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La piscina de mar

lunes 22 de mayo de 2023
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La piscina de mar, por Diana Andrade
¿Qué clase de persona se rehúsa a decirle a su esposo que lo quiere aunque lo ama tanto como a sí misma? ¿Qué clase de excusa para estar tan amargada es llevar un año sin poder escribir?

Urbana, antología digital por los 27 años de LetraliaUrbana. 27 años de Letralia
Este texto forma parte de la antología publicada por Letralia el 20 de mayo de 2023 en su 27º aniversario
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El Woolworths era un local angosto, pero tenía todo lo que necesitábamos. Salomón tomó una canastilla verde de la torre junto a la puerta, se abrió paso por entre un grupo de universitarios borrachos que se carcajeaban frente a la hilera de pan tajado, y sacó una caja de leche descremada del refrigerador. Era viernes por la noche, cerca de las 10. Muchos pensarían que comprar una caja de leche descremada a esa hora era admitir una derrota, aceptar que el tiempo había pasado y nos había dejado, pero a mí esa noche me pareció que la leche descremada era una bendición. Ninguna fibra de mi ser quería volver a sentir la necesidad de aprobación de un universitario.

Pagamos lo del desayuno con mi tarjeta de crédito, la de viaje. Salomón me apretó la muñeca dos veces para darme las gracias, pero yo apenas le sonreí mientras me ocupaba de firmar el comprobante. ¿Qué significan las finanzas personales después de diez años de matrimonio? Salomón podría desocupar mis cuentas en un ataque de rabia porque tiene todas mis contraseñas; yo podría hacer lo mismo con las suyas. Salimos del Woolworths con una bolsa reutilizable cada uno, yo con la mía colgada del hombro y él llevando la suya de las manijas. Los universitarios borrachos se quedaron dentro del local, muertos de la risa, esta vez porque a uno de ellos se le habían regado los contenidos de su billetera mientras intentaba sacar su licencia de conducir para comprar cigarrillos.

Llegamos al Airbnb con la frente húmeda de sudor. El barrio en el que nos estábamos quedando se llamaba Surry Hills, una adaptación de un nombre inglés que sugería algo así como “colinas del carruaje”. Le hacía honor a su nombre. Del supermercado al apartamento nos encontramos una calle tan empinada como las de San Francisco, las que producen ese dolor de pantorrilla que empieza por el talón.

Salomón dejó su bolsa reutilizable junto a la puerta y fue hasta el lavaplatos a servirse un vaso de agua. Mi esposo era tan alto que podía apoyar la mano en el borde del mesón y mantener el brazo estirado mientras que con el otro se llevaba el vaso a la boca, esa pose confiada que sólo pueden adoptar los hombres altos mientras toman agua. Yo colgué mi bolsa del espaldar de una silla del comedor y bebí de la botella de acero inoxidable que había dejado sobre la mesa después de hacer el check in. Había algo infantil en mi necesidad de beber siempre de una botella, como si ser una mujer de baja estatura me pusiera en la misma situación de una niña que a todos lados debe ir preparada con su lonchera.

Me costó dormirme porque la noche de Sydney se entraba por los resquicios de la ventana, mal aislada porque el clima templado de Australia lo permite.

Después de cenar un filete de barramundi que Salomón doró con mantequilla y ajo, nos acostamos cada uno en una orilla de la cama enorme, king size, del apartamento de alquiler. Además del desfase horario, me costó dormirme porque la noche de Sydney se entraba por los resquicios de la ventana, mal aislada porque el clima templado de Australia lo permite. Pasé horas escuchando la música electrónica de los bares cercanos, las risas diáfanas de las jóvenes abandonando las fiestas, las conversaciones sin sentido de los desconocidos que se juran amistad eterna mientras esperan los buses escasos de la madrugada. Me debí haber dormido cuando ya el amanecer se aproximaba.

A las pocas horas, Salomón me despertó en pantaloneta de baño y con la maleta de playa ya empacada. Me enderecé en la cama, sentía los ojos calientes por el cansancio, pero en lugar de protestar y decir que necesitaba dormir, asentí y fui hasta la maleta a buscar mi vestido de baño. Ese era el trato. Habíamos venido a Sydney para sacarme a la fuerza del letargo, del resentimiento que me consumía y hacía que los días se me escaparan como arena entre los dedos. Salí del apartamento con las llaves prendidas de las medias como buena turista. Mientras Salomón iba guiándonos hacia el paradero, yo admiraba el paisaje de esa ciudad desconocida, las casas con arandelas victorianas, los pubs en cada cuadra.

