
La cotidianidad de Isla Cristina, un pueblo pesquero en la costa de Huelva, con sus faenas para agenciarse el sustento, sus personajes populares y sus tradiciones afincadas en lo más hondo del sentir humano, todo con el fondo de su condición marina, su abrazo permanente con el Atlántico, la presencia del horizonte como paisaje capital, marcó los primeros años de la experiencia vital del filósofo español Eugenio Luján Palma.
Escrito con “frases sencillas y cortas”, como le enseñó su padre citando a Azorín, Ser orilla (Editorial Onuba, Huelva, 2022) es el libro más reciente de Luján Palma, quien toma esas vivencias y las convierte en la base de un profundo planteamiento filosófico: si en vez de aislarnos nos disponemos a asumir la condición de orilla, aproximándonos a nuestros semejantes y permitiendo que ellos se nos aproximen, estaremos cerrándole las puertas a la segregación y a la marginación, conductas absurdas pues, nos recuerda, “dentro de la especie humana no cabe la exclusión por ningún motivo”.
Ser orilla es una forma de homenaje que el autor español, profesor de Filosofía en un instituto de Toledo, le hace a esa costa, a esa “isla que fue” —un terremoto hizo emerger hace varios siglos un brazo de tierra que la unió a la península—, que se convirtió en destino habitual de su infancia y adolescencia y que le inspiró las reflexiones que sobre el devenir humano lo convirtieron en el pensador que es hoy. Especialista en Unamuno, crítico de la globalización y filósofo de lo cotidiano, Eugenio Luján Palma conversa hoy con nosotros sobre su libro y sobre su trabajo.
Lee también en Letralia: reseña de Ser orilla, de Eugenio Luján Palma, por Jorge Gómez Jiménez.
Eugenio Luján Palma y nuestra piel como orilla
En Ser orilla partes de la admiración de una geografía particular, la del pueblo de Isla Cristina, y la conviertes en un verdadero entramado de pensamiento alrededor de temas como la empatía, la solidaridad, el sentimiento de comunidad o la emigración. ¿Cómo llegas a este planteamiento y concibes la creación del libro?
Soy profesor de Filosofía en un Instituto de Secundaria de la provincia de Toledo. En mis clases, no sólo pretendo transmitir conocimientos filosóficos al alumnado, sino sobre todo incitarle a la reflexión. Y, tras darle muchas vueltas a la posibilidad de escribir un libro de reflexión filosófica, paseando en los días de verano por esas playas infinitas de mi querida Isla Cristina, se me ocurrió que —a lo mejor— podría comenzar con descripciones de lugares, rincones, costumbres, o incluso recuerdos junto a mi padre, que me dieran pie después a introducir una no muy espesa reflexión moral sobre aspectos fundamentales de estas sociedades multiculturales de hoy.
En las clases, dado que mis alumnos son adolescentes y jóvenes, suelo utilizar ejemplos muy de la vida diaria para introducirles los conceptos y corrientes filosóficas. Sólo fue cuestión de adaptarlo a un lugar que me permitiera la brillantez de una narrativa poética.
Isla Cristina es un pueblo que está muy ligado a tu historia personal y al que le escribes con mucho cariño. Es algo que se aprecia en todas tus líneas. Me gustaría que hablaras sobre esto y nos comentaras también cómo conviertes la querencia por una población particular en el punto de partida de un planteamiento filosófico.
Isla Cristina (el puerto pesquero más importante de Andalucía), está en la provincia de Huelva, y es el pueblo de mi familia materna. De allí son y allí han vivido mi madre, mis tíos, mis abuelos…, y a él hemos acudido mis padres y mi hermana desde siempre. Mi padre era maestro y, tras estar destinado en Isla Cristina varios años, conoció y se casó (precisamente en el Monasterio de La Rábida) con una isleña. Pero decidieron poner la residencia más cerca de Madrid. El destino les llevó a que ejerciera su magisterio durante catorce años en un pueblo de la provincia de Toledo, limítrofe con Madrid. Y allí, en la plaza de Valmojado, nací. Eso ocurrió en diciembre, y yo ya en junio (con apenas seis meses) pasaba mi primer verano en Isla Cristina y sus infinitas playas.
