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Sidi, de Arturo Pérez-Reverte

miércoles 23 de septiembre de 2020
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Arturo Pérez-Reverte
El lector de Sidi, de Arturo Pérez-Reverte, está llamado a sentir la materia de que está hecha la historia que envuelve al infanzón y sus vasallos en mitad de una España medieval.

Titular Sidi una novela sobre el Cid es ya mostrar intención de historicidad. El término andalusí sidi aparece con el posesivo en las jarchas:

Mio sidi Ibrahim,
ya tu uemne dolge,
fenti mib
de nohte.1

Por lo tanto, habría que entender mio cid como el apóstrofe mozárabe habitual en el siglo XI, que en castellano se convertiría en el conocido “mio cid”. Ruy Díaz se granjeó ese sobrenombre de autoridad entre los moros mientras guerreaba en las taifas. Este afán de historicidad, más bien historicismo o verismo, es una de las dos características del Sidi de Pérez-Reverte. De hecho, el verismo está ya en los inicios de la leyenda del personaje: el Cantar de Mio Cid (siglo XII) es una epopeya distinta a otras de su género, como la Chanson de Roland, porque estaba más cerca de los hechos que narraba y por fuerza (de acuerdo con Martí de Riquer) debía respetar el recuerdo fresco que el auditorio conservaba de ellos.

“Sidi”, de Arturo Pérez-Reverte
Sidi, de Arturo Pérez-Reverte (Alfaguara, 2019). Disponible en Amazon

Sidi
Arturo Pérez-Reverte
Novela
Alfaguara
Madrid (España), 2019
ISBN: 978-1644731062
376 páginas

La otra característica de la novela del autor murciano es un leve tremendismo al estilo de aquel poema de Manuel Machado titulado “Castilla”:

Polvo, sudor y hierro, el Cid cabalga.

El lector de Sidi está llamado a sentir la materia de que está hecha la historia que envuelve al infanzón y sus vasallos en mitad de una España medieval, donde el destierro y la excomunión podían parecerse mucho a la muerte, cuando no acarrearla, sobre todo en la frontera cristiano-mora, un territorio comanche en que el autor se mueve cómodo, entre reminiscencias de su experiencia periodística en la antigua Yugoslavia (mutatis mutandis), recreando situaciones de hombría resiliente y tenaz.

Recoge el libro un período breve, que va desde el destierro hasta la batalla de Almenar. En la tradición del Cid del Cantar, del Carmen Campidoctoris, de la Cronica Roderici (siglos XI-XII), de los romances posteriores, el personaje no había luchado nunca a favor de los moros, si bien había sido un caballero protector y benigno con los que se le sometían y especialmente fiero con el rey de Marruecos, es decir, con los almorávides. Pero se había omitido convenientemente que estuvo, entre 1081 y 1089, a las órdenes del sarraceno Mutamin, rey de Zaragoza (por otra parte, extraordinario matemático). Es ese aspecto el que explota Pérez-Reverte: resulta muy atractiva la relación entre el Cid y el refinado monarca, así como la hermana de éste, mujer culta e independiente, conspicuos representantes de una civilización andalusí liberal, temerosa casi por igual de cristianos y almorávides. Pero por encima de ello lo que se resalta es la condición del infanzón castellano como condottiero de fortuna, con una moral bélica basada en el honor, el compañerismo en la brega y una cierta tolerancia religiosa un poco al estilo del sincretismo renacentista, por más que la España de la época acogiera un mestizaje racial y cultural notable.

Como advierte una nota previa de Pérez-Reverte, este es su Cid y no cabe esperar un ensayo académico.

La ambientación es correcta y rica en léxico y aderezos, desde la indumentaria hasta los hábitos coetáneos. El lector se sumerge en el siglo XI, aunque, lógicamente, no debe esperar leer el habla que pudo emplear el Cid y su mesnada. Para ello debería acudir al Cantar de Mio Cid, que, aunque puede consultar en múltiples versiones modernas, como la de Alfonso Reyes, no le decepcionará gozar, como el Martín Fierro, en su genuina lengua. Es otra vez Martí de Riquer quien advierte que el idioma del verdadero Cid debía ser bastante parecido al del Cantar, en razón de su cercanía temporal. Aparte de las fórmulas épicas consabidas (“el que en buena ora cinxó espada”), el poema también sabe ser espontáneo y crudo. El lugarteniente Minaya Álvar Fáñez nos desvela el destino de los desterrados:

De Castiella la gentil……….exidos somos acá.
Si con moros non lidiaremos……….no nos darán del pan.2

Claro, sin florituras. Esa es, además, la razón primera y última, para el Cantar y para Sidi, de las andanzas fronterizas. El Cid de la novela ostenta un aire seco y resignado. Hay recuerdos que sazonan la narración y conforman su contexto entre la historia y el romance. Se recuerdan entre otros acontecimientos las batallas de Graus (1063) y Golpejera, la muerte de Sancho el fuerte (1072) y la batalla de Cabra (1079), y se achaca a la Jura de Santa Gadea la causa del destierro, cuando en el Cantar se culpa a los cortesanos mestureros que acusaban a Ruy Díaz de quedarse con las parias pagadas por el rey de Sevilla. Hoy día la historia lo deduce del malestar de Alfonso VI por una algara del Cid en Toledo, ciudad tributaria protegida por el monarca. Da igual. Como advierte una nota previa de Pérez-Reverte, este es su Cid y no cabe esperar un ensayo académico, por más verista que sea la novela, dejando a un lado que, en rigor, no puede considerase la Jura como absolutamente legendaria.