El bus en el que nos subimos estaba casi vacío. Había una pareja besuqueándose en la banca de atrás y, en la parte delantera, una mujer de unos treinta años sentada frente a un coche que había asegurado en la zona especialmente designada para ello. De cuando en cuando le hacía cosquillas al bebé en la barriga, pero de resto tanto el niño como ella iban entretenidos mirando por la ventana, siguiendo los pocos carros que circulaban a esa hora por la autopista. El tráfico escaso, y sobre todo las calles lisas como mantequilla, hacían que Sydney pareciera una ciudad de juguete.

Salomón aprovechó el trayecto para hablar de su infancia. Cuando era un niño de pantaloneta gris y blazer cuadrado, tal como Angus Young inmortalizó el uniforme de los colegios privados australianos, el que ahora era mi esposo pasaba los fines de semana haciendo deporte. Jugaba críquet, rugby y surfeaba. Una vez se escapó con sus amigos, manejando ocho horas, para ver la final del Abierto de Australia en Melbourne. A estas alturas de nuestra vida compartida yo conocía todas esas historias, prácticamente podía recitarlas palabra por palabra, pero cobraban una cualidad especial escuchándolas en Australia. Era como si mi mente por fin pudiera dotarlas de textura, imaginármelas en tercera dimensión.

Nos bajamos del bus en la calle principal de Bondi Beach, frente a un restaurante de tacos y margaritas. Del otro lado de la avenida estaba el malecón, un camino asfaltado sin mucha pompa ni circunstancia, pero el esplendor azul del océano Pacífico expandía hasta el infinito mi campo visual. Nunca había visto un mar tan cristalino, de olas tan altas, mucho menos esa muralla de peñascos que lo rodeaba. Salomón y yo cruzamos la avenida tomados de la mano, caminando por la izquierda, porque aparentemente las reglas del flujo vehicular también afectan como los peatones se desplazan por el espacio.

La tienda de implementos para surfear que escogió Salomón era la materialización de lo que uno se imagina cuando piensa “Australia”. Me atendió un muchacho incluso más alto que él, bronceado, rubio tanto de nacimiento como por el efecto del sol y el agua salada. Me preguntó si sabía qué talla de traje de buzo usaba o si prefería que él adivinara. Así dijo, “adivinar”, to guess. A los veinte años me habría muerto de la vergüenza de saberme examinada por un hombre así, tan irremediablemente guapo, pero ese día lo único que se me ocurrió fue que todas las tiendas de ropa deberían ofrecer ese servicio. Me metí al vestier sin mirar qué talla de wetsuit me pasó el muchacho, me lo puse encima del vestido de baño porque me impresionó la posibilidad de contraer alguna infección vaginal, y cuando salí pensando que me veía como un Avenger playero con ese traje de manga corta y pantalón hasta la rodilla, Salomón ya se había cambiado y estaba gestionando el alquiler de las tablas. Él también se veía guapísimo con su trusa, más largo y delgado, como un astronauta del futuro.

Fue una verdadera sorpresa descubrir que mis brazos son demasiado cortos para rodear cómodamente una tabla de surf.

Si bien es cierto que nunca me había preguntado por el peso de una tabla de surf, la tabla morada de principiante que me alquiló Salomón me pareció pesadísima. También se me hizo difícil de cargar, engorrosa. No creo tener ideas equivocadas sobre mi propio cuerpo, es una de las pocas cosas sobre las cuales me considero ecuánime, pero fue una verdadera sorpresa descubrir que mis brazos son demasiado cortos para rodear cómodamente una tabla de surf. El peso tampoco mejoró cuando por fin nos metimos al agua, pues si bien la tabla flotaba, halarla en contra de la marea hacía que me tirara del hombro. Por un instante fugaz pensé que debería hacer más ejercicio, pero pronto recordé que mi hábito de nadar seis días a la semana ha sido calificado por varios como “excesivo”.