Desde ese momento, mi biografía ha quedado cosida a personas, paisajes, imágenes, tradiciones, olores, sabores, luces y colores propios de este bello pueblo onubense. Después, y ya pasada la cincuentena, mi formación filosófica me llevó a interpretar esa realidad que llevo impresa en mi piel, en mi retina y en mi memoria, y que sigo experimentando cada vez que tengo ocasión, desde diversas perspectivas morales. Así surge la reflexión sobre por qué a la migración nunca se la debe considerar como un problema; o cómo el acto de burlarse, para divertirse, riéndose de otra persona con cierta deficiencia, convierte al burlador en chabacano y al burlado lo engrandece; o la necesidad de vivir las máximas vidas posibles quienes tienen una profesión cuya existencia pende de un mal golpe de mar, como es el caso de los marineros; o la importancia de la soledad para conocerse uno a sí mismo, que infinitas veces experimenté acompañando a mi padre en la pesca con caña, de importancia vital en esta sociedad tecnológica en la que vivimos rodeados de miles de amigos virtuales, en las redes sociales.

En tu libro defiendes la idea de que necesitamos “ser orilla” para comprender la sensibilidad y el padecimiento por los que atraviesa el prójimo. Estar abiertos a los demás y sentir con el otro y desde el otro. Un hermanamiento, agregas, necesario para nuestra supervivencia. ¿Puedes ahondar más en este tema?
En filosofía es normal que los autores tomen conceptos del ámbito de la cultura, de la literatura, del arte, de la religión, de la vida diaria, incluso que se inventen su propio vocabulario, para expresar sus pensamientos. Conceptos desde los que interpretar la realidad, para darle un sentido propio dentro del sistema filosófico que han creado. Y es precisamente eso lo que yo he hecho con el concepto de “ser orilla”. Algo tan trivial como el sitio en el que el mar y la arena juegan a entremezclarse; a rugir en su choque; a ser arrastrado uno por el otro; justo en ese lugar en el que los límites se difuminan, es con el que he querido representar la característica fundamental de toda persona, del propio ser humano.
A la orilla llegan nuevas olas y distintos vientos, como lo hacen a nuestra piel. De ahí el carácter moral que le doy a este concepto. Como la orilla, nuestra piel nos separa de los demás, nos hace individuos (que no es otra cosa que indivisibles, es decir: con identidad propia). Pero, como en cualquier isla, ello no conlleva vivir en aislamiento.
Ser orilla pone en evidencia que ser isleño (metafóricamente cualquier ser humano con respecto al aislamiento del otro que le proporciona su piel) no es vivir a-isla-do, sino constantemente abierto a los demás, a nuevas realidades.
De ahí la necesidad de entendernos moralmente, como esas orillas que llegan a otras, para entremezclarse en sus riberas. Algo fundamental en el mundo actual, en el que una clase casposa de políticos quieren instaurar la idea de la necesidad de levantar muros y ahondar en las diferencias entre quienes son distintos a nosotros.
Por eso, considero que este libro tiene una doble perspectiva de lectura: se puede leer por puro deleite de su prosa poética, pero también desde el escozor espiritual al que incita la reflexión moral (y cívica) que cada estampa encierra.
Por supuesto, planea sobre el libro el famoso verso de John Donne: “Nadie es una isla”. ¿Es posible realmente este nivel de empatía en un mundo que se ha vuelto cada vez más cínico, que nos induce a apartarnos del prójimo?
El concepto que yo propongo para interpretar la vida moral de las personas considero que no tiene que ver mucho con el de John Donne, salvo la propia significación del término. Él lo vincula a la relación que tiene con una masa, como es el continente del que depende, lo que filosóficamente vendría a ser el hombre-masa en palabras orteguianas. Y, sin embargo, a mí me sirve para describir la peculiaridad del ser humano, que siempre necesita del otro individuo, también orilla —y no continente—, para poder realizarse como personas. Nos vemos abocados a “ser orillas” unos de otros, y es eso lo que nos enriquece personal, social y culturalmente.
