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El más desesperado de los besos
Del libro inédito Confieso que he besado

domingo 30 de agosto de 2015
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“El beso de la muerte”, escultura de Jaume Barba
“El beso de la muerte”, escultura de Jaume Barba

Viví obsesionado por el beso y por la parte de nuestro organismo destinada a ofrendar esa caricia, y donde es más intenso recibirla. Viví envuelto en la vorágine de la ardiente tempestad de labios aludida por Shakespeare. Para mí, una mujer era en lo primordial —y todavía lo es ahora, en este instante— una boca; al aparecer cualquier hembra de la especie humana, mis ojos obedientes a un influjo hipnótico se fijaban en su boca; solía examinar su forma natural estando en reposo y la configuración de sus labios en la sonrisa; me recreaba en sus mohines, en los labios pulposos entreabiertos, en el centelleo de una luz en los incisivos; imaginaba el ampuloso tapiz de la mucosa sonrosada en el interior de la boca y la masa blanda y musculada de la lengua tibia y húmeda escondida en la cavidad. Si por obra del azar, o de la femenina coquetería, la punta de la lengua llegaba a asomarse entre los labios, experimentaba algo muy semejante a una pequeña ausencia. ¡Oh, deseada! ¡Mujer perfumada: tú exhalas aromáticos efluvios de todos tus agujeros naturales y oquedades corpóreas! Dulcísimo paloma, eres fuente de placer para todos mis sentidos. Oigo tu voz y es música, susurro angélico, aleteo, murmullo, y el deleitable ritmo del translúcido escándalo de tu volátil risa. Bebo la vida en tu boca olorosa. Eres un móvil vivo, asomo de destello, espiral infinita, frágil Novia del Viento, retal de gasa enredada en los tiempos. (Eres como un felino; ¡pero, no!: realmente eres la presa y yo el depredador insaciable, dispuesto a devorarlo todo, sin dejar desperdicio.) Para mi olfato yo descubrí la alquimia de tu aliento: clavo de olor, canela, camomila, heliotropo, sándalo perfumado, corteza de limón, albahaca, jengibre, espinacardo y ámbar, y esos olores emanados de tus axilas, de tu boca y tu sexo: la acicateante mezcla de sofisticaciones y artificios y del almizcle propio de un saludable y joven animal femenino. Te lamo, porque tú sudas miel, y para el tacto de mis dedos está tu piel, los músculos paradójicamente tensos y suavísimos, la infinidad de ondulaciones, turgencias y oquedades dibujadas en tu cuerpo por esa piel; las venas, las arterias y los nervios debajo de la piel; los vellos umbríos oscurecedores de regiones de tu piel; día a día la humedad de tus concavidades aplacan esta insaciable sed… Temprano en el discurrir de esta existencia aprendí a reconocer las excelencias de la boca; sin la menor intención de hacerme médico o esteticista, sólo por gusto, estudié a fondo su anatomía y fisiología. Las pequeñas glándulas de los labios, su tisú esponjoso, su piel fina, dan una sensación exquisita y voluptuosa, analógica con la parte más oculta y todavía más sensible de la mujer. La boca es la zona erógena por excelencia; un receptor ultrasensible al que afloran los nervios; es el centro de sensualidad de la cara y el más poderoso polo de atracción entre los sexos, los labios son una de las regiones del cuerpo humano donde se encuentran más terminaciones nerviosas, razón por la cual son extraordinarios receptores sensoriales; no obstante, como todo cuanto es sublime, también la boca es delicada y siempre está en peligro, porque a los labios los protege apenas una piel finísima, transparente y extremadamente frágil, incapaz por sí sola de hacer frente a las agresiones externas, desde la temperatura hasta los microbios; la capa córnea es prácticamente inexistente en los labios; las capas queratinizadas de la dermis, cuyo espesor es de hasta veinte en las manos y en los pies y de ocho en el resto del cuerpo, en los labios es solamente de dos; tampoco posee la boca glándulas sebáceas ni sudoríparas, carece, por lo tanto, de la película protectora; no obstante, la red vascular de los labios es rica y multiplica el intercambio entre los tejidos: he ahí la razón de su coloración característica. La piel de los labios no posee melanocitos, por ello no se broncea jamás, pero sí se quema, al no tener la protección natural frente a los efectos de la luz solar, los pigmentos de melanina. La