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Segovia

sábado 22 de agosto de 2015

A Gloria León Torres

Un amigo es con quien se puede estar en silencio y no sentirse abrumado. Recordé la frase por la triste historia de Segovia, un pintor de El Tocuyo a quien se le secó el cerebro de tanto soñar y vigilar la ventana de Mercedes. Todas las tardes instalado en aquella esquina, mirando, tratando de encontrarla en el recuadro perfecto de su alocada imaginación. Ella era una mujer no muy agraciada, tenía lo suyo. Pulcra, oficiosa y muy circunspecta. La clásica muchacha de pueblo. Una más en aquella agreste y seca geografía.

Nada más para verla porque él nunca le decía nada, quién sabe si por timidez o por simple incapacidad para expresar sus sentimientos. De su boca no salía palabra alguna, por eso las personas que por allí transitaban pensaban cualquier cosa, contaban que antes de la muerte de Argimiro él hablaba con los muchachos de la funeraria y con los de la cuadra, aquellos que habían sido sus compañeros de escuela en la Egidio Montesinos. Él se volvió así, huraño y retraído, después de las torturas en el Teatro de Operaciones.

Lo vieron con aquel aspecto y se lo llevaron. Pensaron los militares que se trataba de un sedicioso, hasta se parecía a Ernesto Guevara, el guerrillero heroico. Como no hablaba le seguían dando golpes hasta que alguien, tal vez un soldado de la misma zona, les dijo, les gritó: ¡Dejen a ese hombre, él tiene problemas!

Se vivía en zozobra con esa represión; desde allá arriba, una noche, eso fue plomo y plomo cuando descubrieron que las luces se movían en la oscuridad bajando por la quebrada. En la ciudad, reconstruida después del terremoto de los cincuenta, nadie durmió esa noche aterrados por los tiros de la fusilería. En la mañana se supo la noticia, en la acción murieron varios burros, los encontraron dispersos con las linternas aún encendidas, colgadas de los aperos. Esas cosas las contaban en la plaza donde llegaban todos los rumores.

Lo que le pasó después fue algo distinto y le cambió la vida. Salimos del cine, igual a como lo hacíamos siempre, en fila y de lo más tranquilos, unos se quedaron en la plaza, otros se alejaron hacia los lados de las ruinas de La Concordia, nosotros hacia La Churrería… y Segovia no salió. Estaba paralizado, encendieron las lámparas y él seguía como amarrado a la butaca. Allí comenzó su delirio, eso decían, por aquella imagen de Sara Montiel pegada a sus retinas. En esos años la televisión era en blanco y negro, la señal era deficiente y apenas llegaban tres canales, así que el cine seguía siendo una de las mejores atracciones.

Segovia, obcecado por la actriz, comenzó a dibujarla de memoria, hizo varios retratos de ella con un estilo parecido al de Emerio Darío Lunar, su alter ego, hasta que un buen día encontró su fotografía, varias, en una revista de farándula. Qué alegría tan grande, desde ese día sus energías y su imaginación tenían un lugar, un espacio en sus folios y lienzos. Hacía bocetos al carboncillo, utilizaba tizas, creyones, hasta que tomó la decisión, un sábado luminoso, y se lanzó con los acrílicos. No le agradaba el óleo, decía que era muy pegajoso y tardaba en secarse; solo lo usaba para los paisajes y en ocasiones cuando le encargaban un cuadro. Ese era su trabajo desde muy joven y en El Tocuyo lo conocían como pintor. El dinero que le proporcionaba su oficio le permitía vivir modestamente, mantener madre, hermana, al carajito de ella y atender la bicicleta.

Hizo muchos dibujos de Sara Montiel, ¡qué mujer tan bella! Sin embargo, no estaba conforme, sentía que algo faltaba. En sus largos silencios, en esa extraña forma de ser, necesitaba llegar más profundo. Los objetos, las cosas, no pueden ser simple representación, se decía. Hay algo intangible que posee todo cuerpo físico, las personas tienen alma, a estos dibujos les falta vida. Andaba martirizándose con esas reflexiones, no encontraba sosiego, hasta que ocurrió un hecho insólito. Logró verla saliendo de misa un domingo y se paralizó por la emoción, se llamaba Mercedes, y este barbudo que nunca antes había tenido ojos para ella, hasta ese día, quedó marcado para siempre.

