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Ni chicha ni limonada:
El tercer paraíso, de Cristian Alarcón

miércoles 8 de noviembre de 2023
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Cristian Alarcón
Los cortísimos capítulos de la novela El tercer paraíso, del chileno Cristian Alarcón (La Unión, 1970), alternan entre tres hilos: la niñez del narrador y la vida de sus padres y abuelos antes de que naciera, su presente, y los grandes botánicos. Alejandra López

El tercer paraíso, la novela ganadora del Premio Alfaguara de 2022, es una obra híbrida. Uso el término botánico deliberadamente, pues se trata de un libro que tiene como uno de sus temas principales y fuente de inspiración la vida de las plantas y la relación que los humanos tenemos con ellas. La narrativa abarca la historia de los padres y los abuelos del narrador, y de su propia infancia en Chile y la Argentina, pero dedica igual espacio a la vida del narrador en su casa de campo en la Argentina durante la pandemia del Covid-19, sobre todo la construcción de su jardín. También se esfuerza en contar y reflexionar sobre grandes figuras de la botánica, principalmente Plinio el Viejo, Linneo y Humboldt, y sobre las ideas del filósofo paisajista francés Gilles Clément.

Lo primero que llama la atención es que la novela está compuesta por capítulos cortísimos, y éstos alternan entre los tres hilos (la niñez del narrador y la vida de sus padres y abuelos antes de que naciera, su presente, y los grandes botánicos). Como los capítulos narrados en presente toman lugar durante la pandemia (la novela se publicó en marzo de 2022), la estructura del libro encarna la dificultad de enfocarnos que muchos sentíamos en esa época de tanta incertidumbre y zozobra y, al mismo tiempo, facilita la labor de la lectura que la pandemia volvió más penosa.

Alarcón no está empeñado en seguir las reglas corrientes de la novela. Su propósito sólo se revela paulatinamente.

Intercalar los tres hilos tiene la gran desventaja de ponerle freno a cualquier impulso narrativo que se genere. A decir verdad, el libro no ofrece mayor tensión dramática ni grandes sorpresas. En un pueblito del sur de Chile nace Nadia, la mamá del narrador, del matrimonio formado por Elías, un obrero y líder sindical, y Alba, un ama de casa que dio a luz a nueve hijos. Elías es borracho y abusivo: les pega a Alba y a sus niños. El narrador nos cuenta que la conducta del hombre empeoró después de la desaparición y muerte de un hermano, aunque queda claro que el narrador no acepta que esos hechos excusen los abusos. La violencia que sufre Nadia la marca profundamente. Resuelve educarse y llevar una vida distinta a la que ha vivido su madre. Lo logra a medias: escapa del pueblo (ella y su marido, Pedro, se van a la Argentina después del golpe de Estado de 1973), se educa (se hace enfermera auxiliar) y no pare nueve sino tres hijos. Más allá de esto, queda claro que de joven era peleonera y de adulta, homofóbica. También golpeaba a sus hijos.

Ese hilo es muy plano y engancha poco. Igual impacto (o falta de impacto) tienen los otros dos cuando son considerados individualmente. Sin embargo, considero que Alarcón no está empeñado en seguir las reglas corrientes de la novela. Su propósito sólo se revela paulatinamente, a un ritmo paralelo a la paciente construcción de su jardín y la búsqueda, obtención, siembra y desarrollo de las plantas, sobre todo de las flores, con que lo llena. Volveré sobre esto más adelante.

“El tercer paraíso”, de Cristian Alarcón
El tercer paraíso, de Cristian Alarcón (Alfaguara, 2022). Disponible en Amazon

El tercer paraíso
Cristian Alarcón
Novela
Editorial Alfaguara
Barcelona (España), 2022
ISBN: 978-1644735992
304 páginas

Las historias sobre un retorno a la naturaleza —en el caso del narrador, es un retorno a los jardines que cuidaban su abuela y su madre en su infancia en Chile— corren el riesgo de caer en una solemne invocación de edenes de gente pura y sabia viviendo en armonía antes de la Caída (en este caso, la Conquista). Alarcón se resiste a esa salida fácil. Reconoce con sentido de humor que su pasión por la jardinería, que despierta durante la pandemia, es “el nuevo hobby de todo el mundo” (128). Y es lo suficientemente consciente de sí mismo para observar que “todo el mundo” se refiere a los “privilegiados” (74).

