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La cuna vacía, de Esther Domínguez Soto
(primer capítulo)

sábado 17 de junio de 2023
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“La cuna vacía”, de Esther Domínguez Soto
La cuna vacía, de Esther Domínguez Soto (Caligrama, 2021). Disponible en Amazon

La cuna vacía
Esther Domínguez Soto
Novela
Caligrama Editorial
Sevilla (España), 2021
ISBN: 978-8419178121
318 páginas

El ramo se desparramaba cada vez que la mujer intentaba enderezarlo. La lluvia, menuda y persistente, contribuía a que las flores resbalaran por la cruz de mármol inclinándose hacia el suelo irremediablemente. Dándose por vencida, la mujer dejó el ramo sobre la tumba y contempló fijamente la inscripción: “Belén Carballa 1962 – 1995. Tus padres no te olvidan”. Acarició las letras con las puntas de los dedos, suavemente, como si temiera hacerles daño. Treinta y tres años. Una vida demasiada corta. ¿Cómo hubieran sido las cosas si…?

De pronto se sobresaltó. ¿Qué hacía allí? ¿De quién era esa tumba? ¿Por qué estaba arrodillada sobre la lápida de una desconocida? Giró la cabeza en busca de algo que le resultara familiar. Pero nada la ayudó. Cuando visitaba la tumba de su marido, Kurt, veía unos abetos de ramas gruesas que llegaban casi al suelo y hojas oscuras que daban sombra a aquella zona del cementerio. Pero allí donde estaba ahora, no había árboles. Tampoco veía la carretera que se divisaba desde el cementerio suizo situado en una loma, lo que hacía que las tumbas parecieran estar deslizándose hasta lo más profundo del valle. Ni la marquesina de la parada del autobús. El que siempre tomaba para ir al cementerio. Sintió pánico. ¿Dónde estaba? La invadió una sensación de vulnerabilidad que se hacía más y más punzante cada vez que se quedaba con la mente suspendida en una especie de vacío, en un limbo amenazador y próximo. Sacudió la cabeza en un intento por ordenar las ideas que se atropellaban en su cerebro impidiéndole recordar. Pero, en esos momentos solo tenía sensaciones, no ideas. Y menos todavía, recuerdos.

Intentó no dejarse llevar del miedo. Miró a su alrededor buscando desesperadamente una pista, algo que la ayudara a contestar a sus propias preguntas, Un detalle que la tranquilizara. Sabía que esos episodios eran normales en su enfermedad y que serían cada vez más frecuentes hasta que su mente quedara definitivamente enganchada en el olvido y no regresara ya a la realidad. Por eso los temía. No porque el olvido la apenara. Para ella se habían acabado los buenos recuerdos, aplastados por un pasado trágico. Los temía porque la angustiaba la idea de no tener tiempo para cumplir la misión que se había marcado desde el momento en que recibió la maldita carta que llevaba siempre consigo. La carta que, primero la había sumido en la pena más profunda, después la hizo sentir odio hacia todos los que habían contribuido a aquel atropello y, a continuación, en una rabia sorda, que exigía venganza, aunque ésta fuera tardía.

De pronto se encendió una luz, volvió a recordar. No estaba en Suiza sino en el cementerio de Pereiró, en Vigo, en una tarde lluviosa y desapacible de febrero. Y tenía cosas que hacer antes de que la enfermedad se lo impidiera. Volvió a acariciar la inscripción —ahora sí recordaba—, se levantó lentamente y se dirigió hacia la salida. A la izquierda de la lápida de Belén Carballa, estaba la de su padre, Ramiro, pintarrajeada con pintura negra. Ni se molestó en recoger el bote con el que había hecho la pintada.

Lee también en Letralia: reseña de La cuna vacía, de Esther Domínguez Soto, por Alberto Hernández.

El cementerio estaba casi desierto a esa hora de la tarde. Las pocas personas que vio camino de la salida eran mujeres ya mayores que estaban ocupadas en arreglar ramos y adecentar búcaros y lápidas. Pasó de largo. No le interesaba entablar conversación con alguna viuda sobre lo bajas que eran las pensiones de viudedad y lo solas que las dejaban los hijos.

