertido en banal”, como fue definido el turismo de manera acertada por el francés Guy Debord. Desconfío, digo, porque esta actividad en aquellos años no era la gran industria que hoy conocemos y, ante todo, porque sus palabras contradicen la concepción de los beatniks, quienes concibieron el viaje como un aprendizaje casi místico-espiritual, y no como un mero itinerario hedonista sustentado en el entretenimiento y el placer.

Como fotógrafo y cronista puedo dar fe de que para conocer un lugar debemos empaparnos profundamente de aquello que registramos.

Aunque Baja California no quedó bien parada en la visión de Ferlinghetti (Tijuana y Mexicali tampoco se salvan de su crítica. De esta última dirá: “Otro pueblo polvoriento, simplemente peor”…), y aunque estemos tentados a desechar sus imprecaciones y jeremiadas como las de un típico turista burgués, su Noche mexicana, sin embargo, no es un libro insustancial. Prueba de ello son sus notas sobre Oaxaca y Mitla, en donde se involucra con estos parajes de manera sensible. Quizás su sentencia sobre Ensenada no debiera ser leída literalmente, sino como una suerte de hipérbole de su prosa poética escrita con un cierto espíritu de provocación y rebeldía, pues nadie efectivamente puede amar u odiar una ciudad en setenta y dos horas, que fue todo el tiempo que permaneció en ella. Su vacilación (que no alcanza a ser una palinodia), la deja entrever en estas palabras: “Atónito en la tierra del polvo. Si me quedara un rato quizá aprendería a amar esta tierra”.

Como fotógrafo y cronista puedo dar fe de que para conocer un lugar debemos empaparnos profundamente de aquello que registramos, deteniendo nuestra mirada en la entidad humilde de los seres y las cosas, pues, en rigor, sólo podemos amar aquello que conocemos y con lo que nos identificamos. Y aunque no es forzoso que tengamos que amar una ciudad aun conociéndola, no cabe duda que amamos nuestra condición de observadores-viajeros a todo trance, atentos y abiertos a nuevos horizontes, independientemente del polvo y los olores, de los kilómetros recorridos, del jergón donde reposemos nuestra osamenta, de las personas queribles o despreciables que nos crucemos, y de cuantas vicisitudes más nos depare el camino. Porque si hay algo que nos distingue de un turista, es el amor por lo que hacemos y la disposición a encontrar Belleza y Poesía en todo aquello que los demás consideran insignificante o deleznable, ensanchando así nuestros pulmones, expandiendo nuestra mirada hacia otras vidas posibles, enriqueciendo infinitamente con ellas nuestra manera de ver el mundo y de sentir.

Se comprenderá, entonces, que mis impresiones sobre Ensenada difieren con mucho de las escritas por Ferlinghetti (al que no por ello dejo de admirar). A esta ciudad que me acogió amistosamente, y en gratitud a todos aquellos hombres y mujeres desdeñados que me permitieron conocer el rostro oculto de esta Cenicienta herida, yo digo: “Dejen que entre la luz y que ilumine lo invisible”, pues, como ya sabemos, del consumo de lo visible y de lo banal, el turismo, la publicidad y los mass-media se encargan demasiado, y con las intenciones que todos conocemos.


La Cenicienta invisible, por Ramón Ángel Acevedo Arce
Mujer con bolso.

La Cenicienta invisible, por Ramón Ángel Acevedo Arce
Vendedor de libros usados.

La Cenicienta invisible, por Ramón Ángel Acevedo Arce
Vagabundo.

La Cenicienta invisible, por Ramón Ángel Acevedo Arce
Vendedor de paletas.

La Cenicienta invisible, por Ramón Ángel Acevedo Arce
Fotógrafo callejero.

La Cenicienta invisible, por Ramón Ángel Acevedo Arce
Vendedor de palas.

La Cenicienta invisible, por Ramón Ángel Acevedo Arce
Ranchero en una terminal camionera.

La Cenicienta invisible, por Ramón Ángel Acevedo Arce
Operario de una llantera.

La Cenicienta invisible, por Ramón Ángel Acevedo Arce
Vendedora de revistas.

La Cenicienta invisible, por Ramón Ángel Acevedo Arce
Santería.

La Cenicienta invisible, por Ramón Ángel Acevedo Arce
Joven yonqui.

La Cenicienta invisible, por Ramón Ángel Acevedo Arce
Ranchero con sombra.

La Cenicienta invisible, por Ramón Ángel Acevedo Arce
Love México.
Ramón Ángel Acevedo Arce
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Comentarios (3)

Excelente. Me encanta como el desencuentro puede dejarnos plantados en los vericuetos y callejas de una ciudad como en medio de los versos desenfadados y sabrosamente deslenguados de un poeta beat. No conocía a el poeta Lawrence Ferlinghetti, tuve que ir a las reveladoras fotografías de Acevedo Arce para leerlo. Ironía de la Ensenada, la geografía califica a las ensenada como accidentes, vaya manera de lo inusual de hacernos regalos. Buena prosa la Acevedo Arce, es habla pura y franca, las palabras de un acertado mirón. Me atrapan las miradas de estos personajes de las fotos, me ofrecen los rincones invisibles de la Ensenada.

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Qué bien que mis imágenes le hayan conducido al poeta beat y a su paso por Ensenada. Gracias por sus comentarios.

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Ciertamente habrá algúno que a su paso se queje o critique a Ensenada por que ciertamente hay cosas que no están bien pero sin duda esta ciudad ofrece además de su historia y su clima, muchos lugares espectaculares por su inigualable localización geográfica. El ensenadense es agradable y amable con los demás así que Ensenada es y será bella por siempre.

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