Solían los zagaletones apostarse en la plaza, sitio de reunión y de esparcimiento, allí ocurrían eventos de todo tipo. Clases de anatomía con el ganado, espectáculos de magia y ventriloquía, milagros con la manteca de culebra… situaciones que los muchachos registraban en su memoria para nunca más olvidar. Una de esas embaucadoras de oficio, adivinadoras, le profetizó un gran amor. Allí estaba Segovia, con la mano izquierda extendida, escuchando las predicciones, su destino, la quiromancia le había impresionado hasta tal punto que sólo pensaba en esa línea que marca, más allá de la vida, la suerte del corazón. Mercedes aparecía en un trono, muy en lo alto, inalcanzable, era la musa de sus sueños, la modelo perfecta para su arte.

Ella no atisbó, no supo que alguien la seguía con ojos de águila y continuó caminando hasta su casa a varias cuadras de la plaza. Mercedes nunca salía sola, costumbre heredada tal vez de la colonia cuando las mujeres mantuanas lo hacían acompañadas de criadas y esclavas al dirigirse a las iglesias, en ocasiones diversas: la Semana Santa, las Misas de Aguinaldo, el día de la Inmaculada Concepción… y así por todo el abundante santoral de la cristiandad.

Él continuó mirándola por semanas, siguiéndola en su bicicleta a prudencial distancia; la emoción lo mantenía firme, audaz, hasta que un día la prima se lo dijo.

—¡Mercedes!, ese señor te mira muy feo.

—¿Cuál señor? —le respondió ella.

—¡Ese, el de la bicicleta!

Ella volteó y se encontró con una mirada escrutadora, atrevida, fija. Aquello parecía más bien una ofensa al pudor. Él trató de sonreírle pero no pudo, quiso ser amable y una mueca burda, fea, se dibujó en su rostro. Mercedes percibió como si un animal hambriento quería devorarla y sintió miedo. Apuró el paso y tomó a la prima de un brazo, se refugió en la sacristía y se negó a salir.

Él se llamaba Andrés Segovia pero los muchachos lo llamaban Juan Pablo. ¡Vaya usted a saber por qué! Dicen que fue el poeta Rafael Pérez, el de la funeraria. Un buen día echando cuentos, haciendo alusión a Sábato y al personaje —pintor— enloquecido de El túnel, lo bautizó así y así se quedó. Muy poca gente sabía esa referencia relacionada con la literatura. ¿Por qué iba a matarla?, por celos, por simple capricho. ¡Nada de eso! Esa comparación no tenía sentido. Segovia no era capaz de hacerle daño a nadie y menos a la mujer de sus desvelos. Es más, él era un hombre pacífico, amansado a culatazos y corriente eléctrica por los militares del Teatro de Operaciones.

Vivía Segovia, Juan Pablo, a cien metros de una molienda de maíz donde a veces se ocupaba ayudando a la limpieza de la maquinaria, de allí sacaban baldes de agua con restos de masa que servía de alimento para los marranos. La pequeña industria casera estaba a media cuadra de donde ella habitaba, en la calle principal, la que recorre el pueblo desde el oriente hasta el poniente, algo más de dos kilómetros. La pregunta que uno se hace es cómo si estando ambos relativamente cerca, tardó él tanto en descubrirla. Por qué no había notado su presencia antes. Esas cosas ocurren, a veces no se tiene vista para ver ciertas cosas que están allí, frente a ti. Podemos mirar el bosque mas no a ese árbol específico y también ocurre lo contrario, vemos sólo una parte del todo.

La bicicleta, una Raleigh ring 26 negra con dinamo, parrilla y guardafangos. También tuvo una de reparto con la que solía hacer mandados cuando estaba más joven, esa la cambió por un radio de ocho bandas para escuchar música y las noticias que llegaban en español desde las antípodas. Usted se imagina a Segovia en una esquina junto a un poste de alumbrado público sintonizando La Voz de Francia, Moscú, y aquí mismo las radios de amplitud modulada con tremendo aparato pegado a la oreja tratando de entender las miserias del mundo, a un lado su caballo metálico de dos ruedas, a pocos metros de la ventana, esperando sólo para verla. Ella, enterada de la situación, no salía a esa hora, tampoco se asomaba, ver a ese hombre greñudo le producía terror.

Nunca supo Segovia, por muchos años, que Mercedes tenía un pretendiente, un caballero de la ciudad que la visitaba los fines de semana sobre todo a esa hora del almuerzo. Parecía que tenía un GPS (Sistema de Posicionamiento Global) y un reloj atómico; llegaba a donde estuviese ella, justo cuando estaban sirviendo la mesa y se instalaba, no preguntaba, se daba por invitado y la familia por pena, ¡jamás!… usted se imagina que alguien se siente a la mesa y lo levanten.