Anduvo por la Avenida de Castrelos, adornada para los desfiles del Carnaval. Cada vez duraban más las celebraciones, meditó. Cuando ella era niña, las fiestas, todas, eran más cortas. Ahora parecían de chicle, se alargaban como si la gente quisiera vivir en una juerga perpetua, como si tuviesen miedo a que todo terminara de repente y quisieran apurar hasta el último minuto de bailes, comilonas y luces. Como queriendo darle la razón, se cruzó con un grupo de niños con las caras pintadas o tapadas con caretas hechas en el colegio y eso que todavía faltaban unos diez días para el Carnaval. La mayoría iban disfrazados de personajes de comics. Uno de los niños la miró con fijeza, intrigado por algo que vio en su expresión. La siguió observando, sin apenas moverse, hasta que su madre, impaciente, tiró de él y el chiquillo siguió andando, arrastrando los pies, olvidada su momentánea curiosidad. Ella continuó su camino y pasó por delante del estadio de Balaídos, iluminado como un árbol de Navidad. Había partido del Celta esa tarde y una música estridente y los comentarios por megafonía conseguían que todo el mundo en unas manzanas a la redonda se enterara de lo que allí pasaba, lo quisiera o no. Repentinamente, una especie de rugido colectivo inundó la calle, apabulló a todo el ruido ya existente y dio un buen susto a la gente que andaba cerca. Como no había sido gol, no hubo posteriores rugidos y el partido continuó hasta el siguiente sobresalto. La mujer se dirigió a una parada de taxis. El taxista se apresuró a bajar el volumen de la radio, que era realmente infernal.

—¿A dónde la llevo?

—A la estación de autobuses, pero, antes tengo que comprar algo. ¿Hay alguna juguetería cerca a la que podamos llegar antes de que cierren?

El taxista bajó la bandera y se alejó de la acera incorporándose al tráfico.

—En el centro hay un par de ellas muy grandes. Vamos allá —miró a su pasajera por el retrovisor—. Un regalito para los nietos, ¿eh?

—Sí.

Algo en el tono de voz de la pasajera o en su mirada hizo que el taxista, hombre dicharachero al que le gustaba hablar de fútbol con sus clientes masculinos o criticar lo que cobraban las tertulianas de las cadenas de televisión si la cliente era femenina, no volviera a abrir la boca en todo el viaje. Unos treinta minutos más tarde, dejó a la pasajera en la estación de autobuses. Llevaba una bolsa de una conocida cadena de jugueterías.

Ya en la estación de autobuses, la mujer se dirigió a las taquillas. La estación estaba llena de estudiantes que regresaban a sus casas por las vacaciones. Tuvo que esperar un rato hasta poder comprar un billete para Coruña, otro para poder tomar un café en una atestada cafetería y, finalmente, por el autobús que, en parte gracias a la lluvia, llegó con retraso. Mientras el coche maniobraba para incorporarse a la autopista, la mujer miró el contenido de la bolsa. Una carita de bebé de ojitos azules, nariz casi invisible, tres pecas en cada mejilla, orejitas de soplillo, y un enorme chupete la miraba desde una caja de plástico transparente. Sacó el muñeco y sonrió. Estaba muy logrado. Hasta el lacito y el pañal que llevaba eran de color rosa. Cuando se le quitaba el chupete, el bebé se quedaba con la boca abierta y una expresión entre asombrada y temerosa. Lo acarició y lo devolvió a la bolsa con los otros seis muñecos idénticos que acababa de comprar.

 

* * *

 

Se paró ante un plano de las instalaciones. Llevaba una bolsa de unos grandes almacenes, la dejó en el suelo y fingió consultar el plano.

La mañana era fría pero no llovía, aunque las nubes, de un gris sospechosamente oscuro, no prometían grandes alegrías. Un enorme cartel a la entrada de la Escuela Hípica Los Arneses le dio la bienvenida y la informó de que el personal estaba a su disposición para mostrarle el recinto, algo que no necesitaba pues ya había estado allí y lo había recorrido tres veces buscando un lugar adecuado para lo que planeaba hacer. La gravilla crujía bajo sus zapatos de suela de goma. Sonaba como si una boca enorme triturara caramelos y ese ruido le recordaba la niñez, ese nicho acogedor en el que su mente se refugiaba cada vez con más frecuencia. Se paró ante un plano de las instalaciones. Llevaba una bolsa de unos grandes almacenes, la dejó en el suelo y fingió consultar el plano, pero no con demasiada atención. No quería que alguien se ofreciera a ayudarla. Lo último que necesitaba era a un buen samaritano siguiéndola por todo el perímetro, intentando hacer una buena obra. Se apartó del camino que llevaba al edificio principal, evitando coincidir con un matrimonio que llevaba a sus dos niños pequeños a un concurso infantil de salto que una voz enlatada anunciaba por megafonía. Una vez sola, continuó su camino, bordeó la explanada y pasó por delante de la tienda hípica. Sentía la bolsa moverse. Las ardillas estaban inquietas y saltaban dentro de su jaula. Debían de estar tan asustadas como ella cuando le daban los ataques de amnesia. “Pobres animales”, pensó mientras seguía andando sin prisas por un sendero muy bien cuidado que daba acceso a una de las pistas exteriores de hierba. En una esquina, aprovechando un ángulo de las cuadras, había un aparcamiento reservado al personal de la escuela hípica. Buscó hasta encontrar el coche que le interesaba. Se acercó sin preocuparse de si la veían o no. Nadie presta atención a una mujer mayor que busca un coche ya que nadie supone que vaya a hacer una gamberrada o algo peligroso. Por eso se movía con soltura, con aire confiado para no despertar sospechas. Si se hacía la misteriosa entonces sí que llamaría la atención. Sobre el salpicadero vio un cartel impreso con un dibujo de un poni muy sonriente que sostenía las letras que formaban la palabra “veterinario” con sus patas delanteras. Abrió una de las puertas traseras —sabía que el dueño nunca lo cerraba—, echó un puñado de semillas en el suelo del coche y metió la jaula con las ardillas en el coche. La abrió, cuidando que los animalitos no se escaparan. Cerró el coche y se alejó con la misma calma y la expresión de no haber roto un plato en su vida. Nadie la vio. Salió del centro hípico, tiró la bolsa detrás de unos arbustos y se acercó hasta la parada del autobús que la dejó en la Plaza de Compostela. De ahí al hotel donde había pasado la noche había doscientos metros como mucho. Cuando llegó, se quedó en la cafetería. Tenía hambre y una sensación de misión cumplida que la animaba a tomarse un bocado antes de regresar a casa. Pidió un plato combinado y comió frente al televisor, sin prisas. Una media hora después, hubo un avance informativo. Un locutor de una cadena local contó a la audiencia que un conocido veterinario de la ciudad, que trabajaba en la escuela hípica Los Arneses acababa de morir en un accidente de tráfico cuando regresaba a Coruña desde el centro hípico, tras concluir su trabajo. Según testigos presenciales, su coche, inexplicablemente, invadió el carril contrario a gran velocidad y acabó bajo las ruedas de un camión de gran tonelaje que acababa de incorporarse al tráfico desde uno de los polígonos industriales de la zona. La mujer sonrió y pidió un café descafeinado. Recogió su equipaje, pidió un taxi y se fue a la estación de autobuses.