Empezamos a practicar cómo surfear en una zona panda donde el agua me daba sólo hasta el busto. Salomón adoptó una actitud tranquila, de profesor experimentado, para explicarme cómo acostarme boca abajo en la tabla. Debía concentrar mi peso en el centro y levantar el pecho en lugar de desplomarme de barriga. Lo intenté. La fuerza necesaria para subirme hizo que me dolieran los pectorales, esos músculos que parecen estar ubicados en las axilas, pero una vez logré acostarme me pareció que mi tabla era bastante estable. Las olas me rebullían menos que cuando estaba en el agua. Se habían convertido en un leve bamboleo, ya no eran ese empujón recurrente que me pegaba en las costillas.

El paso siguiente era aprender a bracear para tratar de igualar la velocidad de las olas. Según Salomón, el secreto del surf, además de tener criterio para identificar qué olas son buenas y cuáles no, es tenerse la confianza suficiente para creer que uno puede llegar a ser tan rápido como el mar. Dirigió su mirada hacia atrás, hacia el horizonte, y cuando identificó una “ola buena” empezó a bracear con rapidez. Alcanzó la cresta de la ola, o mejor dicho la cresta de la ola lo alcanzó a él, y desde esa ubicación se dejó llevar por el agua elevando los brazos hacia atrás como un pájaro, pues había dicho que, por ser mi primera lección, surfearíamos acostados. Nunca había visto a Salomón tan libre como en ese momento, planeando sobre las olas.

Cuando regresó a mi lado, me preguntó con una sonrisa satisfecha si estaba lista para intentarlo. Mi esposo tiene muchas cualidades peligrosas, pero su entusiasmo contagioso es quizás la más riesgosa de todas. Respondí que estaba lista para surfear. Él dijo que él escogería la ola, que todo lo que yo debía hacer era permanecer atenta a su indicación. Se alejó varias brazadas para que no fuéramos a estrellarnos, y para confirmar que podía escucharlo me gritó I love you. Tres palabras que llevaba diez años escuchando, uno sin pronunciar. Le respondí I can hear you, te alcanzo a oír.

Mientras esperaba las instrucciones de Salomón, con el torso subiendo y bajando al ritmo de la marea, me pareció que la situación en la que me encontraba era ridícula. ¿Qué clase de persona se rehúsa a decirle a su esposo que lo quiere aunque lo ama tanto como a sí misma? ¿Qué clase de excusa para estar tan amargada es llevar un año sin poder escribir? Los surfistas profesionales que veía como puntos negros en la distancia debían tener toda clase de problemas, hipotecas carnívoras o hijos maleducados, pero aun así eran capaces de poner todo en pausa para concentrarse en la ola que tenían enfrente. En uno de esos arranques propios de la vida moderna, con su aire New Age y de autoayuda, pensé que quizás mis bloqueos desaparecerían si yo también lograba surfear.

Tan pronto Salomón gritó go empecé a mover los brazos lo más rápido que pude, levantando el pecho, y por un instante pensé que había agarrado la ola porque logré disfrutar de la velocidad del mar. Era como manejar a doscientos kilómetros hora, como gritar, como pegar un puño. Sin embargo, cuando la ola me alcanzó de verdad, me bajó de la tabla con la fuerza de un hombre violento. Me fui hacia adelante, hacia la playa, como si alguien me tirara de los cabellos. Intenté nadar hacia la superficie, pero el agua me mantenía espichada contra el fondo con tanta presión que la arena me raspó un muslo y el codo. Sabía que estaba en la parte panda, que no iba a ahogarme, que en el peor de los casos ya uno de los seis salvavidas que había visto en la playa debía estar corriendo hacia mí, pero el agua salada que me entraba a chorros por la nariz fue suficiente para dejarme aterrada. Cuando la ola por fin se retrajo y pude pararme, tenía la pierna brotando sangre, arena en la herida del codo, y la tráquea me dolía al inhalar.

Yo quería decirle que no, que estaba segura de que no, pero las palabras se rehusaban a salir de mi boca convertida en sal.

Salomón llegó corriendo a los pocos segundos de que me quité el pelo de la cara. Él sí había agarrado la ola, había identificado el momento apropiado como los demás surfistas, pero se había lanzado al agua tan pronto me vio caer. Me preguntó alarmado si me había pegado en la cabeza. Yo quería decirle que no, que estaba segura de que no, pero las palabras se rehusaban a salir de mi boca convertida en sal. Todo lo que pude hacer fue ponerme una mano en el codo para bloquear el viento que hacía que la herida me ardiera más. Salomón me ayudó a desamarrarme la cuerda de la tabla del tobillo, se encargó de las dos tablas y caminó a mi lado mientras yo cojeaba hasta la playa.