Eso nunca ocurrió y el tipo se incorporaba harto, ahíto con un palillo en la boca, le pedía a Mercedes un dulce y un café para matizar. El flaco era de Barquisimeto, seco y encorvado con la manzana de Adán prominente, trabajaba en un banco; tacaño como él solo, usaba corbatas de colores que combinaba con la tapicería y el forro de los asientos de un Ford Cortina. Después de siete años de noviazgo y una promesa de matrimonio el enjuto se marchó y dejó a Mercedes como novia de pueblo. El bicho era un personaje despreciable, siempre andaba con hambre.

Dicen allá por Canta Rana que la ruptura fue por culpa de Segovia y la fuerza demoledora de su mirada, capaz de derribar lo que no había logrado el terremoto. Gracias a los Rosacruces, decían, el pintor había desarrollado facultades que iban más allá de la telequinesis y la precognición. Él se enteraba de detalles de la vida íntima de Mercedes que ni su prima sabía, ni siquiera su madre, que ya es bastante. Sabía cuándo estaba triste, alegre, reflexiva, incómoda, con sólo mirar el movimiento de la mano derecha corriendo la cortina, y si por casualidad abría las hojas de la ventana para que entrara el aire y un poco de luz, entendía de inmediato los conflictos de su soledad. A veces ella decidía olvidarse de aquella presencia y llevar una vida común, ordinaria, eso era cuando los días eran brumosos y muy calientes.

Entonces como a propósito se quitaba la blusa frente al espejo y se tocaba los pezones sin un ápice de pudor. Fue entonces cuando a Segovia le dio por acompañarla en sus desvaríos y le silbaba canciones rancheras. Parecía un canario, un pico de plata, parado en la rama de aquella esquina junto a su bicicleta. A veces, cuando se le cansaba la jeta, dejaba de silbar y volvía a su acostumbrado silencio. Miraba hacia otros lados y descansaba la vista sobre las montañas, los cerros que bordeaban la ciudad, aquellas formaciones sin árboles, de un color blancuzco que mostraban las arrugas que el desierto había acumulado por siglos. Más abajo los cardonales extensos, esa vegetación propia de las regiones secas, muy buenas para las cabras.

Un día Segovia observó, muy a menudo se quedaba extasiado mirando una oropéndola, que el cielo anunciaba lluvias y una urdimbre de insectos salía de una grieta en el cemento de la acera. ¿Qué es esto? Se preguntó extrañado. Es común la aparición de fenómenos extraños cuando hay movimiento atmosférico y eventos en la corteza terrestre. Aves que vuelan de un lugar a otro como anunciando tempestades, hormigas aladas que ocupan el aire después de fuertes lluvias… incluso duelen los huesos y las coyunturas. Segovia detuvo la mirada de águila, con precisión de cirujano, más bien de pintor en aquella hilera oscura. Una tras otra caminaban aturdidas, se tropezaban, pero ninguna se detenía en el camino. ¿Hacia dónde irán? Volvió a preguntarse. Tal vez buscaban refugio para resguardarse del aguacero que se avecinaba. A pocos metros unas bolsas de basura con restos de frutas y otros desperdicios estaban expuestas, algún perro realengo había roto las envolturas. Se quedó allí ensimismado y sintió el olor de las conchas de limones, las colillas de cigarrillos, papeles de caramelos, y de golpe los gusanos de las moscas le produjeron grima.