boca es frágil: su contorno está rodeado por numerosos músculos y fibras elásticas destinadas a facilitar su continuo movimiento en el habla, en la gestualidad, en el besar, pero al mismo tiempo favorecen la aparición de arrugas perpendiculares en su entorno; por tal razón la boca, flor de la juventud, reclamo erótico, componente esencial de la estética facial humana, también es la primera parte del rostro en revelar el avance hacia a la muerte representado por el envejecimiento. También es la boca un órgano multifuncional; por la boca ingresan al organismo muchos de los placeres y todos los nutrientes, vale decir, las sustancias cuya transformación aporta energía vital; y por ella sale la palabra: el verbo, el espíritu, la decantación de la energía física llevada a su esencia más sublime; la energía vuelta otra clase de energía. Y con ella besamos. El beso reitera hasta la extenuación el drama del deseo: es el eterno enfrentamiento entre la ternura y la violencia. En el besar participan todos los sentidos: la visualización de la boca y su disposición a entregarse nos excita; palpamos los labios de la otra con los nuestros: sentir la piel del otro es un placer experimentado gracias a las diversas endorfinas elaboradas por el cerebro. Con el beso aparecen las exoferomonas; las captamos con el órgano vomeronasal: un epitelio neuronal localizado en la nariz, al oler el aliento, el sudor de la piel, de las axilas, el sebo del pelo; el esteroide androstenodiol, generado por el hombre, desprende un olor atractivo para la mujer; luego éste se transforma en androsterona, aún más excitante para la hembra. El besar induce la descarga de la feniletilamina, desencadenante de la lujuria, y de la oxitocina, cuya función es la de reforzar los lazos emocionales entre los amantes. Degustamos el sabor de su saliva; oímos los quejidos despertados por nuestros besos y mordiscos en las entretelas de sus entrañas. El corazón se acelera al besar y a través de la arteria facial la sangre mana profusamente a los labios, incrementando su volumen y sensibilidad. Al besar se activan veintinueve músculos de la cara y la respiración se vuelve más profunda como efecto de la acción de las moléculas secretadas por las glándulas suprarrenales sobre las ramas pulmonares del sistema nervioso. Al besarse ambos sexos secretan serotonina, neurotransmisor responsable de la sensación de gratificación, y dopamina y sus derivados: noradrenalina y adrenalina, entre otros, neurotransmisores influyentes en los estados de excitación y euforia y en el estallido del deseo erótico, así como de la obnubilación, placidez y otros síntomas característicos del enamoramiento; uno de sus efectos es el de crear dependencia y así empuja a los amantes a besarse otra vez; el beso encadena a los dos: no puede haber ya disimulo del amor cuando se intercambia. El beso es un instante cristalizado: alimenta y calienta el alma, permanece en los labios y vive en la memoria; es la distancia más breve entre dos y es algo que tú no puedes dar sin recibir, ni recibir sin dar; y los besos son elocuentes cuando sobran las palabras. Pero ocurre en la experiencia del besar que si bien puede ser juego, al empezar, en un momento impredecible, incierto, incluso, el más sagaz, el más experto, sin saber cómo, el control pierde, y he aquí que el polvo muerde. Y de dominador que se creía, sujeto queda a la ignota tiranía de las volubles fuerzas del azar; y entonces, ya nada puede anticipar. Pero, al fin y al cabo, amiga mía, nunca ofrece el destino garantía. Siempre somos infortunados ciegos: lo mismo ocurre en los demás juegos de esta incertidumbre que es la vida. Es en el acto amoroso donde la boca, puesta en función del beso, hace sentir su dominancia. En el acezante juego preliminar del amor los labios besan y chupan por todo el cuerpo del ser amado; los dientes muerden esponjosas adiposidades… En uno y otro momento, ramalazos de lucidez rompen mi embotamiento, a veces, en ellos, recuerdo un verso de Verlaine: Rústica belleza tus treinta y dos dientes de animal joven no contrastan mal con tus ojos ardientes. En el preludio amoroso las lenguas de ambos amantes lamen concavidades húmedas y enfebrecidas protuberancias; durante el acoplamiento las bocas se ensamblan tanto como los sexos y mediante besos, mordiscos y lamidas exploran