Mi “ser orilla” está más cercano al verso del uruguayo Mario Benedetti, cuando dice —preguntándose por qué es el mar—: “Suele invadirnos como un dogma y nos obliga a ser orilla”.
Lee también en Letralia: páginas escogidas de Ser orilla, de Eugenio Luján Palma.
Ser orilla contra la globalización negligente
Ante la estandarización a la que nos conduce la globalización tú opones la originalidad como remedio contra la mediocridad. “La vida mediocre y zafia de los hombres-masa nunca puede ser comparable a la que se vive con originalidad y esencia propia”, escribes. Ahora bien, ¿crees que la originalidad es una actitud que está al alcance de todos, como un conocimiento fáctico? ¿Existe forma de “entrenarse” en la asunción de la originalidad?
En 1895, en su ensayo tercero de En torno al casticismo, Unamuno escribe la siguiente reflexión: “Llega la ceguera a tal punto, que llamamos original a lo menos original. Porque lo original no es la mueca, ni el gesto, ni la distinción, ni lo original: lo verdaderamente original es lo originario, la humanidad en nosotros. ¡Gran locura la del querer despojarnos del fondo común a todos, de la masa idéntica sobre la que se moldean las formas diferenciales, de lo que nos asemeja y une, de lo que hace que seamos prójimos, de la humanidad, en fin, del hombre, del verdadero hombre, del legado de la especie!”.
Por ello en mis estampas reivindiqué la originalidad, la radicalidad (de raíz, de fundamento) de ser persona. Y esa es la que, precisamente, nos une a todos en las diferencias regionales, estatales o culturales en las que se desarrolla nuestra vida a diario. Esa es a la que debemos tender todos, descarnar de nuestro interior a través de las acciones más comunes, desde nuestra estructura humana de “ser orilla”. La desgracia de la globalización es que pretende imponernos una de los cientos de diversidades que existen, igualarnos a todos desde una manera particular de sentir y entender la realidad, no desde la originaria, que no es otra que ese legado de la especie que subyace en toda cultura y todo individuo.
De ahí que las circunstancias acaecidas por diferentes individuos en una apartada esquina del remoto pueblo de Isla Cristina puedan tener una dimensión universal. Ser entendidas, vividas, sufridas o sentidas por cualquier otro individuo de la cultura más lejana, y distante.
Los procesos incorporados en la globalización nos han dado un alto nivel de progreso basado en la interconexión y la estandarización, pero también han tenido impactos negativos sobre la explotación de los recursos naturales y la identidad cultural de los pueblos. Sin embargo pareciera que la humanidad marcha alegremente hacia la desgracia, poniendo en riesgo incluso nuestra supervivencia como especie. ¿Estamos aún a tiempo de revertir esto?
El problema radica, precisamente, en obviar el auténtico calado que debería tener la idea de globalización, y centrarse únicamente en pretender imponer a todos, planetariamente, un sistema económico y de desarrollo concreto.
A fuerza de los problemas naturales por todos conocidos, consecuencias directas de nuestro exacerbado consumismo, que repercuten en el bienestar diario de nuestras generaciones —y que lo harán más aún en las futuras—, espero que este concepto más negligente y superfluo de globalización vaya dando paso a ese otro que acabo de comentarte: el de buscar entre todos aquel legado de la especie que nos une, que nos hace ser originarios. Y desde él, “ser orilla” para los demás.
Mis investigaciones me han llevado a encontrar una unidad de sentido en toda la producción literaria y filosófica, así como en todas sus actuaciones, de don Miguel de Unamuno.
La reivindicación de Unamuno
Eres un especialista que ha dedicado buena parte de su vida a investigar la vida y la obra de Miguel de Unamuno y, de hecho, tus dos libros anteriores han sido acerca de este tema. Sin embargo, en Ser orilla emergen ante el lector el filósofo y el poeta que habitan en ti. ¿Puedes hablarnos de este cambio de registro?
