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Ciudad del Cumbe

lunes 22 de mayo de 2023
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Ciudad del Cumbe, por Guillermo Bazán Becerra
Cajamarca en 1945.

Urbana, antología digital por los 27 años de LetraliaUrbana. 27 años de Letralia
Este texto forma parte de la antología publicada por Letralia el 20 de mayo de 2023 en su 27º aniversario
Lee el libro completo aquí

Una extraordinaria obra hidráulica aportó la cultura wakaloma (anterior a la cultura caxamalca) con el canal Kumpy Mayu (“río angosto”; castellanizado “Cumbe Mayo”), de unas características admirables y que fuera construido, probablemente entre los años 3000 y 1000 antes de Cristo, en la puna o jalca cercana a la ciudad de Cajamarca. Por ello se la reconoce como Ciudad del Cumbe.

Cuando aún eras pequeña, ciudad con añeja historia, mi vida comenzó en una de tus casas, donde el amor de mis padres con cinco hermanas y cuatro varones me esperaba. Conmigo completamos la decena y, aunque parezca mentira, logré sobrevivir gracias a la inagotable ternura de mi madre. Nací a las 10 de la noche y varios de los que se enteraron pronosticaron que no llegaría vivo a las 6 de la mañana por mi notoria debilidad, y por precaución se apuraron en confeccionar mi mortaja…

Algunas de tus calles —querida Cajamarca— eran empedradas, con una acequia como columna vertebral entre sus veredas, varios centímetros más elevadas, para dejar la calzada con planos inclinados hacia el transitorio desagüe de las aguas de lluvia… y otras. ¡Eran tiempos en que el área campestre empezaba a menos de mil metros del centro urbano!

La belleza de tu valle y tu historia eran imán suficiente para que fueras elegida como lugar ideal para vivir, a pesar de que mucho se sostenía que, habiendo sido escenario donde le dieron injusta muerte al Inca Ataw Wallpa (lengua pukina, no kechwa: Ataw = elegido, Wallpa = diligente), castellanizado como Atahualpa, podría ser una maldición que tendríamos que cargar los nacidos y vivientes de este lugar. Yo creo que tal maldición no existe porque bastaría ver cómo no influenció en mí, minúsculo ser casi desechable al nacer… y hasta ahora no tan inútil.

¿Por qué no me sentiría orgulloso de haber nacido en este lugar? Sería imposible.

Por algo el conductor del Tawantinsuyu lo prefirió como morada, y cuando los europeos llegaron convirtieron a ese poblado incaico, con plaza triangular, en lugar donde la ambición foránea por la riqueza dio lugar al punto de quiebre entre la etapa autóctona y la colonial en lo que sería el Perú y gran parte de Suramérica. Entonces, ¿por qué no me sentiría orgulloso de haber nacido en este lugar? Sería imposible.

Así, pues, ya que he tenido el honor de ser invitado a proponer algo para la edición especial de Letralia, Tierra de Letras, por sus veintisiete años de vida, pongo humildemente a consideración estos párrafos y fotos pertinentes, con mi felicitación por ese aniversario y mi gratitud por lo que recibo continuamente de ese núcleo cultural para seguir dando a los demás en cada una de mis producciones como autor o compilador.

Desde niños era fácil, y en pocos minutos, salir de la población y cumplir tareas en el campo, comprando papas, maíz, leche, verduras, frutos nativos y variados alimentos o hierbas medicinales, cuando no eran los campesinos quienes los traían a vender en el pueblo, al mismo tiempo que traían leña, tejas para los techos, madera de diferente tipo para las casas de adobe, animales menores, etc.

Todos los campesinos eran fácilmente identificables porque se vestían exclusivamente con llanques, pantalón o fondo (pollera) de telas que confeccionaban a kallua, camisa o blusas de tela sencilla y sombrero de paja, siguiendo de alguna manera la costumbre que desde el coloniaje se iba imponiendo por no disponer de los materiales que en el incario tenían a la mano.

