
A Mercedes Lago la convencieron de que su hija murió al nacer. Décadas más tarde, cuando una carta le informa de la verdad, emprende una venganza para cuyo desarrollo poco importará que ahora esté mayor y que empiece a acusar síntomas de demencia senil. La más reciente novela de la escritora española Esther Domínguez Soto, La cuna vacía, es una obra de una gran crudeza en la que se pone de manifiesto cómo el poder del dinero y la corrupción de las instituciones pueden pisotear al individuo y aprovecharse de él.
Colaboradora de Letralia desde 2018, Esther Domínguez Soto (Santiago de Compostela, Galicia, 1953) trabajó como profesora de inglés en un instituto de Pontevedra hasta su jubilación. No es la primera vez que incursiona en el género negro: ya en 2015 publicó Garum, en la que hace su debut la teniente Chelo Expósito que tiene un papel principal en La cuna vacía. Además tiene una novela histórica, El rubí de Marco Polo, con la que obtuvo en 2017 el I Premio de Novela Feli Úbeda, y un libro de cuentos, Malos amores, de 2018. En este género ha ganado también varios premios. Textos suyos han aparecido en medios de España, Alemania, Argentina, Chile, Costa Rica, Estados Unidos y México.

Esther Domínguez Soto y la caja de Pandora
—La cuna vacía narra con eficaz soltura una trama que tiene su origen en hechos acaecidos a muchos años de distancia y en la que tienen especial protagonismo la injusticia y la violencia de nuestros tiempos. ¿Puedes contarnos cómo llegas a esta historia? ¿Tiene asideros en hechos reales o ha sido todo de tu invención?
—Por desgracia, el robo y la venta de bebés es un delito muy antiguo. Buen ejemplo es el juicio de Salomón, cuando una mujer intenta apoderarse del bebé de su vecina al descubrir que el suyo ha muerto. Y, de vez en cuando, te enteras de que se ha destapado tal o cual red de trata de niños en cualquier punto del mundo. La trama principal de La cuna vacía se basa en una de esas noticias. Yo simplemente me puse en la piel de alguien a quien le han robado su bebé y, a partir de ahí, creé un personaje que vive durante décadas creyendo que su niña había muerto al poco tiempo de nacer y que, al final de su vida, se entera de que ambas, madre e hija, han sido víctimas de un atropello imperdonable. De que a ambas les han robado media vida.
—La protagonista de la novela atraviesa un calvario bastante singular, no sólo por lo que le han hecho y por lo que está resuelta a hacer, sino también por su propia condición de salud. ¿Puedes contarnos cómo fue la elaboración de este personaje?
—Imaginando cuál sería mi primera reacción si estuviera en su piel. No quiero decir con esto que, tras los primeros momentos, me dedicara a cargarme a todos los implicados en algo tan injustificable, pero dejé volar la imaginación y ésta siempre me llevaba al mismo sitio. Mercedes Lago no se ve como una asesina sino como una justiciera, alguien que busca ajustar cuentas con los responsables del robo y posterior venta de su niña. Y lo hace acuciada, no sólo por el dolor de su pérdida y el odio que siente hacia quienes llevaron a cabo algo tan monstruoso, sino también por el hecho de que padece una demencia senil. Y sabe que le queda muy poco tiempo para hacer realidad su venganza antes de que la enfermedad la venza y la suma en un limbo del que ya no podrá salir. Una carrera contra el olvido. La situación es tan dolorosa que Bea Castro, la cabo primero, afirma: “Este caso… ¡Qué cosa más triste, madre mía! ¡Qué tragedia! Tiene razón Alicia. A pesar de todo lo que hizo, pobre mujer. ¡Lo que debe haber sufrido!”. Y yo estoy de acuerdo con ella.
Lee también en Letralia: reseña de La cuna vacía, de Esther Domínguez Soto, por Alberto Hernández.
—Haces objeto de una gran elipsis narrativa esa carta en la que se revela la terrible verdad de la novela. Se la menciona al principio y luego volverá en diversos puntos de la obra, pero su contenido será revelado al final. “Necesito su perdón”, escribe el autor de la carta, que quizás ha podido enviarla antes y no esperar a que su destinataria sea una mujer mayor y de salud inestable. ¿Hay en esa actitud un ejercicio de cinismo? ¿Intuye o espera el autor de la carta que ésta desencadenará todo lo que ocurrirá en la novela?