Como bien dices, llevo décadas estudiando el pensamiento de Unamuno, su obra; y, como has podido observar, ha dejado influencia en mí. Comencé trabajándolo para elaborar mi tesis doctoral (Trayectoria intelectual del joven Unamuno), donde me di cuenta de que existe una falacia muy extendida al hablar de “los muchos ‘Unamunos’ que existen en su propia biografía y producción”. Mis investigaciones me han llevado a encontrar una unidad de sentido en toda su producción literaria y filosófica, así como en todas sus actuaciones: desde la tribuna de su rectorado, hasta como parlamentario o político. Una idea nada conocida que, desde entonces, me dedico divulgar en mis artículos, ensayos y múltiples conferencias. Reconozco que la pesada losa con que el nacionalcatolicismo franquista intentó desactivar su auténtico pensamiento está aún impidiendo extender el verdadero sentido de toda su obra. Algo incomprensible después de cuarenta y cinco años de democracia que vivimos en España.
Este trabajo me ha llevado a ir elaborando una visión propia de la realidad, a buscarle un sentido filosófico a eso que llamamos ser persona, y a las relaciones interpersonales que se dan en toda sociedad. Y se me hizo necesario preguntarme por un problema moral que aparece en todas las sociedades actuales, agravado por la globalización: el de la intersubjetividad humana.
Un tema que, evidentemente, no es nuevo, ya que para mí es el problema central de la fenomenología de Husserl, aunque los más puristas de sus seguidores lo hayan querido mantener en un segundo plano, incluso considerarlo como algo residual en la obra del maestro de Friburgo. Ser orilla es mi aportación a la resolución de este conflicto. Solamente viviendo abierto a los demás podremos entender qué los lleva a actuar de una manera determinada y a empatizar con ellos. Solamente entendiendo que estructuralmente todo ser humano es orilla para el otro —y viceversa— estaremos en el camino de solventar este grave problema. Solamente comprendiendo que ni la piel es capaz de aislarnos del otro, sino de ponernos en relación con él, aceptaremos al otro como necesario para mi existencia humana. Sobre todo, a día de hoy, donde vientos de fascismo y totalitarismo recorren Occidente.
Justamente una de las cosas que más resaltan de este libro es cómo manejas la palabra, apelando a un lenguaje poético para expresar no sólo la emoción por el terruño sino incluso tus opiniones filosóficas. Se aprecia que hay allí una educación de la prosa. Me gustaría que nos hablaras de tus influencias, de las lecturas que te han formado.
Mi padre era maestro, de lengua y literatura, en un colegio rural. Y, evidentemente, asistí a sus clases. Siempre nos recordaba, en aquellos años de una inicial adolescencia, que “hay que aprender a escribir como Azorín, con frases sencillas y cortas, que son las que muestran la claridad del pensamiento”. Y llevo practicando esta máxima toda la vida. Una recomendación que me ha venido muy bien para expresar los pensamientos filosóficos, porque es cierto que abusar de las subordinadas enreda las ideas y no favorece la reflexión.
Además, Machado siempre me ha fascinado, como poeta y prosista. Aquel Mairena, que pone en práctica narrativa el sentido común y la expresión coloquial, es sublime. Pero es que Juan Ramón Jiménez, también en su vertiente prosista, es maestro en el uso de un lenguaje luminoso, brillante, descriptivo de emociones, sin caer en el barroquismo del exceso de adjetivos vacíos. Capaz de trasmitir sensaciones y sentimientos como si los estuvieras viviendo. Mi fuente son los clásicos, es un defecto que tengo.
Y quise combinar esto con la árida —a veces— reflexión filosófica. Desde una de mis premisas: conectar con el hispanismo filosófico, que tantas aportaciones ha hecho al mundo de la filosofía. En España aún vivimos cercenados, amputados, desconectados, de las generaciones que reflexionaron antes y durante la Segunda República. La dictadura franquista frunció tal velo sobre ellos que estamos desamparados, huérfanos de sus ideas. Es como si desde los años de la transición tuviéramos que reinventarnos de nuevo, nacer de la nada. Y no nos hemos dado cuenta de que solamente nos hace falta mirar hacia atrás, a aquellas generaciones de pensadores hispanos (de un lado y otro del océano), para encontrar ese banderín de enganche que permita recobrar nuevos vuelos al hispanismo filosófico.
Miguel de Unamuno fue un genio. Un genio aún por reconocer en su doliente España, que pronto se olvidó de él.
