
Urbana. 27 años de Letralia
Este texto forma parte de la antología publicada por Letralia el 20 de mayo de 2023 en su 27º aniversario
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Mi sentido de pertenencia nació entre las paredes aguamarinas de mi primera casa en Parque Aragua. Sobre mis hombros, llevo a cuestas el peso de 21 mudanzas, 18 casas y 4 ciudades diferentes. Al tener estas cifras en mis manos, es difícil sentir que pertenezco a algún lugar. No he terminado de llegar a un sitio, cuando ya estoy pensando en que debo irme de ahí dentro de poco. Pensando en cuál será el próximo lugar donde podría vivir, sin terminar debajo de un puente.
Desde mi primer año de paso por este mundo comencé a experimentar las mudanzas, un hecho que se convirtió en una constante durante mis veintiocho años de vida.
Mi primera casa —donde viví hasta los once años— era un amplio apartamento ubicado en la avenida Bolívar de Maracay, justo al frente del Centro Comercial Parque Aragua. Hablar sobre este sitio es casi como una obsesión para mí. Persigo con fervor los recuerdos de mi infancia. Quizás, aún me aferro a la única casa que he sentido como propia, aunque estuviera a nombre de mis padres.
Después de mudarme de ahí en 2005, no volví a tener una habitación para mí hasta que decidí irme a Caracas en 2017. Durante ese período de constantes mudanzas debido a que a mi familia se le dificultaba pagar los alquileres, solía dormir junto a mi mamá. Los espacios podían variar. Algunas veces dormíamos en monoambientes, en otras sólo había una habitación para las dos. Tener privacidad es algo que sólo experimenté con total plenitud en mi niñez y es un tesoro que trato de cuidarlo a través de la memoria.
Se puede decir que fui una especie de Matilda caribeña, dejando a un lado las habilidades de telequinesis. Esa es la parte aburrida de la historia.
La privacidad no es algo muy habitual cuando somos niños. Por lo general, siempre hay un adulto asegurándose de que no vas a tener un impulso suicida mientras saltas de un columpio en movimiento, supervisando que dejes el plato sin sobras de comida o acompañándote hasta quedarte dormido. En mi caso, este tipo de cuidados no eran parte de mi rutina. Se puede decir que fui una especie de Matilda caribeña, dejando a un lado las habilidades de telequinesis. Esa es la parte aburrida de la historia.
Fui una niña bastante solitaria, con padres ausentes que tenían problemas con el alcohol y la ludopatía, y una hermana catorce años mayor que yo quien —a duras penas— cumplía con el rol de mis papás. Una responsabilidad que no le correspondía, si me lo preguntan. Y a pesar de ser una adolescente, hizo lo mejor que pudo conmigo.
La mayor parte del tiempo lo pasaba sola en mi cuarto o en el parque del edificio. Con el pasar de los años, éstos se convirtieron en lugares seguros. En ellos me sentía protegida. En las tardes bajaba a jugar con las niñas casi hasta las siete, y en las noches veía la televisión en mi cuarto y jugaba con mis muñecas hasta que, por fin, llegaba mi momento favorito del día: ver la ciudad a través de mi ventana.
El hecho de no tener una supervisión adulta con regularidad, me daba la libertad de hacer cosas que estaban prohibidas para otros niños, como ver comiquitas después de la medianoche mientras comía gelatina o cereal, tener las lámparas del cuarto prendidas y quedarme despierta hasta las tres de la mañana. Para muchos, hacer esto era romper las reglas de la casa. Para mí, era construir mi propio sistema de creencias a una edad temprana.
Desde la ventana de mi cuarto podía observar la avenida hasta la torre Sindoni. Para tener una vista privilegiada, solía sostenerme de los barrotes, trepar hacia la repisa y luego sacar mis piernas flaquitas por el espacio entre las rejas. Mis pies se balanceaban a una altura de dos pisos.
Contemplar la ciudad me parecía hipnotizante. Aunque a altas horas de la noche no había tanta actividad en comparación con el día, una de las cosas que más amaba era ver el cielo estrellado y las luces de las casas, carros, edificios y el cartel de neón de Torigallo titilando sin parar. Sentada ahí, aprendí a identificar en dónde estaban Marte, la Osa Mayor y la Osa Menor.
También fui testigo de los niños de la calle hurgando entre los basureros, caminando sin rumbo, durmiendo sobre cartones al frente del edificio y drogándose mientras aspiraban un trapo viejo. A veces los veía en el día cuando iba a la panadería de la zona, pero en las noches veía otra faceta que desconocía. Aunque ninguno se percató de mi existencia, sentía que, al observarlos, podía darles un poco de compañía. O tal vez ellos eran quienes me acompañaban. Depende de donde lo mires.
En la cotidianidad no había cosas tan interesantes, pero muchas veces al ver esa rutina sentía como si estuviera viendo una película.
La primera vez que vi a un travesti y a una mujer trans fue en una de esas madrugadas. Bien entrada la noche, las veía caminar como si de una pasarela se tratase. Algunas lucían atuendos hermosos, bragas azules con escarcha y el cabello rubio ondulado. Se quedaban un rato de pie en las paradas de autobuses, esperando la llegada de quienes se detenían a buscarlas. Luego ellas se montaban y no las volvía a ver hasta un par de días después. En ese momento no entendía el contexto de lo que sucedía. Pensaba que eran chicas saliendo tarde de las fiestas, pero al crecer entendí aquel escenario.
Además de la dinámica en las calles, por otro lado me gustaba ver cómo transcurría la noche en los apartamentos de mis vecinos. Si era más temprano, los veía preparar la cena, limpiar los platos, hablar solos, ordenar el cuarto o la cocina. Si era de madrugada, a veces prendían la luz y tomaban agua, luego regresaban a dormir. En la cotidianidad no había cosas tan interesantes, pero muchas veces al ver esa rutina sentía como si estuviera viendo una película. Con personajes que estaban cerca de mí y, al mismo tiempo, había una gran brecha entre nosotros.
Este lugar me permitió ver cómo transcurría la vida más allá de las paredes aguamarinas de mi casa. Amplió mi perspectiva y conocí otras realidades ajenas a la mía; incluso, en esas noches también descubrí que el silencio tiene un sonido propio. O al menos, ese silencio en las noches de Parque Aragua: un zumbido profundo que, de repente, se interrumpía con el transitar de un carro a toda velocidad. Y luego regresaba el silencio para llevarse todo su paso.
- Las noches de Parque Aragua - domingo 28 de mayo de 2023