El uruguayo Álvaro Díaz lo tiene claro: la literatura es cosa seria. Ha publicado tres libros, pero no se siente conforme: la gran diferencia entre la buena y la mala literatura, afirma, radica en que la buena cambia al lector. Niega entrar en la categoría de escritor y no tiene empacho alguno en decirlo. En realidad es difícil clasificarlo: es un hombre que lee y escribe mucho —entre sus ocupaciones se encuentra la de editar en la plataforma de Amazon textos de la gran literatura universal en ediciones comentadas—, es un inventor inspirado en el cuidado del medio ambiente y en la noción de que el conocimiento debe ser de acceso libre —como consigna en su biografía, que comentamos en su momento—, ha trabajado como desarrollador de software y mucho más, pero fundamentalmente es un hombre que cuestiona todo lo que el resto de nosotros suele dar por sentado.
Nacido en 1962 en Montevideo y editor de una web consagrada a los grandes maestros del género, Cuentos en Red, y pese a su insistencia en restarle méritos a su obra creativa, Álvaro Díaz ha publicado dos novelas, El legado del Sofer: la identidad de Dios (2014) y Primitivo (2019), y un libro de cuentos, Cuando cuanto cuento cuenta (2021). Son textos que alimentan el interés del lector valiéndose para ello de historias con argumentos profundos e incisivos, y de los cuales —entre otras cosas— hablamos hoy.
Álvaro Díaz y la imposibilidad de escribir para el gran público
—En el prólogo a El legado del Sofer cuentas cómo estuviste en prisión en Bolivia hace ya treinta años. ¿Qué importancia tuvo para ti, como escritor, esta experiencia?
—Tengo que responder esta pregunta en dos partes. En primer lugar, no me considero “escritor” (escribo, sí, del mismo modo que canto en la ducha sin que ningún vecino me crea cantante)… En mi opinión, escritor es aquel cuya obra le sobrevive, y no creo pertenecer a esa categoría. La obra de Borges, Rulfo, Poe o Maupassant estaba en los anales de la literatura antes de que ellos murieran, y eso les daba derecho a considerarse “escritores”. Kafka, sin embargo —cuya obra se publicó en su mayor parte póstumamente—, murió dudando de si lo era… Aclarado eso: la cárcel fue una experiencia de vida muy importante para mí. Es una sociedad en miniatura —con sus propias reglas y códigos— donde se encuentra lo peor y lo mejor de la sociedad de “afuera”. Es más fácil percibir ciertas perspectivas de la estructura social desde la cárcel, del mismo modo que aprecias mejor una obra contemplando su maqueta. No abundaré en detalles porque tomaría mucho tiempo, pero sí diré, para acercarme a la intención que adivino en la pregunta, que la privación de la libertad es relativa. La memoria y la imaginación rompen cadenas, y quizás ese descubrimiento me haya motivado a escribir… Algo que siempre quise y de lo que no me sentía capaz.
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—En esa tu primera novela planteas tus cuestionamientos en torno a la mayoría de los supuestos sobre la religión, aunque en la presentación del libro le lanzas un desafío al lector: “Si el título le sugiere que es ‘otra’ novela de sociedades secretas plagada de oscuras intenciones y teorías conspiratorias, estará incurriendo en un error”. ¿Puedes hablarnos de este tema?
—Estando en la cárcel, un cura (“Guancho”) me consiguió la fotocopia de una Biblia interlineal español-hebreo. Con la ayuda de “Antoñito” (un preso israelita) hice, en un cuaderno, un diccionario etimológico hebreo-español para mi uso. Descubrí las deliberadas tergiversaciones de la traducción, y en charlas con un eminente matemático marxista (otro preso que llegó a vicepresidente) se me ocurrió hacer una traducción literal, respetando los orígenes etimológicos de las palabras del Antiguo Testamento (el Pentateuco, más precisamente) escritas mil trescientos años antes de su primera traducción al griego… El resultado fue un texto laico (incluso pagano), que no habla de Dios, sino de antropología e historia… La novela trata sobre un texto ficticio escrito por el propio YHWH (Yahvé o Jehová) que desmitifica el texto bíblico que conocemos. El auge de El código Da Vinci en la época en que escribí (muy mal) esa novela, me llevó a hacer la advertencia, ya que traté de darle precisión histórica, evitar especulaciones caprichosas y persecuciones más afines a una película de acción que de una novela histórica.
