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Cada uno se enamora de lo que quiere

jueves 25 de mayo de 2023
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Cada uno se enamora de lo que quiere, por Luis Díaz Izquierdo
Mi gran amor entonces fue una librería al aire libre. Me enamoré de la Cuesta de Moyano, con sus casetas de madera llenas de libros, junto a la verja del Jardín Botánico y coronada por la estatua de don Pío Baroja. Joe Mabel • Cuesta de Moyano (1999)

Urbana, antología digital por los 27 años de LetraliaUrbana. 27 años de Letralia
Este texto forma parte de la antología publicada por Letralia el 20 de mayo de 2023 en su 27º aniversario
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No recuerdo dónde leí que existen dos tipos de personas: las que terminan haciendo lo que realmente les gusta y las que no. Pero a mí, que nunca me ha interesado pertenecer a ningún grupo, ni me he sentido identificado con ninguna asociación, club o cofradía, me parece que es una definición en la que quedo excluido. De todas maneras sólo he tenido en mi vida un carnet: el de la biblioteca de mi pueblo. Lo único por lo que estuve dispuesto a perder mi independencia, o quizás mi soledad, algo que, al menos en lo que a mí se refiere, suelen convivir entre sí sin ningún problema. De hecho, son tan compatibles que a menudo me cuesta separar la una de la otra.

En todo caso, de pertenecer a algo, yo creo que formaría parte de una nueva categoría, inventada por mí, por supuesto, porque yo sería alguien que tuvo que renunciar a lo que creí que me gustaba para terminar haciendo lo que creía que no que, a su vez, con el tiempo se convirtió en la primera, lo que me deja en lo que me pareció, al menos al principio, en tierra de nadie.

Si por mí hubiera sido me habría quedado en mi pueblo, con mi campo, rodeado de huertas y animales. Y mis libros. Pero mi padre no me dio opción. Y me tuve que venir a Madrid a estudiar. Por mi bien, claro. Por mi futuro, por supuesto. Me recordaba ese libro maravilloso titulado El camino, de Miguel Delibes, aquella novela de mi adolescencia que he releído incontables veces, en donde el padre de Daniel El Mochuelo insistía en que marchara a la capital a prosperar.

Ahora que han pasado tantos años, que todo ha cambiado hasta el punto de que ya no me queda apenas pelo, y el poco que aún conservo es de color gris, tengo que reconocer que, sin apenas darme cuenta, fui tolerando, al principio, y aceptando plenamente después, una nueva versión del mundo al que me incorporé de manera progresiva, paso tras paso, tan sólo dejándome llevar por esta nueva vida que había empezado como una pequeña revolución y que terminé asumiendo con toda naturalidad, sin preguntas ni miradas hacia el pasado.

Ningún veinteañero podía tratar de ignorar, o quedarse indiferente, ante ese Madrid al que llegué en los años 80.

Llegué a Madrid con veinte años. A los dieciocho había tenido que realizar el Servicio Militar y pasar, obligatoriamente, por la fiesta de los quintos en mi pueblo, y acabar borracho, obligatoriamente, para después despedirme de la familia y marcharme a vestirme de militar a un pueblo de Girona, que entonces se llamaba aún Gerona. La patria era lo primero. Y lo segundo, consecuencia de lo anterior, hacerse un hombre. O al menos es lo que te decían, que una cosa iba unida a la otra. Cómo ha cambiado la vida para los jóvenes de ahora. No tener que preocuparse por aparcar tus estudios o tus proyectos personales durante un año por la mili.

Ningún veinteañero podía tratar de ignorar, o quedarse indiferente, ante ese Madrid al que llegué en los años 80, empezando por aquello que nos marcó a tantos que se denominó movida madrileña, esa explosión de creatividad y de novedades, y continuando por una ciudad de descubrimientos de miles de sitios a los que visitar y cientos de personas a las que conocer. Para alguien recién llegado de un pueblo como el mío, en el que el médico pasaba consulta en una dependencia del ayuntamiento, cuyo edificio hacía también las veces de escuela, con alumnos de todas las edades mezclados, o con una casa como la mía, sin televisión y con un baño sin ducha —me lavaba en un gran barreño metálico en el que ibas echando el agua que se calentaba en un cubo situado sobre el fuego de la cocina—, Madrid fue como encontrar mi verdadero sitio en el mundo, aquello que sólo podías concebir con la imaginación en las novelas de Baroja, de Galdós, de Quevedo o de Cela.

Me fascinaron su vida nocturna, los cines, las discotecas, el metro, que hay que reconocer que impone para alguien acostumbrado a la vida en la naturaleza; las cañas en las terrazas; los bares de copas; los sonidos de los cortacésped; los motores de las camiones de recogida de basuras; ese equipo de fútbol, que algunos dicen que es el mejor de la historia, y el olor del asfalto tras la lluvia, que no sé a qué huele pero que es completamente distinto al del campo de mi pueblo.

Aunque tengo que confesar que mi gran amor entonces fue una librería al aire libre. Me enamoré de la Cuesta de Moyano, con sus casetas de madera llenas de libros, junto a la verja del Jardín Botánico y coronada por la estatua de don Pío Baroja que, para mí, siempre fue y será don Pío. No soy capaz de contar el número de horas que habré pasado allí, paseando sin prisa, perdido entre libros, comprando algunos y deseando llevármelos todos.

Madrid fue el descubrimiento de los artistas callejeros en el parque de El Retiro y los de las pintadas en las paredes, como el muelle, de los conciertos gratuitos en recintos habilitados para tales en la casa de campo, de las noches de alcohol y buen rollo y de las mañanas de resaca, con esos remedios caseros para la misma, como beber un café con sal, que nunca pude comprobar si servía para algo que no fuera dejarte mal el estómago y peor el cuerpo, y de los museos y los paseos por decenas de parques y jardines. Y de cómo unos amigos, a los que meses antes no conocías de nada, se podían convertir en tu nueva familia.

Cada uno se enamora de lo quiere. Y yo elegí quedarme en mi Madrid.

Es cierto que el paso de los años, y de los daños, como dijo alguien con bastante fortuna, que ojalá se me hubiera ocurrido esa frase a mí, uno sólo tiende a atesorar buenos recuerdos, porque siempre se idealizan los tiempos pasados, especialmente cuando eres joven, pero lo cierto es que cada vez me costaba más regresar a mi pueblo. Dejó de entrar en mis planes volver con la familia o mis amigos de siempre fin de semana tras fin de semana. Nunca me pude imaginar, cuando caminaba por el campo o le echaba de comer a los animales, que iba a terminar integrándome en la vida de Madrid como si hubiera vivido aquí desde siempre. Y cómo fui echando raíces. No quise irme nunca más. Ni la contaminación que impide ver un cielo con estrellas, ni el ruido de los coches en los atascos, ni las prisas para llegar a algún sitio o regresar de otro, iban a conseguir moverme de este lugar, que desde el primer momento sentí que era de todos, mío también, y en donde entre el “De Madrid al cielo” o el “Madrid me mata” sólo hay una leve línea de amor-odio que únicamente quienes vivimos aquí seamos, probablemente, capaces de entender.

No cambiaría esta ciudad por nada del mundo. Aquel viejo sueño de mi padre de que me fuera a la capital, con el tiempo se ha ido transformando también en el mío. Cada uno se enamora de lo quiere. Y yo elegí quedarme en mi Madrid.

Luis Díaz Izquierdo
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