Me llama la atención que uno de los cursos que has dictado en la Universidad de La Laguna es sobre la relación de Unamuno con el cine. Sobre Unamuno y su enfrentamiento histórico con Millán-Astray hay una película reciente de Alejandro Amenábar, Mientras dure la guerra, con poca o nula distribución, lamentablemente, fuera de España. ¿La has visto? Como especialista en la vida y obra del autor de esa maravilla que es Niebla, ¿la recomendarías?
Niebla es una “maravilla” porque es una obra de arte de la literatura universal. Miguel de Unamuno fue un genio. Un genio aún por reconocer en su doliente España, que pronto se olvidó de él. Una tarea de reconocimiento y divulgación de la unidad de sentido de su obra, en la que llevo años invirtiendo mi tiempo. Sin duda, ha sido el intelectual más importante que ha tenido este país: más que Ortega, que sí que fue reivindicado y reconocido por la Transición. Un reconocimiento que aún debemos al inigualable don Miguel.
Tuvo tal avidez de conocimiento, y de estar al tanto de lo último que se escribía en ciencia y literatura, que, en una carta de principios de los noventa del siglo XIX, cuando aún se presentaba a las oposiciones y suspendía, le comentaba a su madre Salomé que era porque no le entendían: porque él aportaba datos y teorías que ya pululaban por Europa, pero que aún no habían calado en la intelectualidad de nuestro país.
Sin entrar en aspectos filosóficos o de compromiso político con el liberalismo del XIX (la defensa a ultranza de todas las libertades del individuo), Unamuno fue un revolucionario en la literatura. De hecho, el género actual de la novela (y del teatro) es incompresible sin las obras —nivolas— de don Miguel.
Respecto a la película de Amenábar, Mientras dure la guerra, salvando que como película debe tener una unidad dramática, ha servido para reivindicar entre el público la obra y el compromiso de este gran intelectual. Los hechos están bien dramatizados, e independientemente de que la famosa expresión de “venceréis, pero no convenceréis” fuese dicha de una manera u otra, solamente el expresarla en aquel Paraninfo tomado por el fascismo dignifica la labor de un intelectual. Sólo Unamuno, solo, pudo enfrentarse cara a cara al fascismo más intolerante.
Me gustaría desde aquí invitar a los lectores a acercarse a la magna obra de Unamuno, sin que se reduzca a Niebla —que es una joya de la literatura universal—, sino también a sus artículos, a sus incalculables cartas, a su teatro y —cómo no— a sus otras novelas. Por ejemplo, en La tía Tula introdujo un concepto de cuya paternidad muy pocas feministas lo recuerdan: el concepto de sororidad. Unamuno, sin duda, fue un adelantado a su época en muchos aspectos, también en la defensa de la igualdad (como gran liberal que fue).
Caminar para escribir
Aparte de tus dos libros anteriores, tienes una activa vida intelectual dictando conferencias, redactando artículos o dando clases. ¿Cómo es Eugenio Luján Palma al momento de escribir? ¿Cuánto tiempo le dedicas a esto?
En la Facultad de Filosofía y Ciencias de la Educación de la Universidad Complutense de Madrid, la famosa e influyente Facultad de Filosofía de la Escuela de Madrid de décadas anteriores, tuve el honor de coincidir con un gran profesor y docente de la filosofía, el catedrático Manuel Maceiras. En sus clases de filosofía antigua del primer curso, nos recordaba que había que acostumbrarse a escribir a diario: que no es lo mismo que escribir un diario. Y es otra de esas máximas que he intentado seguir durante mi vida profesional.
Pero para escribir hay que tener ideas, y éstas me fluyen con el caminar. Así que mi andar diario me permite escribir todos los días, reflexionando sobre las más diversas ideas que me van surgiendo. Como bien sabes, en el proceso creativo literario no todo texto al que se le da una forma acaba por ser utilizado como texto definitivo. Pero, sin embargo, el esforzarme por que tenga sentido su expresión, en ajustar mis ideas del momento al hecho lingüístico, me permite ordenarlas y clarificarlas.