—En tu segunda novela, Primitivo, esbozas un protagonista de una inteligencia superior, pero también con un manejo extraordinario de sus sentidos. Esto te permite exponer tus ideas sobre muchos temas, desde nuestra interpretación de la historia hasta complejos asuntos científicos, al tiempo que el personaje recorre el siglo XX con varias de las personalidades de las ciencias, las artes y otros ámbitos. ¿Cuál es el origen de esta novela?
—Primitivo nació de un intento fallido… Varias veces traté de traicionarme, de escribir algo que el gran público quisiera leer, pero fue inútil. ¡No pude! Quise escribir sobre un superhéroe cuyo superpoder fuera la inteligencia, y me di cuenta de que era imposible: la inteligencia asusta demasiado para ser el atributo de un héroe: Superman es un bruto que derriba edificios para salvar a Luisa. El inteligente es Luthor. La inteligencia es atributo del villano. En esta ficción que llamamos “vida real” ocurre lo mismo: la inteligencia de Sócrates le valió la cicuta, y aunque muchos admiran a Diógenes, nadie lo imita… Además, para que el protagonista fuera tan excepcional como lo quería, no bastaba con una gran inteligencia, porque ésta procesa la percepción de sentidos defectuosos, que proveen información limitada, incluso falsa del entorno… Para captar y analizar en profundidad la absurdidad del mundo, necesitaba una percepción tan extraordinaria como su inteligencia… El personaje fue mutando; poco a poco tomó las riendas y me obligó a reescribir la historia… Ese fue, en resumen, el proceso de gestación y desarrollo de Primitivo.
—Al final de este libro, el protagonista explica: “Una reducción drástica de la población nos haría más amigables con la naturaleza y con el prójimo; estaríamos obligados a colaborar para sobrevivir; nos forzaría a revaluar nuestro sistema de valores y a reestructurar la sociedad que, con el amor de madre en el poder, priorizaría la solidaridad”. ¿Eres optimista en ese sentido? ¿Hay una manera de que el ser humano cambie, así sea por un método tan radical como el que expone la novela?
—No. Definitivamente no hay optimismo en mí ni en la novela… Ese ser excepcional es amado sólo por quienes llegan a conocerlo profundamente. El resto del mundo lo rechaza, le teme desde que era niño, al grado de tener que vivir semioculto… Primitivo propone una solución para corregir la condición humana en el último capítulo, escrito (deliberadamente) en futuro… Un futuro imposible con una solución tan improbable como la propia existencia del protagonista. En lo personal, creo que la humanidad es un experimento fallido de la naturaleza. La conciencia de sí tuvo un efecto colateral lapidario: sobrestimamos nuestra importancia al grado de creernos capaces de corregir a la naturaleza, de luchar contra ella y vencerla. Reclamamos más de lo que la naturaleza nos concedió, y creo que pronto sufriremos las consecuencias.
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—Algo que llama la atención en esta novela es tu interés expreso en no revelar el nombre del protagonista. El lector sólo lo conocerá como “el niño” o “el hijo de Hugo”, o incluso por un apodo. ¿Qué objetivo perseguías al ocultar ese dato específico?
—Traté de realzar la importancia de “quién es” por sobre “cómo se llama”. El nombre que usa es el que él mismo se asigna, el que representa su esencia. Busqué un nombre al principio. Pudo llamarse Leonardo, Bruno, Marcel…, pero un ser único no admitía referencias. Me pareció que el nombre era irrelevante, excepto si lo adoptaba por una razón. Quizás con eso, sin intención, hice relevante la ausencia de nombre.
—Tomando en cuenta los evidentes puntos en común que tienen ambas novelas, ¿cuánto de ti hay en sus protagonistas?
—Hay más de lo que quisiera haber sido que de lo que fui. Sin embargo, no creo que exista ninguna obra literaria ni creación de ninguna índole que excluya los elementos autobiográficos. El creador crea desde su experiencia, no puede saltar fuera de su sombra… Obviamente, no siempre somos conscientes de lo que hay de nosotros mismos en lo que hacemos, porque más que de memorias estamos hechos de olvidos… Borges dijo, en una compilación de cuentos de Papini, que hay memorias tan profundas que se parecen al olvido, y yo creo que son precisamente esas memorias “olvidadas” las que más profundamente nos han marcado, las que no han construido. Por eso nuestro pasado, recordado o no, siempre estará presente en todo lo que hacemos.