Es verdad que cita en dos o tres ocasiones la sabiduría de los indígenas de la región del sur de Chile en cuanto a la curación. Por ejemplo, Alba sufre maltratos en el hospital durante su primer parto —una enfermera le pega—, y para sus partos posteriores opta por una partera indígena. Pero en uno de los episodios más simpáticos del libro, ni la medicina occidental ni la indígena pueden curarle al niño (es decir, al narrador de chiquito) cuando, un día, empieza a sufrir de indigestión y luego “vómitos, diarrea y una fiebre preocupante” (158). Se empeora hasta tal punto que los médicos no saben si lo pueden salvar. Desesperada, Nadia lo lleva donde una curandera mapuche, pero el remedio que le receta no surte efecto. Nadia cree que el niño se va a morir. Sin embargo, el muchacho se recupera sin intervención médica alguna: se había enfermado por comer cuanta cosa encontraba en el piso y la tierra (“semillas, granos, piedras y papel”; 161) cuando la niñera lo descuidaba y, una vez que lo vomitó todo, se acabó el problema.

Si el narrador no acoge el tropo del buen salvaje, sí toma una posición en contra de los impulsos imperialistas, colonialistas y sexistas encerrados en las maneras históricamente dominantes con que Occidente ha abordado la naturaleza. El mismo sistema de clasificación de la flora y la fauna que creó Linneo está implicado en la consolidación del poder europeo y burgués.

Con su aparente objetividad inocente, la naturaleza coincide con las primeras exploraciones científicas al interior de Sudamérica y juntas crean lo que Mary Louise Pratt llama, en su libro Ojos imperiales, nueva conciencia planetaria. Según esta conciencia inaugural, basada en una práctica benigna y abstracta como la nomenclatura linneana, se consolida la autoridad europea global. El relato de los viajeros exploradores que manda Linneo al mundo entero y su método legitiman la autoridad burguesa y deslegitiman de allí en más el conocimiento y la práctica de la vida campesina en América y en la propia Europa (143).

Esta autoridad es apenas un primer paso en el proyecto de dominación europea. Los enviados de Linneo al Nuevo Mundo regresaron con especímenes que sirvieron para crear colecciones y modelar los dibujos difundidos en libros por Europa. El narrador recalca la importancia de la labor de los enviados, y otros mandados por los reyes europeos, en el proyecto imperial y colonial, “porque el descubrimiento y el bautizo de lo relevado serán claves en la explotación de la riqueza de las colonias” (151).

La atracción que el narrador siente por Humboldt y su afán por conocer el mundo e “indagar en las claves que lo mantenían en movimiento perpetuo” se basa en gran parte en la actitud del científico alemán ante la vida.

El narrador llega a dejarse convencer de que hasta el cerco de su jardín es problemático. Cuando una amiga paisajista ve el cerco “con maderas perfectamente alineadas… terminadas en punta y con una puertita como del País de las Maravillas”, comenta “qué masculino” (78). El narrador no lo sabía en el momento, pero, como se entera más tarde a través de las obras de Clément, su jardín participaba en la aceptación original de la palabra paraíso: “una muralla alrededor” (78).

El narrador expresa gran admiración por Humboldt. Igual que su trato de Linneo, lo que nos ofrece de Humboldt es breve, somero y poco profundo, más un esbozo que un retrato. La atracción que el narrador siente por Humboldt y su afán por conocer el mundo e “indagar en las claves que lo mantenían en movimiento perpetuo” se basa en gran parte en la actitud del científico alemán ante la vida: “No le temía a la incerteza, vivía tras ella como quien persigue una luz que se desvanece pero jamás se agota” (163).