Al final, la curación de mis heridas no requirió de más que el botiquín de primeros auxilios que tenían los salvavidas en su carpa amarilla. Una joven alta y musculosa me limpió el muslo y el codo con una sonrisa tranquilizadora, asegurándome que rasparse con la arena era algo que les pasaba a todos cuando empezaban a surfear, algo así como un ritual de paso. Dijo que lo que sí me recomendaba era un traje de pantalón y manga larga, pero que lo bueno era que esta vez no iba a tener que pagar por dañar el traje de alquiler. Intenté preguntarle si ella también había sentido miedo la primera vez que una ola se la había llevado, si también había sentido la total impotencia que representa un cuerpo humano frente al mar, pero me dio vergüenza. Hice el trayecto de regreso al apartamento sin pronunciar palabra, y después de bañarme para quitarme la arena, me tomé el analgésico que me recomendó. En cuestión de media hora, me dejó fundida.

Al día siguiente, Salomón nuevamente tenía todo listo cuando me desperté. Había preparado el desayuno para que ganáramos tiempo, ya se había bañado. Sugirió que ese día mejor nos dedicáramos a hacer turismo, que descansáramos de las actividades físicas. Tomamos el bus que iba hacia al centro, hacia la bahía donde queda la Casa de la Ópera, y desde el muelle tomamos un ferry para cruzar al otro lado. El agua sobre la que se desplazaba el ferry era de un azul que yo habría creído imposible en medio de una ciudad, un tono cristalino que sólo es posible en un país tan desarrollado.

Una vez desembarcamos al otro lado de la bahía, seguimos a un grupo de turistas europeos para encontrar por dónde subir al Sydney Harbour Bridge. Salomón intentó contarme la historia de su construcción mientras subíamos las escaleras, pero desistió porque se dio cuenta de que no me interesaba. Yo no consideraba el puente como uno de los íconos de Sydney, para mí la ciudad se identificaba con la Casa de la Ópera como París con la Torre Eiffel, pero la vista de la bahía cuando terminamos de subir las escaleras me obligó a comprender que estaba equivocada. Desde las barandas del puente se podía ver el mar resplandeciente, bordeado por barrios costeros que parecían pueblos sicilianos, y las aletas de tiburón de la Casa de la Ópera la hacían parecer un titán benévolo que protegía a la ciudad a cambio de refugio. Salomón me pasó la mano sobre el hombro para que nos detuviéramos en la mitad del puente, debajo de la bandera nacional de Australia y de la de los pueblos aborígenes.

Lo único que le hacía falta a ese momento para ser perfecto era que yo pudiera hablar con mi esposo. Decirle que sabía que los silencios agresivos de ese año habían sido mi culpa, pero que tenía fe en que ese annus horribilis que estábamos viviendo llegaría a su fin tan pronto pudiera volver a escribir. I love you too. Esas cuatro palabras deberían ser las más fáciles, ¿pero a quién se culpa sino al más cercano cuando uno pierde su don? El bloqueo que me atormentaba era tal que ni la vista panorámica del puente de Sydney pudo arrancarme una palabra de amor.

La frustración de no poder expresarme ni en una situación auspiciosa me puso de un humor de perros. Empecé a caminar como un niño consentido, despacio y arrastrando los pies, así que después de bajar del puente detrás de otro grupo de turistas, llegamos con algunos minutos de retraso a la visita guiada que habíamos reservado por la Casa de la Ópera. Salomón logró convencer al joven de la taquilla de que nos dejara entrar al lobby donde todavía estaba el grupo, pero el guía neozelandés nos dejó muy claro que se había sentido irrespetado por nuestra tardanza.

Ofender a alguien es algo que hace sentir tremendamente mal a Salomón.

—Algunas personas creen que pueden saltarse las recomendaciones de seguridad —dijo—, pero la responsabilidad de preservar el patrimonio artístico es de todos. Estoy obligado a repetirlas cuando alguien llega tarde.

Ofender a alguien es algo que hace sentir tremendamente mal a Salomón. Su teoría es que el miedo a romper las normas de cortesía es una de las muchas cosas que Australia heredó de Inglaterra. Se puso rojo como un tomate mientras el guía repetía que por favor no comiéramos chicle, y fue el único de los participantes en la visita guiada que apagó el celular porque el guía dijo que las fotos sólo estaban permitidas en áreas donde no hubiera escenografías ya montadas. Se pasó el tour con la mirada gacha, apenas si la levantó para ver el esplendor de la sala de conciertos, y cuando en el auditorio principal tuvimos la oportunidad de ver el ensayo de un número de balé, Salomón fue el primero en pararse cuando el guía nos hizo una seña para que nos retiráramos. Como yo sí me tomé mi tiempo, pude ver la última pirueta de la bailarina principal, una voltereta triple.

