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Elías Mejía: un poeta avant-garde en la tierra de la minificción

domingo 10 de julio de 2016
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Elías Mejía
Elías Mejía: “Disfruto leyendo poesía ya añeja de Eduardo Escobar”. Fotografía: Ricardo Noreña

Para empezar debo admitir que no puedo ser objetivo cuando hablo del poeta Elías Mejía.

En primer lugar porque profeso hacia él una admiración desde mis épocas juveniles, cuando Elías deambulaba con su barba montaraz en un destartalado Land Robert por las calles de Calarcá, Quindío, un pueblo sembrado en las cumbres del paisaje cultural cafetero colombiano conocido como “cuna de poetas”. En segundo lugar porque comparto con él la pasión por la poesía y la literatura de vanguardia.

Parafraseando al historiador y escritor quindiano Jaime Lopera Gutiérrez, podría afirmar que la figura mítica de Elías era para mí “un centauro insólito” mucho antes de conocerlo. Una figura mítica que venía precedida por la leyenda de su viaje a Europa acompañado con un grupo de intelectuales quienes regresaron al Quindío para fundar un movimiento cultural que llegó a concretarse en la revista literaria Termita, “la que descorre los velos”. Así como la leyenda de haber participado en tertulias y actividades culturales con el “movimiento Nadaísta”, grupo insigne de la literatura colombiana, liderado por el poeta antioqueño Gonzalo Arango.

Mi relación con el Nadaísmo, si es que así puede llamarse, es anecdótica.

Cuando en mis tiempos universitario decidí, en compañía del escritor quindiano Umberto Senegal, crear la revista monográfica Hermes, Elías Mejía fue el poeta seleccionado para inaugurar aquella fugaz aventura. Aún recuerdo el poema del mexicano Octavio Paz que inauguró el encuentro y se convirtió en una enseña de nuestra amistad:

Mis pasos en esta calle
Resuenan
En otra calle
Donde
Oigo mis pasos
Pasar en esta calle
Donde
Sólo es real la niebla.

En algún artículo escrito para el diario La Crónica afirmé la condición nadaísta de Elías Mejía y los comentarios no se hicieron esperar. Umberto Senegal afirmó que lo único nadaísta de Elías había sido su espesa barba de juventud. Con mala leche, el poeta Oscar Piedrahíta afirmó que Elías no podía haber participado en el nadaísmo, pues Elías no era poeta.

Estas afirmaciones me llevaron a preguntarle en una entrevista para el magazine cultural Papel Salmón de La Patria de Manizales:

—¿Cuál fue su relación con el movimiento Nadaísta y por qué le han asociado con él?

—A decir verdad, ninguna. X 504 y su libro ganador del premio Cassius Clay, Los poemas de la ofensa, fue lo primero que me gustó de este grupo. Pero me gustó de manera mayúscula; su temática, su estilo. Incluso la forma de presentar el cuerpo de los poemas, con sangría francesa, para indicar que en las páginas no había prosa sino poesía.

Gonzalo Arango, si bien lo leía en la última página de la revista Cromos, donde escribía algunas reflexiones muy agradables, no me gustaba. Como poeta, que era lo que me interesaba, me parecía pésimo. Pero luego empecé a leer también a Jotamario. Me atrajo su tono pícaro, descomplicado y cotidiano. Su manera intimista y desafiante de contar la vida en los poemas, me satisface estéticamente todavía. Ahora disfruto leyendo poesía ya añeja de Eduardo Escobar. Han sido muy buenos poetas. Pero ese fue un descubrimiento tardío.

Mi relación con el Nadaísmo, si es que así puede llamarse, es anecdótica. A La Pájara Pinta, un bar intelectual de Armenia de los años ochenta, llegaron como invitados a un recital Eduardo Escobar y Elmo Valencia. Eduardo esa noche tenía lumbago y lo que hubiera podido ser una agradabilísima tertulia, se convirtió en una sesión de acupuntura donde un médico amigo, tratando de quitarle el espantoso dolor al poeta. Al día siguiente, mientras Eduardo se recuperaba, almorzamos en una finca con Elmo y su prometida Lineth Arce Afrodita, quienes se casarían en Bogotá en agosto de 1985. Durante el almuerzo —bastante frugal por cierto— le pedí a Elmo que me invitara a la boda. Me respondió que tenía todo su “apoyo ecuménico”. En efecto, como por artes de birlibirloque, en la tarjeta de invitación fui mencionado por los contrayentes como “el profeta Elías”, e invitado a participar en el recital de celebración y acompañamiento en La Teja Corrida, después de la nadaísta ceremonia en La Porciúncula. Estuve así, en la nómina de acompañantes detallada en la tarjeta de invitación que circuló por todo Bogotá, al lado de Jotamario Arbeláez, Pablus Gallinazo —quien no asistió—, Eduardo Escobar y el Cachifo Navarro. Así puede narrase mi segundo encuentro con el grupo, sin apenas conocerlo. No me fue muy bien en el recital. Era un recién llegado en medio del prestigio legendario de los demás. De todos modos, gracias, Elmo. Ahora sé que ecuménico significa “que se extiende a todo el orbe”.


Pero la más grata sorpresa sobre su condición vanguardista, me la llevé hace poco cuando le compartí el artículo “La literatura en sus laberintos” publicado en Letralia, Tierra de Letras.

—Ah, y leí lo tuyo en la revista Letralia. A medida que me adentraba en los párrafos referentes a los escritores franceses, se me vino a la mente Jacques Roubaud, introductor del juego de go a Francia (la verdad, no lo creo, pero eso me hace decir la memoria de algo parecido que escuché cuando viví allí), fanático de la literatura experimental y autor de un renga famoso escrito hace décadas con Tomlinson, Paz y Sanguinetti en un hotel de París.

Elías Mejía es un poeta avant-garde en la tierra de la minificción.

Pero, oh sorpresa, en tu reseña sí figura Roubaud. Yo lo conocí. Y a sus padres. Caminé con él a lo largo de un riachuelo en los parajes del Aude, sin saber quién era. Su madre, ciega, para conocer mi cara, pasaba por ella sus manos. Su padre jardineaba en los alrededores de la casa de la hacienda que habían dejado a los mayordomos para que la trabajaran con la condición de que pagaran los impuestos, cultivada en viñedos —Saint Felix, se llama esa hacienda—; me parece verlo con un overol azul desteñido y una pala y una carreta. De sus gustos me queda en el recuerdo el whisky malteado y el foie gras campesino.

La mamá decía no entender la rara literatura de su hijo. Había sido profesora de inglés y el padre de filosofía —o quizás al contrario.

Una tarde de agosto fabriqué una cometa para la hija de Jacques, que no pudimos hacer volar. Caramba, ¡esa dificultad mía con las cometas!


Esta revelación de su contacto fugaz y desaprovechado con uno de los integrantes del Oulipo, el más importante grupo de vanguardia en la literatura francesa, me confirmó algo que ya sabía: Elías Mejía es un poeta avant-garde en la tierra de la minificción.

Carlos Alberto Villegas Uribe
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