En el recuento del narrador, Humboldt sale como el anti-Linneo. Lejos de ser imperialista en orientación intelectual y en servicio empírico, Humboldt se muestra abierto a la experiencia, dondequiera que ésta lo lleve. Es una figura libre, un hombre que sigue sus deseos. La experiencia de viajar por el Orinoco

abría en Alexander los sentidos, los agudizaba y los convertía, con el paso de los días, en una enorme sensibilidad dispuesta a experimentar el mundo como nadie lo había hecho antes. Humboldt había aprendido las claves clasificadoras de Linneo, sabía que ese era el camino de la acumulación. Pero viajaba con sus propios fondos, nadie lo controlaba, seguía su íntimo deseo; era único: su mirada mantenía la pulsión artística que compartía con su amigo Goethe. Estaba allí para reinventar la naturaleza de Sudamérica (183).

El narrador describe el viaje que hizo Humboldt al volcán Chimborazo en el Ecuador y nos deja con el detalle llamativo de que el viajero llega a la misma conclusión que Goethe: “La naturaleza es interacción y reciprocidad” (219). Según el narrador, Humboldt veía que

Todo lo viviente permitía y promovía la vida de lo viviente en un encadenamiento de luchas, de violencias y muertes, de enfermedad, de regeneración y rebrotes. El equilibrio del planeta dependía de esa cocreación atravesada por fuerzas ocultas e invisibles (219).

Estas ideas concuerdan con las del narrador acerca no sólo del planeta sino de las relaciones con su familia. Para iluminarlo, toca hacer un pequeño desvío que, como se verá pronto, no lo es de verdad.

El narrador nos dice que Humboldt era gay. Lo menciona con toda naturalidad. No lo celebra como un ejemplar de la vanguardia de derechos homosexuales, ni entra en detalle sobre ese aspecto de la vida de Humboldt ni de las posibles repercusiones si se llegara a saber públicamente.

Igual de natural es la referencia que hace el narrador a su propia orientación sexual hacia el comienzo de la novela: nos deja saber que su casita de campo es un sitio lindo adonde llevar a sus novios y a su hijo (adoptivo). Sólo más adelante cobra importancia ese dato aparentemente mencionado de pasada. En los capítulos sobre el niño, lo vemos tomar conciencia de sus gustos que, para la sociedad de esa época, son vergonzosos: la afinidad por la ropa femenina, la delicadeza, el gusto por jugar con muñecas, la falta de habilidad atlética. Un día, Nadia encuentra al niño solo en la casa, vestido y maquillado como ella. Su furia es inédita, que es mucho decir. Más adelante, evidentemente preocupado por su hijo, los padres lo llevan a una clínica (que parece clandestina) donde le ponen inyecciones de testosterona.

En general, en el mundo de El tercer paraíso la gente no es de una sola pieza.

Cuando el narrador le informa a su madre por teléfono años después que es gay, ella no lo toma bien: “Ella enmudeció dramáticamente del otro lado del teléfono y sólo atinó a decir con la voz entrecortada algo así como entonces nunca, nunca voy a ser abuela” (251). Pero acto seguido nos demuestra cómo sus padres ahora lo reciben a él y a su hijo sin prejuicios ni complejos, con toda la naturalidad del caso de unos padres y abuelos que aman a su hijo y nieto.

En general, en el mundo de El tercer paraíso la gente no es de una sola pieza. O, más bien, el narrador asume una actitud frente al mundo que le permite reconocer que los humanos somos complejos, que lo malo y lo bueno pueden cohabitar en el pecho de una persona. Por lo mucho que quiere a su madre, el narrador no huye de contar que le pegaba de joven hasta el día en que él, ya de doce años, le agarró la mano alzada que pretendía descargarle una cuchara de palo y le dijo que si le volvía a pegar la mataría. Quería muchísimo a su abuela Alba, pero no esconde el hecho de que ésta nunca denunció la violencia que su esposo Elías desató contra ella y sus hijos, e incluso cuenta un incidente en el que Alba lo abusó físicamente.

Al mismo tiempo, el narrador muestra lo desgarrador que es querer a una persona abusiva, sobre todo si esa persona niega su amor. Cuando Nadia visitó a Elías mientras agonizaba, éste nunca pronunció las palabras que ella tanto deseaba oír de él: te quiero.

Esta actitud frente a la vida humana —que es una mezcla de violencia y amor, mezquindad y generosidad, placeres y sufrimiento— se ve reflejada en las conclusiones que el narrador saca, bajo la influencia de Clément, acera de la naturaleza y el papel que el narrador juega en cultivar un terrenito como jardín.