—Además de un indudable ejercicio de cinismo, hay una extraña necesidad de ¿confesar, intentar justificar? un delito y esperar un perdón del todo inmerecido. Es una confesión extemporánea, movida por el miedo a lo desconocido que nos espera tras la muerte. No debemos olvidar que quien compra ese bebé, a sabiendas de que se lo han robado con engaños a su madre, está también muy enfermo y no quiere morir sin compartir el peso de su culpa, no con un sacerdote que pueda aliviar su carga, sino con su víctima. Un acto de puro egoísmo y crueldad que pone de manifiesto que su arrepentimiento es, más que dudoso, increíble. Algo que reabre viejas heridas y equivale a soltar un virus que acabará infectando todo lo que lo rodea. Esa carta es la llave que abre la caja de Pandora, que a su vez provoca una verdadera tormenta perfecta. Odio hacia el que escribe, su mujer y todos los cómplices necesarios para llevar la venta a buen puerto; la enfermedad que la obliga a “trabajar” a contrarreloj y la sensación de vacío que no hace sino exacerbar sus sentimientos. Los resultados ya los conocemos. Dolor, amargura y muerte.
—Como en toda buena novela negra, en La cuna vacía no hay un solo y claro culpable. Me llama la atención en particular cómo intervienen representantes de las instituciones religiosas, médicas y ciudadanas en el conflicto primigenio, el que desencadena toda la historia. ¿Qué puedes decirnos al respecto?
—La cuna vacía no gira alrededor de un robo o un asesinato por celos o codicia. Es lo que podríamos denominar “un delito que se comete en solitario”. A una mujer, joven y abandonada por su amante, se la hace creer que su niña recién nacida está muerta cuando está siendo entregada a un matrimonio que se la lleva para hacerla pasar por su hija biológica a cambio, por supuesto, de una buena cantidad de dinero. Para este tipo de delitos hacen falta colaboradores. Por desgracia, los principales culpables, dos médicos y una religiosa, traicionan los juramentos que en su día prestaron, y la mayoría de los implicados en esa vergonzosa compraventa pagan el precio que la madre considera justo.
Lee también en Letralia: primer capítulo de La cuna vacía, de Esther Domínguez Soto.
Las mujeres, protagonistas de La cuna vacía
—Haces un uso intenso del diálogo como canal para que la trama avance. Hay capítulos enteros, de hecho, en los que apenas aparece otra figura que no sea la del diálogo. ¿Qué retos representó para ti esta estructura?
—Prefiero que los personajes se presenten solos. No me gustan esas descripciones largas, tan decimonónicas, en las que el narrador omnisciente lo dice todo. Los personajes hablan porque, estoy convencida, esa es la mejor forma de conocerlos, de observar cómo funcionan sus mentes. Esos lapsus que, muchas veces, dicen a gritos lo que realmente piensa la persona que habla, o los silencios. Las descripciones —también muy útiles, por supuesto— las utilizo para situar a los personajes en determinado lugar y tiempo o aclarar alguna circunstancia que el lector debe saber para la correcta comprensión de la trama, pero, como a la teniente Expósito, me gusta que la gente hable. Es la mejor manera de conocer a quienes nos rodean. ¿Retos? Pues tener que dotar a cada personaje de un lenguaje creíble. Todos tenemos nuestro idiolecto y en una novela con mucha gente entrando y saliendo hay que tener mucho cuidado de no confundirse y presentar a alguien extrovertido para, más tarde, convertirlo en un tímido patológico y, unas páginas más adelante, hacerlo hablar con una soltura que chirriaría a los lectores, que se preguntarían si hay dos personajes con el mismo nombre o es uno solo, pero con personalidad múltiple. ¡Vaya lío!
—Asistimos actualmente a una resignificación de los roles de género y una revaloración de los derechos de la mujer. ¿Qué tiene que decir al respecto La cuna vacía, una novela marcada por las acciones de varios personajes femeninos?
—Los personajes principales de La cuna vacía son tres mujeres jóvenes: la teniente, la forense Alicia Cuenca y la cabo primero Bea Castro. Las mismas que aparecen en mi primera novela negra, Garum —el debut de Chelo Expósito—, y en varios relatos. Un poco más tarde, a este trío se unió la juez Príncipe, con lo que ya tenemos el cuarteto que interviene en la resolución de los casos. Y quise que fueran mujeres por razones muy simples. En primer lugar, porque me resulta mucho más sencillo meterme en el cerebro de una mujer, porque yo también lo soy y eso ayuda a que los personajes sean más creíbles. En segundo lugar, porque me pareció una buena idea reunir a un grupo de mujeres, muy buenas cada una en su profesión —y que no deben sus cargos o rangos a ninguna cuota impuesta desde un partido político—, a investigar o ayudar en la resolución de casos que, en palabras de la juez, son “difíciles y enrevesados”. Y, como no me gusta ese enfrentamiento tan artificial como peligroso de hombres contra mujeres que se está imponiendo sí o sí, mis personajes masculinos no se limitan a ser simples figurantes o los malos de la película, torpes, zafios o maltratadores. Para nada. Todos, nosotras y ellos, somos capaces de llevar a cabo las maldades más repelentes o de hacer grandes sacrificios por una causa justa. Los seis miembros masculinos del cuartel, Félix, el cura roquero o Pepe Soto, el librero amigo de Chelo, por poner un ejemplo, son buenas personas, gente honrada e inteligente que se esfuerza en hacer su trabajo de la mejor forma posible y sin dañar a nadie. Como las chicas. Ni más ni menos. Y por supuesto, también hay “malos” de ambos sexos.