La inexorable transculturación devino en mestizajes lingüísticos, religiosos, éticos, psicológicos y hasta de instituciones autóctonas con las impuestas desde el Viejo Mundo. Nosotros nacimos en el sector “blanco” y entonces podía parecer que éramos diferentes de los nativos, pero el tiempo nos fue demostrando que no, porque desde nuestra niñera, recibiendo su cariño, ternura, compañía fiel, hasta su complicidad para librarnos de alguna merecida sanción si cometíamos alguna travesura, comprobamos muy fácil que éramos iguales, aunque escuchábamos referencias a que en algunos hogares o propiedades no regían las relaciones solidarias sino el frío contacto tipo empresa o de vulgar ganancia de riqueza, explotación e injusticia. Por eso es explicable la añoranza, el cariño y la gratitud por mi niñera Juana Ríos Vera, que me atendió, cuidó y defendió hasta casi terminar mis estudios de primaria.

Ciudad del Cumbe, por Guillermo Bazán Becerra
Foto de los años 60 en las calles cajamarquinas.

Tú, Cajamarca, pusiste tu sello en nuestra familia, de allí que, al terminar nuestro ciclo de ejercicio profesional, alejados por décadas, retornamos a tu seno y es nuestra intención volver al polvo donde logramos el primer sorbo de aire: será como el postrer homenaje a la madre y al padre que nos formaron y a la fe en Dios con que nos educaron.

Terminadas la primaria y secundaria, aunque por coincidencia fue ese año en que comenzó a funcionar la universidad local, a la familia le pareció mejor que estudiara mi profesión docente en un centro superior enriquecido por su antigüedad —y a mí también, aunque más atraído por la novedad y por conocer una ciudad mucho más grande—, concretándose mi primera larga separación del terruño: fui a Trujillo.

Pero en Cajamarca, dentro de la actual provincia de San Miguel —distrito San Silvestre de Cochán—, fue donde esa cupida avispa clavó su aguijón en mi corazón, convirtiendo a Carmen Ghimy en el inmortal primer amor, aquel que debió ser el definitivo, pero que no completó su ciclo porque la vida se empecina en hacer que probemos el amargo brebaje de su contracáliz, puesto que este mundo no puede ni siquiera pretender ser remedo de cielo… y son necesarios esos terribles golpes para que vayamos madurando en lo efímero de muchos sueños. Hoy lo veo claro, cuando sé que más trascendente que ese primer amor resulta ser el último, cuando amamos sin la apurada desesperación del inicio sino con los pausados pasos de la etapa postrera, porque es mejor amar el mundo interior de la mujer que su ardiente cuerpo y la vorágine de su loca fiebre…

Varios lugares, de adolescente belleza, inmortal, fueron testigos de esos inocentes besos y caricias, de las nubes en que fuimos construyendo nuestros juramentos, de las postergaciones de caricias que no debían ser hasta después de casados, de las extensas cartas, decoradas con pinturas o dibujos a cual más significativos, que adornaron los días y semanas… hasta que la ausencia por nuestros estudios superiores nos llevó al tobogán del silencio y su consiguiente infelicidad. Después, Carmen murió, a los pocos meses que recomenzamos nuestra vida cadena, a pesar de que juramos que —ya fracasados en el respectivo hogar formado— esta vez no tendría fin… Es que, a veces, el cáncer —como inesperado eslabón— es sorpresivo, letalmente traidor, callado y con total disimulo, tanto que ante lo que pareció su primer paso hacia el jardín ansiado era en verdad el del túnel a la luz…

¿Dónde quedó esa mutua decisión de ser enterrados en la misma tumba? Su cadáver quedó en la capital, el mío lo ha de hacer acá o no sé dónde. ¿Tu entraña, Cajamarca, aceptaría guardar mi materia perecible? Mi alma ha de buscar a alguien, quizá a Carmen, si Dios me lo permite, o esperará a R, a quien amo en pleno final de mi camino…

Confieso —y perfectamente lo sabes, tierra querida— que ya no sé todos los nombres de tus calles; a otras, las antiguas, ya no las reconozco como eran porque su cara es diferente.