Los relatos de alguien que tiene poco que decir
—En tu libro de relatos Cuando cuanto cuento cuenta se encuentran similitudes con tus novelas, en especial la exploración de ciertos extremos argumentales como, por ejemplo, las posibilidades a las que pueden acceder personajes con capacidades extraordinarias (ese escultor que crea vida, ese compositor ciego…). ¿Qué retos te plantea el cuento como género?
—En la observación inicial y en la pregunta creo identificar dos temas distintos. Respondo primero: empecé a escribir cuentos hace tres años, por recomendación de alguien a quien admiro, para mejorar mi prosa e hilar mejor los argumentos mis novelas. Siempre leí cuentos, pero me parecía un género casi tan difícil como la poesía, ya que exige una capacidad de síntesis que me era ajena. Me gustó el desafío que me planteaba. No estoy satisfecho, sin embargo. Creo que todavía me falta mucho. No encontré aún una voz propia. En cuanto a mi reincidencia argumental, la explicación es simple: creo que hay sólo dos justificaciones para escribir: crear belleza (para lo cual cuestiono mi talento) y tener algo que decir… El problema es que tengo poco que decir y termino diciendo siempre más o menos lo mismo… Y en esto quizás haya algo de esa “memoria profunda” que referí en la respuesta anterior.
Yo no sé si hago buena literatura, pero de lo que sí estoy seguro es que la gran diferencia entre la buena y la mala literatura radica en que la buena cambia al lector, lo transforma.
—Un tema que atraviesa varios de tus relatos es la naturaleza de la realidad. El protagonista de “En honor a la verdad” cree que la realidad es un sueño; en “Tubul” la muerte de una anciana determina la desaparición del pueblo; en “Del pasado incierto” planteas los múltiples matices que pueden tener las palabras con las que intentamos delinear la realidad; en “El hombre que abolió el deseo” dibujas un personaje todopoderoso. ¿Puedes hablarnos más de este tema? ¿Qué importancia tiene para ti?
—El tema no es original. Era viejo cuando Calderón de la Barca lo trató y quizás lo fuera cuando Platón concibió su alegoría de la caverna, pero en nuestro tiempo ha adquirido nuevos matices. Cada vez resulta más claro que la realidad es una creación y, por tanto, artificial. El filósofo francés Jean Baudrillard encendió una luz en ese oscuro laberinto con su concepto de hiperrealidad. Es un tema inagotable. Además (y aquí respondo algo pendiente de la pregunta anterior), un protagonista capaz de percibir lo que otros no perciben debe ser excepcional… Siendo normal podría, quizás, tener una epifanía, pero difícilmente llegará a enunciarla, porque es la élite intelectual la que marca el rumbo de la evolución humana, aunque en su momento se los condene a las llamas o la cicuta… Las palabras son falaces, no representan lo mismo para cada uno, pero son la única herramienta que tenemos para expresarnos… En “En honor a la verdad”, la sabiduría es una carga insoportable y la verdad, sólo un sueño… En “Tubul”, el pueblo desaparece al borrarse de la memoria de la gente; alguien que apenas lo recuerda preserva el círculo que lo marcó en un mapa, pero no sólo el pueblo desaparece, sino la palabra “Tubul” que una vez estuvo escrita en ese mapa… En “Del pasado incierto”, la memoria y las palabras mutan, el presente y el pasado se mezclan, “creo” es creer y crear al mismo tiempo y la única forma de preservar los recuerdos y darle sentido a las palabras es encerrar la historia en un círculo infinito… En “El hombre que abolió el deseo”, la voluntad nos hace dioses creadores de realidades atroces, y el protagonista renuncia a su omnipotencia para que otros no sufran por su ambición… Muchos pueden vivir sin cuestionarse esas cosas. Lamentablemente, yo no lo he conseguido.
—¿Cuánto de autobiográfico hay en estos relatos? En “La fuga” pareces inspirarte en lo que te ocurrió en Bolivia; hay además otras historias (“La máquina de enmierdar todo”, “El fantasma de Von Linden”…) en que la culpa parece flotar como un personaje más, y otras cuyos protagonistas son escritores y de alguna manera alteran la realidad con su arte.