Sobre la acera el tiempo había logrado dibujar una pátina oscura con diversos matices, un verde limoso se degradaba en diversas tonalidades, los contrastes de aquel cemento rústico, su gran lienzo. Imaginó aquella pintura extraordinaria a la que le agregaría detalles, lo más raro es que no pensó en ella, ausente de la composición. Parece que Segovia estaba aprendiendo a ver de una manera distinta, como si el alma de las cosas estuviera acercándose a su corazón. Aquello iba más allá de las dimensiones físicas, materiales, y de seguro su espíritu lo percibía. Mercedes, que hasta ese momento se había mostrado indiferente, era testigo de aquellos cambios. ¿Acaso será la física cuántica? Ella aprendió a espiarlo a través de un agujero en una de las hojas de la ventana, lo hacía al comienzo con miedo y cierta aprehensión, luego el entusiasmo se apoderó de ella y se alteraba cuando llegaba el momento. Fue un cambio lento, la soledad puede ser capaz de muchas cosas, entonces se hizo acuciosa, maniática, obsesiva. Lo que antes era una mirada de soslayo se convirtió en un fisgoneo frenético para develar los misterios de aquel hombre que parecía perdido en su mundo. Ella imaginaba peso, estatura, arrugas en el rostro hasta que llegó a las partes pudendas. Cuando intuyó las dimensiones de su órgano sintió que su alma se había perdido, de santurrona y casi beata se hizo pecadora. Se encerraba en su cuarto por horas y en lúbricas ensoñaciones se acariciaba la pella hasta alcanzar orgasmos múltiples. Aquel idiota, el de Barquisimeto, se había enredado la vida con sus celos y absurdas elucubraciones, nunca logró consumar la relación con Mercedes, lo intentaron pero no se pudo. Él no hizo lo que tenía que hacer por el dolor que le producía la penetración, ella muy tensa, no se relajaba. Nunca buscaron ayuda y todo se fue muriendo, perdiéndose en la nada. Ahora Mercedes, víctima de un amor imposible, estaba perdida en sus aventuras libidinosas.

—¡Epa, Segovia, desde cuándo no… haces la visita! —le dijo Rafael Pérez, el poeta, el día que lo vio con un trapo en la cabeza frente a su casa, barriendo las hojas. ¿Será verdad que está loco? —se preguntó.

Parecía enfermo, no se sentía bien y esa tarde se quedó encerrado para evitar el sereno y no asistió a la cita. Tiene sarampión, decían; no, es lechina; no, es la rompehueso, decían otros. Al día siguiente tampoco se dirigió a la esquina, eso provocó que una multitud se reuniera en el sitio. Su ausencia era un acontecimiento, gente de la cuadra y sitios adyacentes desfilaban por el borde de su casa para saber de él, porque aquella “relación” era la más extensa “telenovela” del pueblo. Aunque no se notara, muchas personas seguían los capítulos de aquella apasionante historia.

Mercedes se ocupó, como era de esperarse, de realizar una serie de actividades que había postergado. Hizo compras, visitas familiares; aprovechó para preguntar por la salud de algunos vecinos. Él está mejor, le dijeron, como si ella hubiese indagado por el pintor. Decir Mercedes era decir Segovia y de ello todos estaban al tanto, mucho más allá de aquella esquina donde se desarrollaban los silenciosos episodios. Cada quien imaginaba lo que mejor le parecía, como eso de llevársela en el manubrio de la bicicleta, vestida de novia, para casarse en una capillita en Las Adjuntas. No le gustaban los templos.

Yo lo vi salir al tercer día, resucitado, era él, con otro semblante, se había rasurado y no tenía marcas de ningún tipo. Algo más delgado, con la misma resolución de siempre, montado como un jinete en su máquina rodante.

—Te compro un cuadro —escuché que alguien le dijo.

—De cuánto lo quieres —respondió tajante.

Ese día comprendí que Segovia no estaba loco, sólo estaba enamorado, por las cosas que hacía. En las mañanas además de dedicarse a la pintura se ocupaba de la bicicleta. Le colocaba adornos, pulía los rines pasándole una solución abrillantadora y a los rayos, uno por uno, los dejaba relumbrantes. Le cambiaba el asiento y los parafangos, y al manubrio lo cubría con una cinta adhesiva rojiza. Así convertía la Raleigh de paseo en esa joya deportiva, uno se preguntaba si Segovia imaginaba que su bicicleta era un automóvil, tal vez un Mercedes Benz 450 SL, una nave extravagante para entretener a su novia.

Te digo algo, esa bicicleta era la envidia de muchos, con aquellos calapiés que al cruzar raspaban el asfalto echando chispas y esa forma de manejarla, con lentitud y gran estilo. La vez que lo vi dando una vuelta por los lados de la plaza entendí muchas cosas, por eso el día que se la robaron presentí el final, muy triste por cierto. Mercedes se mudó para Barquisimeto y dicen que logró reconciliarse con el miserable empleado de corbaticas. Segovia, abandonado y más solo que nunca, desentendido del mundo, se quedó mirando el cielo. Ya no le quedaba lienzo para continuar aquella pintura. ¡Ah Mencha!

Dicen en la plaza que después de la pérdida se buscó una burra pollina y se dedicó a pintar santos, pero esas son habladurías. Sara Montiel sigue allí, en el recuerdo de todos nosotros.

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