Otros elementos toma el autor de los romances. Diego Ordóñez es la bestia de guerra, el elemento plebeyo y brutal que la mesnada del Cid necesitaba para alcanzar un realismo llano y creíble con que hacerse, al parecer, simpática y cercana al lector moderno. Sus tacos, su impetuosidad. Esta figura, acaso no tan imprescindible, ha salido de un romance en que desafiaba a toda Zamora tras la muerte de Sancho el fuerte, durante el asedio.

Ya cabalga Diego Ordóñez,
Ya del real había salido,
Armado de piezas dobles,
Sobre un caballo morcillo;
Va a retar los zamoranos,
Por muerte del rey su primo.3

Lo cierto es que, como recuerda la Primera Crónica de Alfonso X el Sabio, acaso fuera conde y no un burgalés insignificante. El papel popular, aunque con ribetes burgueses y la picaresca propia de su clase, habitual en la literatura medieval, ya lo desempeña en el Cantar de Mio Cid el burgalés Martín Antolínez, el cual, tras despreciar el peligro de ser castigado por Alfonso VI al haber ayudado al desterrado Ruy Díaz, sabe expresarse en términos no muy épicos, feliz contrapunto del tono medio del poema:

Si con vusco……….escapo sano o bivo
Aun çerca o tarde……….el rey querer m’ a por amigo;
Si non, quanto dexo……….no lo preçio un figo.4

El Cid de Pérez-Reverte es un soldado entre dos mundos, inmerso en las condiciones de una época hostil y a veces incomprensible.

Martín Antolínez, como Pedro Bermúdez (incluida su mudez), Alvar Salvadórez y, sobre todo, Álvar Fáñez, aparecen también en Sidi, dibujados muy dignamente. Hay trazos de la personalidad puramente medieval que, sin embargo, se han obviado. El Cid de Pérez-Reverte no llora más que una vez en su vida, cuando se reconcilia con su mujer, tras haber matado al padre de ésta (leyenda poco acreditada hoy día), el conde Lozano (pp. 77-78 de Sidi). El Cid del Cantar llora por su honra, al ser desterrado (v. 1) y al reconciliarse con su señor Alfonso VI, al que, además, besa en la boca dentro del ceremonial de homenaje (v. 223). Está más cerca de Eneas y de Aquiles y es seguramente más real. Estos son atributos no del todo acordes con el Cid de Pérez-Reverte, que, sin embargo, nunca se olvida del vasallaje debido al rey.

Elemento destacable de la novela es la competencia con el conde de Barcelona, Ramón Berenguer, llamado franco (y no catalán), como en el Cantar. Se sabe que rechazó los servicios que Ruy Díaz le ofreció antes de emplearse con Mutamin. En el Cantar se trasluce el desprecio que el conde debía sentir por aquellos mercenarios castellanos: malcalçados los llamaba. Pérez-Reverte añade una pincelada de xenofobia, (solo) acaso veraz: “nada [tenía] que ver [el franco] con los toscos aragoneses, los infieles sarracenos o los polvorientos castellanos. Con esa gentuza meridional” (p. 121).

En definitiva, el Cantar narraba la vida de un infanzón castellano desterrado, que disputaba a otro bando castellano, el de García Ordóñez y los Vani Gómez, los de Carrión, el favor de un rey, más leonés que castellano, Alfonso VI. Y lo hace todo por defender su honra, hasta alcanzar el honor de casar a sus hijas con reyes de Aragón y Navarra. El Cid de Pérez-Reverte es un soldado entre dos mundos, inmerso en las condiciones de una época hostil y a veces incomprensible, leal a su señor, profundo conocedor de su oficio.

Daniel Buzón
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Notas

  1. “Mi señor Ibrahim, / oh tú hombre dulce, / vente a mí / de noche”, en Lama, Víctor de, editor (2002), Poesía medieval, De Bolsillo, Barcelona, p. 65.
  2. Vv. 672-673, en Menéndez Pidal, Ramón, editor (1991), Cantar de Mio Cid. Reyes, Alfonso, prosificación moderna; Riquer, Martí de, introducción, Espasa Calpe, Madrid. Además de esta edición, he manejado las siguientes: Smith, Colin, editor (2001), Poema de Mio Cid, Cátedra, Madrid (canónica también y antagónica de la de Menéndez Pidal); anónimo (1994), Cantar de Mio Cid, Enrique Rull, editor, Orbis-Fabbri, Barcelona, que contiene otra versión moderna más que notable. Por desgracia, la última edición del texto, de Alberto Montaner (2011), que es en la que se basa Pérez-Reverte, no he podido consultarla, aunque su versión metrificada se encuentra fácilmente.
  3. Menéndez Pidal, R., editor (1982), Flor nueva de romances viejos. Espasa-Calpe, Madrid, pp. 160-161. Hay que tener presente también el Cid de Zorrilla (1882), que destaca a Diego Ordóñez entre las huestes de Sancho y que Pérez-Reverte coloca como fuente de inspiración entre los agradecimientos finales.
  4. Vv. 75-77: “Si logro escapar sano y salvo a vuestro lado, tarde o temprano el rey me ha de querer por amigo; de lo contrario, cuanto soy y valgo no lo aprecio ya en nada” (versión de Reyes), en Menéndez Pidal (1991: 56-57), Cantar de Mio Cid, op. cit. La Primera Crónica General está en Alvar, Manuel, y Carlos Alvar, editores (1994), Épica medieval, Orbis-Fabbri, Barcelona, pp. 162 y ss.: “Después el rey don Sancho fue enterrado […] et ouieron todos su acuerdo como enbiasen desafiar a los de Çamora […]. Desy a gran pieça leuantose un cauallero que auie nombre Diego Ordonnez, conde de grant guisa […] et fijo del conde don Ordonno de Lara et dixo: ‘Si me otorgades todos […], yo yre reptar Çamora’”.
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