Hoy, convertida en ciudad con intenso movimiento, justamente por la abundancia del oro y otros minerales o riqueza en su producción agrícola, ganadera y muchas áreas más, entretejida en el amplio abanico que se proyecta y atrae, confieso —y perfectamente lo sabes, tierra querida— que ya no sé todos los nombres de tus calles; a otras, las antiguas, ya no las reconozco como eran porque su cara es diferente, su ambiente no tiene los brazos abiertos para acogernos pues creen que somos extraños, aunque hayamos nacido acá, debido a que los foráneos que hoy son dueños provienen de ene lugares trayendo ambiciones propias y no disponen de tiempo ni sensibilidad para amarte como sede de amor sino únicamente como negocio para volverse ricos en el menor tiempo posible… y eso —dicen— no se logra en una casona antigua con portones, zaguanes y tejados, sino con monótonos edificios modernos de varios pisos, sin jardines, sin salas de calidez familiar ni amplias cocinas con horno de ladrillo abovedado, ni comedores con mesas de docena que reunía a familias numerosas, ni balcones corridos para que los niños jueguen seguros o manejen sus triciclos, ni corredores amplios con ladrillo artesanal a los que llegue el sol desde que sale hasta su ocaso, ni amplias gradas rectas o en caracol con pasamano ancho por el que nos gustaba bajar —con ansia y regocijo— a velocidad de rampa propia, ni el terrado sobre el segundo piso y acunado por el techo de tejas para guardar allí los tesoros de los abuelos y otras herencias o aquello que no se usaba —los cachivaches—, que para los niños y adolescentes eran siempre cosas de lujo totalmente servibles y colmadas de encantos y secretos…

¡Los nuevos propietarios qué iban a saber o imaginar el valor que todo aquello tenía para los que nacimos hasta el siglo XX! Hubiéramos preferido seguir “pobres”, pero guardando todo eso y no afectar la antigua casa, su patio empedrado, sus corredores de ladrillo o de piedra azul en diseño de rombo con pequeños cantos rodados, sus ventanales amplios con rejas de fierro forjado, sus balcones señoriales con ventanas decorativas tras cuyas lunas de colores o sin color colgaban finos visillos para esconder a la enamorada que aceptaba las serenatas de medianoche o madrugada y hacía notar su presencia solamente moviendo el visillo de rato en rato… y eso era un premio para el corazón, las voces, las guitarras y el mensaje romántico que les ofrendaban con sincera ternura.

Ciudad del Cumbe, por Guillermo Bazán Becerra
Una de las calles del centro histórico de Cajamarca, en la actualidad. Jorge Gobbi

¿Todo desapareció, como en tantas otras partes? ¿Será necesario buscar ciudades antiguas que respeten ese sello “pasado de moda” y así revivir de alguna manera nuestra etapa feliz? Yo estoy convencido de que ha desaparecido solamente para mis ojos: me basta ocultarlos tras los párpados y sé que allí, en la casa de la esquina, a la espalda de la iglesia, era la casa de Carmen y allí la besé por primera vez y muchísimas otras; sé que allá, en la calle de subida, en la misma cuadra, eran las casonas de mis primeras profesoras de primaria, Delia Sáenz Cacho Souza y Edelmira Madalengoitia, cuyas enseñanzas las conservo en mi memoria; en esa casa de los tres balcones marrón oscuro era donde podía hallar siempre música y arte, donde me enseñaron a cantar y declamar. En fin, de párpados adentro vuelvo a verlas, aunque hoy sean escondidas con feas máscaras de impersonales edificios de varios pisos y ninguna historia agradable o significativa en lo sentimental, porque ahora la gente corre a saltos —como gatos sobre brasas— pensando en los bolsillos o en superficialidades.

En cambio, las casonas de antes sí denotaban la personalidad propia en sus ambientes, desde el portón de entrada principal o desde la puerta secundaria al patio interior o a la cocina, o la puerta a la infaltable huerta, que también era entrada para los caballos con rumbo directo al corral.

¿Todas estas referencias tendrán algo de asidero para la hoy llamada generación de cristal? Si pudieran ingresar por el túnel del tiempo… ¿apurarían a sus celulares a grabar imágenes y escenas de aquellos días, sea de sus ancestros o de desconocidos? Acaso sólo rían sin sentido o con gestos desorientados… sin imaginar que nosotros —pocos ya— daríamos lo que fuera para volver a estar con quienes estuvieron dándonos esa dicha y plenitud que después no pudimos hallar y únicamente, pensando en ello, nuestros ojos se humedecen como capa del lógico silencio y el alma parece que se encogiera para fugar por la pequeña ventana del recuerdo o tener el convencimiento que el corazón convierte su latido en toc-toc sobre la puerta de salida, apurando su adiós que parece ya tardar mucho…

Cajamarca, terruño amado de nuestra familia: lo que aquí no aparece pormenorizado complétalo, por favor, con lo que está entre líneas y en las venas que nos unen… Ábreme tus brazos, yo pongo el corazón entre mis manos como la justa ofrenda cuyo cordón umbilical será cortado con el beso de mi postrer aliento…

Guillermo Bazán Becerra
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