En el frontispicio de la entrada de esa Facultad de Filosofía aparece la llamativa inscripción latina: “Siste Viator”, a modo de las estelas latinas que buscaban detener al caminante para dar a conocer la vida del difunto enterrado. Pues bien, ese “detente, caminante”, en mí se ha transformado en un “camina para entender”.
El prólogo está firmado por un ilustre isleño: Rafael López Ortega. Ilustre porque siempre ha tenido una vocación de isleño, allá por donde ha ido, sin abandonar nunca a su pueblo.
Ser orilla se compone de once estampas donde ahondas en la vida íntima de Isla Cristina, y la vuelves universal desde las reflexiones con las que completas cada vivencia, rincón o paisaje que describes. Pero es llamativo cómo el prólogo no es un mero trámite para introducir al autor, sino que podría ser considerado como una estampa más: la duodécima. Tú, como creador de la obra, ¿cómo lo percibes?
El prólogo está firmado por un ilustre isleño: Rafael López Ortega. Ilustre porque es un empresario que se ha creado a sí mismo, desde que se instaló en Madrid en los años 50 para ganarse la vida. Ilustre porque siempre ha tenido una vocación de isleño, allá por donde ha ido, sin abandonar nunca a su pueblo. También ilustre porque, no sólo colaboró desde muy joven con el periódico local La Higuerita, sino que además se convirtió en su mejor patrocinador y director, conduciéndolo de una u otra manera hasta su reconocimiento como uno de los dos periódicos centenarios de España. Pero ilustre también porque, a su vocación isleña, se le une la de editor, facilitando la publicación de obras de escritores, periodistas, investigadores y poetas nacidos o con vinculación a Isla Cristina. Es un mecenas de la cultura en Isla Cristina, y así es reconocido por todos, y así se le ha reconocido oficialmente. Y respecto a Ser orilla, fue a él a quien —precisamente en las oficinas del periódico La Higuerita— le informé de los primeros capítulos, explicándole lo que pretendía hacer. Y a lo que muy amablemente, ya desde esos inicios, se prestó a colaborar con un prólogo. Que, como bien dices, hay que considerar como su duodécima estampa: esa que, con tanta maestría, cose al resto, presentándolas como unidad. Ha sido para mí todo un honor que mi Ser orilla se abre con ese pequeño texto suyo, como preámbulo de los míos, pero lo es más contar con su apoyo, su implicación y, sobre todo, su amistad.
Me gustaría saber si preparas actualmente alguna otra obra que, como Ser orilla, se salga de la estela unamuniana. ¿En qué proyectos estás trabajando?
Actualmente tengo dos proyectos abiertos. El más ambicioso y a largo plazo es un libro de ética en el que profundizo en este concepto moral donde toda persona estructuralmente “es orilla” de los demás (y esbozado en esta breve obra). Con el que pretendo ofrecer unas reflexiones que nos lleven a comprender el origen de los conflictos actuales de las sociedades multiculturales, y sus posibles soluciones preservando siempre la dignidad de toda persona.
Lo más inmediato también gira sobre esta idea, pero en una obra de teatro. Aunque me está costando terminarla, me encuentro ya en una fase muy avanzada de su elaboración. En ella aparecen resonancias de la obra de Unamuno, como es la desnudez del contexto, de los hechos. Así pretendo poner sobre el escenario la tragedia desnuda, el drama puro y duro. Sin aspectos decorativos que distraigan al espectador de la reflexión que conlleva, resaltando esa situación agónica (de lucha) en la que inevitablemente nos encontramos todos nosotros, como individuos y ciudadanos. Y que, además, se trate de un relato íntimo —propio de las obras de don Miguel— en el que dos actores se confiesan ante el público (que se configuraría como el tercer actor).
Creo que el formato puede ser también impactante o llamativo, como es la propia estructura de mi último libro, Ser orilla, porque fuerzo a que el escenario se diversifique en diversos planos a la vez. Lo que puedo adelantar es que creo que su puesta en escena puede ser, si no novedosa (porque eso sería un atrevimiento por mi parte), sí al menos impactante para el espectador: pues, tras la primera escena, no se espera el giro que tomará en la segunda.
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