 

* * *

 

Hasta que no sonó la campanilla del torno, las monjas no supieron que había alguien en el recinto.

La puerta que daba acceso al zaguán del convento de las clarisas de San Simón, en San Martín de Estelas, estaba bien engrasada. Por eso, hasta que no sonó la campanilla del torno, las monjas no supieron que había alguien en el recinto. Sor Amparo, la portera, se bajó las mangas, dejó de doblar sábanas y se dirigió a la tienda, dispuesta a atender al cliente que acababa de llegar. Las monjas eran famosas por sus dulces y licores con los que se ganaban la vida y contribuían al mantenimiento del enorme convento que su orden ocupaba desde hacía casi quinientos años. Era un edificio del siglo XVI que parecía tragarse literalmente, no sólo lo que ellas aportaban, sino todas las ayudas oficiales y oficiosas que pudieran reunir. Hacía unos días que acababan de descubrir que debían cambiar uno de los hornos del obrador —Sor Amparo prefería no pensar en lo que les costaría uno nuevo— y la superiora había empezado la ronda de llamadas para conseguir el dinero necesario. A ver si en Carnaval la gente se animaba a comprar licor café que era lo que más dinero dejaba. Corrió la cortina de la ventana que comunicaba la tienda con el zaguán.

—Ave María Purísima.

No hubo respuesta. Sor Amparo repitió el piadoso saludo sin resultado. Estaba a punto de irse creyendo que había confundido cualquier otro ruido con la campana cuando ésta volvió a sonar. Era evidente que había alguien, aunque ese alguien pareciera mudo. Después de dos intentos más por entablar conversación, Sor Amparo, que era mujer decidida, se dirigió a una puertecita que comunicaba el convento con el inmenso zaguán al que accedían los clientes. La puertecita chirrió como una condenada, dándole un buen susto a la monja, que se asomó y giró la cabeza en ambas direcciones. Allí no había nadie. Entonces, ¿para qué llamar dos veces? Ganas de fastidiar. “Claro —razonó Sor Amparo—, estamos en Carnaval y la gente cree que venir a molestar al convento tiene mucha gracia”. A no ser, claro, que hubieran dejado una limosna de forma anónima. La religiosa meneó la cabeza ante semejante pensamiento, dudando mucho que esta fuera la razón de una llamada tan extraña.

—¿Qué pasa, hermana? —Sor Teresa, la superiora, estaba a su espalda.

—¡Qué susto me has dado!

Sor Amparo dio un respingo y se llevó la mano al crucifijo que llevaba al cuello.

—Es que no te oí acercarte —dijo a modo de explicación.

—¿Por qué estás en el zaguán con el frío que hace? —se interesó la superiora. Sor Amparo la puso en antecedentes—. Pues sí que es raro —comentó la superiora—. ¿Has mirado en el torno? Tal vez han dejado algo.

—Eso iba a hacer —se dirigió al torno y regresó con algo pequeño en la mano—. Debe ser una broma —afirmó. Abrió la mano. En la palma había un muñeco, un bebé con lacito y pañal rosas y un enorme chupete en la boca.

Esther Domínguez Soto
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