Esta vez fue Salomón el que no pronunció palabra durante el trayecto de regreso al apartamento. Nos bajamos del bus en la parada de Woolworths, compramos lo de la cena haciéndonos apenas las preguntas necesarias para decidir el menú, y cuando llegamos Salomón se puso a cocinar con los audífonos puestos mientras yo me hice la que leía hasta que llegó la hora de cenar. Después del postre, Salomón se acostó a dormir mirando hacia la pared, tapándose hasta la coronilla con las cobijas.

La mañana siguiente fue la primera vez en mucho tiempo que me levanté primero que él. Le puse la mano en el hombro para preguntarle qué quería hacer ese día, y sentí cómo sus músculos se tensaban al contacto con mis dedos. Me dijo que tenía un mensaje de texto de Liam, uno de sus amigos del colegio, invitándolo a surfear.

—Supongo que no quieres ir, pero yo sí.

La frialdad de su tono me tomó por sorpresa. Después de un año de mis reacciones exageradas, de la madrugada en que me encontró rompiéndole la pantalla a mi computador para destruir la hoja en blanco, ¿a Salomón finalmente se le había agotado la paciencia porque un guía turístico que nunca volveríamos a ver le había llamado la atención? Me habría sentido traicionada si no lleváramos diez años de convivencia íntima, si no supiera que en los matrimonios casi siempre es un evento mundano el que derrama la copa. Le dije que me parecía muy bien que se fuera a surfear con Liam, que se apurara para no llegar ni con un segundo de retraso.

Después de que Salomón salió sin darme siquiera un beso en la mejilla, me quedé estirada en la cama decidiendo qué hacer ese día. Lo único que sabía de Sydney, además de que albergaba la Casa de la Ópera, era que en algunas partes de la ciudad había unas piscinas olímpicas, de cincuenta metros, que se llenaban con agua del océano. Una vez había visto una película que empezaba con la protagonista haciendo ejercicio, nadando, y luego la toma se abría hasta mostrar el mar golpeando contra las paredes de la piscina donde ella se movía como un cuchillo afilado. Cuando vi esa escena pensé que nunca había experimentado un paisaje sonoro tan hermoso, con olas crepitando como una chimenea. También que para una nadadora de piscina de cloro como yo, una piscina a la orilla del mar era la oportunidad de disfrutar lo mejor de los dos mundos.

Tras una búsqueda rápida en Google, decidí que iría a la piscina de mar de un suburbio llamado Manly. Había una más famosa en un tal Coogee, pero esa estaba construida debajo del nivel de la marea alta. Eso significaba que quedaba a merced de la marea, es decir que la corriente podía llegar a ser fuerte, y además la convertía en una “piscina viviente”. Las reseñas de Yelp hablaban de nadadores que se habían encontrado un pulpo o, peor, erizos.

Caí en cuenta de que mis problemas con la escritura no habían coincidido con aquello, sino con el final de mis paseos solitarios por mi ciudad.

Para llegar a Manly tuve que tomar nuevamente el bus hasta la bahía y luego otro ferry. Me sentí empoderada haciéndolo sola, descifrando el horario del bus pegado en el paradero y serpenteando por el muelle atestado para alcanzar a coger puesto en la zona descubierta del ferry. ¿Hace cuánto no me movía por una ciudad con tanta desenvoltura? Habían pasado más de un año desde aquello, de ese susto que sólo fue un susto pero es lo más aterrador que me ha pasado en la vida, y desde entonces había ido reduciendo mis salidas sola hasta que ya sólo salía con Salomón. La descripción explícita y repetitiva de un pene entrando a la fuerza en mi vagina, un vagón vacío del metro, la falta de un sistema de salud pública que atienda lo que probablemente era un episodio esquizofrénico de ese hombre de dos metros, ¿dónde empieza lo que la gente llama el nivel racional de miedo? Haciendo fila para comprar el tiquete del ferry en la bahía de Sydney fue la primera vez que caí en cuenta de que mis problemas con la escritura no habían coincidido con aquello, sino con el final de mis paseos solitarios por mi ciudad.