—Se dice que el autor siempre está presente en sus creaciones, y recuerdo en este momento ese relato de Chesterton en que el padre Brown declara que él cometió todos los crímenes que investigó, haciendo referencia a que tuvo que internalizar la personalidad de esos criminales para resolverlos. ¿Cuánto de Esther Domínguez Soto hay en los personajes de La cuna vacía?
—Chelo Expósito y yo somos santiaguesas, nos encanta la lectura, la cocina y el mar. Valoramos la amistad y nos gusta observar a la gente que nos rodea. ¡Ah! Y tenemos lo que en Galicia llamamos retranca. O lo que es lo mismo, decir algo con doble intención, aunque sin ánimo de ofender. En una palabra, ironía de la fina. Alicia Cuenca tiene un sentido del humor casi tan negro como el mío y, como a mí, le dan miedo los perros; Bea Castro, la cabo primero, está convencida de que “un asesinato da mucha vidilla al trabajo” —al suyo y al mío; sin un muerto mis protagonistas no podrían trabajar. Y los demás personajes son más bien un reflejo de la gente que tengo a mi alrededor. De ahí saco detalles con los que completar las personalidades de la dotación del cuartel, los vecinos y también de los maleantes que desfilan por San Martín de Estelas, el pueblo donde viven y trabajan las protagonistas. Por suerte para mí, en mi entorno abundan las buenas personas y de las malas —después de tomar algunas notas— ya me alejo yo, porque todo se contagia.
Desde hace unas décadas, se han abandonado las reglas que rigen la novela negra desde sus inicios para dar cabida a obras que no encajan en el género.
“No todo son sangre y tripas”
—En La cuna vacía se menciona un par de veces a Agatha Christie, una de las grandes figuras de la novela negra. ¿Puedes hablarnos de tus influencias?
—La verdad, muchas. Además de Agatha Christie, me encanta Conan Doyle y sus dos protagonistas, tan diferentes entre sí —el racional Holmes y el impulsivo y romántico Watson— pero que se complementan a la perfección. M. R. James y sus cuentos tan inquietantes. P. D. James y su inspector poeta. Wilkie Collins, uno de los creadores del género. ¿Y qué decir de Andrea Camilleri y Salvo Montalbano, una especie de cazador solitario, como él mismo reconoce durante una discusión con su segundo de a bordo, Mimí Augello? Y aparte de la novela negra, pues un montón de nombres de novelistas y ensayistas. Jane Austen, Yourcenar, Stevenson, Quevedo, Virginia Woolf, Yuval Harari, Karen Armstrong, Vivian Gornick, George Steiner o Alain Kinkielkraut, entre otros.
—La novela negra ha sufrido un sinfín de mutaciones, en la búsqueda permanente de causar un impacto en el lector por la vía de la novedad. ¿Cómo ves el género actualmente en España?
—Desde hace unas décadas, se han abandonado las reglas que rigen la novela negra desde sus inicios para dar cabida a obras que no encajan en el género, aunque en ellas se incluyan unos cuantos muertos. De ahí que ahora nos encontremos con un árbol del que brotan infinidad de ramas con subcategorías extrañas que los editores publican como novela negra hasta dar la sensación de que cada autor tiene su propia etiqueta. “Narcoliteratura”, “noir sobrenatural”, “Neo Polar”, “true crime”, “gastronoir”, “nazi crime”, “tartan noir” y, naturalmente, el femikrimi, las novelas negras escritas y protagonizadas por mujeres. En una gran parte, y no sólo en España, dichas protagonistas parecen trasuntos de sus colegas masculinos. Son agresivas, ejercen el mando en comisarías y cuarteles de una forma combativa, mordaz, que recuerda mucho al despotismo, llegando incluso a la violencia física contra sus compañeros de trabajo. Una especie de revancha literaria que, a veces, cuesta comprender.
—Nos gustaría saber en qué proyectos literarios te ocupas. ¿Te mantendrás en el género negro o preparas alguna obra en otro género?
—Pues creo que sí, porque, aunque suene a puro morbo, me lo paso de maravilla y es lo que más me gusta. Ya dije que coincido con la cabo Castro en lo de “donde se ponga un buen asesinato…”. Dejando aparte mi gusto por lo negro, disfruto mucho escribiendo relatos de humor. Por eso, además de añadir toques humorísticos, incluso en las novelas negras —no todo son sangre y tripas—, pues a veces me paso a temas más divertidos o al relato histórico, que también me gusta mucho.
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