El narrador celebra lo que Clément denomina “el jardín en movimiento”. Él se arrepiente de su jardín con su cerco delimitando lo cultivado y lo silvestre porque lo ve inspirado en una tradición europea que, con sus “bordes, canteros, combinaciones tonales, líneas geométricas, supuestas armonías para ordenar la naturaleza basada en una estética con reglas… ordenan el caos” (264-265). En su lugar, se acoge al jardín en movimiento, el cual borra esas líneas entre lo sembrado por la mano del jardinero y lo sembrado por obra de la naturaleza. Esta clase de jardín se produce a través de “la dinámica incesante de las plantas vagabundas capaces de colonizar terrenos baldíos, costados de camino, páramos abandonados a su suerte” (270). Los jardines en movimiento son las “verdaderas reservas genéticas del planeta” y, como tales, son “los espacios del futuro” (270-271).

Pero el jardín en movimiento no trae únicamente consecuencias materiales sino también mentales o incluso espirituales. Lo que destaca el narrador de este último aspecto de la filosofía de Clément es el “jardín planetario”, o sea, “un territorio mental de esperanza basado en la idea de que la tierra es el espacio verde y su contorno la biósfera. Al accionar o al no accionar, cada uno de nosotros es un jardinero, no hay quien no lo sea: toda la humanidad es la jardinera del planeta” (284).

La esperanza que anhela cualquier humano se volvió, diría yo, aún más importante durante la pandemia. El proyecto del narrador de crear un jardín, aunque llegara a considerar sus primeros esfuerzos equivocados, es un testimonio de las esperanzas que alberga para el futuro; uno no cultiva sin expectativa de que los frutos de su labor se puedan llegar a recoger. Al contemplar su vuelco hacia el jardín en movimiento, el narrador se vale del tiempo verbal que está en vías de extinción, el futuro indicativo, en un párrafo que desborda de posibilidad: “serán plantados”, “será plantada”, “haremos”, “aprenderemos” (284-285). Hace explícito su estado de ánimo: “A medida que tengo herramientas botánicas y teóricas, una sensación de imbatible libertad me embarga y rozo peligrosamente la euforia, la felicidad” (285).

Es una felicidad que quiere compartir con sus amigos y vecinos. Planea un gran evento, una ceremonia que llama Plantae, con una amiga DJ que pondrá música “electrónica orgánica, sonidos de la tierra para bailar en trance” (276). Programa, asimismo, un taller de huerta orgánica ofrecido por una amiga jardinera.

La última escena de la novela es la fiesta, y es a lo que iba toda esa mezcla de hilos narrativos.

Los planes se ven frustrados. Se impone una nueva ola de Covid, se restringen las reuniones, incluso las al aire libre, y el narrador se enferma del virus. Su nuevo jardín, en toda su biodiversidad, es “indispensable” para su recuperación (294). Como consecuencia, la fiesta que organiza cuando se encuentra mejor es, en vez de la ceremonia, “una celebración de agradecimiento” (294).

La última escena de la novela es la fiesta, y es a lo que iba toda esa mezcla de hilos narrativos: de la historia de la familia con sus varias subtramas (la violencia doméstica, la superación de las limitaciones de género y clase, la homofobia y la salida del clóset), la saga de la creación de un jardín, los esbozos y las reflexiones sobre los grandes botánicos. Lo que el narrador logra con su jardín en movimiento, su jardín planetario, es unificar porque es de todos: es incluyente, heterogéneo y literalmente desbordante. El libro termina con dos frases que resumen estos sentimientos: “Las flores de este paraíso nos dicen a todos que esta tarde somos parte del jardín. Con el pudor de los sobrevivientes podemos decir que somos felices” (295).

Todo esto puede parecer poca cosa comparada con la escala de los desastres climáticos que hemos venido sufriendo en los últimos años. Pero me parece acertado por su propia mezcla de humildad (cultivo lo que puedo sin pretensiones de que eso solucione el problema mayúsculo en que nos encontramos) y grandiosidad (les ofrezco una orientación y unas prácticas que puedan sentar las bases para un futuro mejor). Como sugerí al principio de este ensayo, El tercer paraíso no es ni chicha ni limonada, pero en últimas deja un sabor dulce.

Joel Streicker

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