—“La fuga” es mi primer cuento, y recurrí de forma deliberada a elementos autobiográficos para facilitarme la tarea de escribirlo. Obviamente, el suicidio del protagonista es simbólico, pero refiere bastante fielmente mi experiencia. La culpa, creo (y ojalá me equivoque), no le es ajena a nadie… Hace poco escribí un cuento, todavía inédito, en el que el narrador-protagonista dice: “…estoy seguro de que el infierno existe. Incluso creo saber exactamente dónde: está al final del último suspiro, en ese instante eterno donde la vida se agolpa y nos asolan todas las culpas”… Pero no es mala la culpa: sirve para remendarse, para reconstruirse un poco mejor que ayer. Von Linden quema al monstruo que fue gracias al fantasma del Nocturno. En “La máquina de enmierdar todo”, el protagonista le echa la culpa de su desgracia a los demás, hasta que entiende que él también es una mierda y se vuela la cabeza… Alteramos la realidad con cada una de nuestras acciones, aunque sean acciones ficticias de los personajes que inventamos. Yo no sé si hago buena literatura, pero de lo que sí estoy seguro es que la gran diferencia entre la buena y la mala literatura radica en que la buena cambia al lector, lo transforma. El lector que empieza una buena obra literaria no es el mismo al terminarla, porque ya sea que haya adquirido un nuevo acervo o reafirmado el propio en la confrontación, ha cambiado…
Diez años en cuarentena
—En tus libros aparecen menciones a muchos autores, pero ¿cuáles son las lecturas que sientes que te hayan marcado? ¿Cómo aprendiste a escribir? ¿Cuáles son las influencias literarias de Álvaro Díaz?
—Admiro a muchos. No quiero acusarlos de haberme influido, y menos diría que “aprendí” de ellos. No merecen esa afrenta… Admiro de Borges su profundidad, erudición y economía de adjetivos; la prosa excelsa de Onetti; las fantasías realistas de Papini; las asfixiantes remembranzas de Proust; los mundos angustiantes de Kafka; a Rulfo, Maupassant, Horacio Quiroga, Machado de Assis… Admiro a muchos, y por ellos escribo, aunque no tienen la culpa. No escribo porque crea que lo hago bien, sino porque es una necesidad, y si aprendí algo (no estoy seguro) lo hice solo. Hice un curso una vez y no sirvió de nada.
Gano poco por leer y nada por escribir (todavía no amorticé el café).
—Tienes una web, Cuentos en Red, en la que difundes el trabajo de narradores contemporáneos pero también el de grandes clásicos del género. ¿Puedes hablarnos de este proyecto?
—Cuentos en Red inició como un proyecto conjunto de doce escritores que coincidíamos en una plataforma literaria. Durante un año publicamos nuestros propios cuentos, los de autores invitados y algunos clásicos de la literatura universal. Con el tiempo el grupo se fue reduciendo hasta que finalmente quedamos cuatro. Me confiaron la dirección del proyecto y, para no seguir publicando sólo los cuentos de los cuatro que quedamos, decidimos concentrarnos en los clásicos y crear una biblioteca virtual gratuita que se caracterizara por la calidad editorial y facilidad para leer en cualquier dispositivo, con o sin conexión a Internet… Actualmente hacemos lo posible por poner a disposición de los lectores cuentos sin errores, comentados, con notas que faciliten la correcta interpretación de la obra y, cuando es posible, con ilustraciones originales, respetando siempre los derechos y publicando solamente obras de dominio público. Es de acceso libre y gratuito, sin publicidad molesta, y cualquiera puede acceder a su contenido en cuentosenred.com.
—La pandemia le cambió la vida a mucha gente. ¿Cómo te afectó en lo personal, en lo profesional?
—No me afectó en nada. Hace mucho que vivo aislado por elección. Ya llevaba casi diez años “en cuarentena” cuando surgió el Covid. Vivo de leer, y como a algunos les resultará poco creíble, lo aclaro: publico en Amazon obras clásicas anotadas y prologadas por mí, además de algunas traducciones. También publico allí libros de mi autoría, pero no he vendido más de treinta, así que no cuenta… Gano poco por leer y nada por escribir (todavía no amorticé el café).
—¿Qué proyectos desarrollas actualmente? ¿Qué podemos esperar tus lectores?
—Acabo de terminar una novela corta (o cuento largo, no estoy seguro) de humor político que escribí en broma, más como acto de rebeldía que como proyecto literario. Es una farsa realista que, por retratar una realidad absurda, tiene visos de comedia… No sé si la publicaré. Tengo miedo de que tenga éxito y deba enfrentarme a una realidad devastadora: que lo que escribo en broma sea mejor recibido que lo que escribo en serio… Sería muy triste, ¿verdad?
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