Al bajarme del ferry en el muelle de Manly, me sentí feliz de dejarme llevar por el tumulto que se derramaba sobre la avenida principal. Recordé que era domingo porque la mayoría de la gente que me rodeaba eran grupos de jóvenes con canastas de picnic y familias con niños en vestido de baño. Los jóvenes reían mientras se echaban protector solar en las mejillas y los niños corrían hacia el océano. Desde el muelle yo sólo alcanzaba a ver una franja de azul a lo lejos, y un malecón tan humilde como el de Bondi, pero la promesa de belleza parecía ser suficiente para que los niños desafiaran las amenazas que sus papás les lanzaban en inglés, español e hindi.

Para llegar a la piscina tuve que caminar cuarenta minutos en subida, alejándome de la avenida principal de Manly. Esta vez no me dolieron ni los talones ni las pantorrillas. A cada rato me encontraba gente trotando, mujeres con todos los músculos del abdomen marcados, hombres con el pecho desnudo y el celular en una banda en el brazo. A medida que subía también iba creciendo la franja de mar que alcanzaba a ver. Lo primero que divisé fue la raya de bruma donde el océano se juntaba con el horizonte, luego unos surfistas, luego la playa angosta que, dependiendo de cómo le diera la luz, a veces era dorada, a veces blanca.

Cuando por fin llegué a la cuadra donde debía estar la piscina, lo que encontré fue un parque cualquiera. Las escaleras para bajar al mar estaban escondidas, no correspondían a la imagen majestuosa que tenía en la cabeza, pero tan pronto bajé los tres primeros escalones, la piscina se abrió ante mí. Era más larga de lo que me imaginaba, pues cincuenta metros siempre resultan más que lo que pienso, la bordeaban rocas en las que las olas del mar se rompían en una sinfonía de blanco y azul, y el agua arenosa de la piscina se movía al ritmo de la marea que la alimentaba. No tenía el mismo ímpetu, pero alcanzaba a derramarse sobre la franja de cemento que la rodeaba.

Me desvestí en las graderías que había al terminar las escaleras. A mi alrededor había tres grupos charlando, gente que había salido de la piscina y ahora estaba secándose al sol. El grupo que más me llamó la atención lo componían dos mujeres mayores, de sesenta o sesenta y cinco, quienes a pesar de que los antebrazos y las pantorrillas ya se les habían adelgazado, conservaban la espalda gruesa de las nadadoras. Me lanzaron una sonrisa rápida mientras yo sacaba el gorro y las gafas de mi morral, pero ya estaban metidas de nuevo en su conversación cuando llegué a la orilla de la piscina.

Lo único que alcancé a pensar al meterme al agua fue que estaba helada, tanto que con sólo nadar de perrito se me cortó la respiración. Llegué jadeando al carril número tres, el único que estaba vacío, y ahí empecé a nadar en estilo libre. La corriente que venía del mar me movía de un lado al otro, de izquierda a derecha, así que mantener mi cuerpo sobre la línea negra del carril me costó más que en una piscina de cloro. El esfuerzo era tal que después de dos vueltas ya no sentía frío, sólo la sangre hinchándome los músculos. Nadé sin parar y sin pensar durante una hora y media. Al salir de la piscina tenía las piernas gelatinosas, la nariz mocosa, pero me supe más viva que en todo ese año. Tampoco me ardían ya las raspaduras del muslo y el codo. El agua de mar me había curado.

Pasé el resto de la tarde paseando por la avenida principal de Manly. Almorcé una sopa nepalesa, me comí un gelato en la terraza de un hotel, y le compré a un hippie un carboncillo de la piscina. Cuando las sombras de los edificios empezaron a alargarse, trayendo el frío con ellas, emprendí el regreso al Airbnb. Ferry, bus, caminar desde el paradero. La ciudad tenía un ritmo y yo podía oírlo otra vez.

Cuando abrí la puerta del apartamento, encontré a Salomón frente a la estufa. Olía a salsa Worcestershire, debía estar preparando un pastel de carne. Puse las llaves sobre la mesa del comedor y se volteó a mirarme. Ambos supimos que la tormenta había pasado porque diez años compartiendo un inodoro son una vida.

—¿Qué hiciste hoy? —preguntó, aunque conocía la respuesta.

—Escribir.

Diana Andrade
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