hombros, cuellos, orejas, párpados y la tez del ser amado; en la eclosión de la mujer, en la boca recoge uno el suspiro, el quejido, el aliento: ese bocado de la esencia espiritual fugitivo en el clímax. ¡Jamás tuve en esta vida un deleite semejante al de recibir en mi boca el orgasmo de la amada! Luego del delirio, es mediante caricias dadas con la boca: los besos ahora tiernos y suaves, como expresan su agradecimiento recíproco los amantes, por tanto placer recíprocamente deparado. La caricia hecha con la boca, el beso, es el Alfa y el Omega del Amor. Tanto como besador insaciable, he sido lector voraz, y, naturalmente, mi literatura predilecta ha sido la poesía osculolátrica; y hasta tuve el atrevimiento —me avergüenza declararlo, pero en este trance ya no hay tiempo para pudibundeces— de intentar enriquecer esa poética deleitable… ¡Ay, cómo me gustaría poder recordar esos versos míos!… En este trance debería evocar de la Biblia otros pasajes, más cónsonos con la situación; de esos párrafos donde el alma pecadora suplica por el perdón y la salvación, pero el único palpitante en las arterias de mi cerebro es aquel ¡Béseme, mi amado, con los besos de su boca!, porque tus caricias son mejores que el vino… Y nada más recuerdo, aunque una vez lo sabía íntegro. Temblé de gozo ante Rodin, Ray, Chagall y Klim cuando pude ver sus obras; entremezclados con imágenes de cuadros y esculturas ahora me vienen en tropel, desordenados, caóticos, unos desdibujados, otros nítidos, algunas veces confundidos unos en otros, muchos de esos versos celebratorios del besar aprendidos de memoria; aquellos pícaros de Ovidio, cuando se exaspera ante el simple pensar en su amante, Corina, permitiéndose retozos ¡con su propio marido!, y sobre todo se opone a sus besos: No consienta que ligue sus brazos a tu cuello, ni recline tu linda cabeza sobre su helado pecho; no dejes que introduzca su mano en tu seno turgente, y, sobre todo evita darle ningún beso, pues si se lo das, me declararé a voces tu amante, gritando: ¡Esos besos son míos! El beso azorado de Rousseau, el culposo de Dante; los furtivos de Imru al-Kais; los de Baudelaire atormentado; desesperado Vallejo; los de Rubén Darío; la voz extraña, casi sin besos, de Ramos Sucre; Hanni Ossott, poeta de ojos azules íntegramente besable. ¡Poetas todos amados! ¡Qué fue de mí un momento después, cuando sentí —mis manos tiemblan— un leve temblor —tus dulces labios—, una gacela, como la de una corza su cuello blanco y fino que se ofrece a tus labios los labios de mi Julia presionando los míos!… ¡Boberías de soñador neurótico y enfermo! ¿Quieres saber acaso la causa del misterio? Leíamos un día, por consuelo, cómo fue Lancelot de amor herido: sólo éramos ambos, sin recelo… Se aparta esquiva, presenta una mejilla, los labios… Cuando al leer llegamos a la parte do aquél bebe de amor el beso blando este, que ya de mí jamás se aparte, la boca me besó todo temblando. Para no ser en bestias convertidos devoran cielos abrasadores, de aire y de luz posesos, una estatua de carne me envenenó la vida con sus besos y tenía tus labios, lindos rojos, y tenía tus ojos, grandes bellos… El hielo que los muerde, los soles que los doran, despacio van borrando las marcas de los besos. ¡Ah, por verla encarnada, por gozar sus caricias, por sentir en mis labios los besos de su amor diera la vida! La lámpara es dulce y yo tengo la fiebre. En la alcoba la lámpara derramando sus luces opalinas; oyéndose tan sólo suspiros, ecos, risas; al ruido de los besos; la música triunfante de mis rimas… Prenderé para Tilia, en la tragedia, la gota de fragor que hay en mis labios; y el labio, al encresparse para el beso, se partirá en cien pétalos sagrados… Debe ser de noche, de otro modo no me explico tanta negrura… La noche: yo la conozco bien; fui un ser de la nocturnidad; de noche saben mejor los besos por ser la noche la zona de tolerancia del tiempo; pero nadie puede decir con precisión cuándo comienza: sólo percibimos un momento difuso e inaprensible en el tiempo y en el espacio, un desmayarse de la luz, un lánguido postrarse de la claridad enrojecida por sombríos fuegos, purpúreas manchas, grises góticos, amarillos vacilantes, oscuros avasallantes y luminiscencias agonizantes; una sucesión de diversamente fugaces instantes llamada crepúsculo, que es al mismo tiempo el rastro de un día en fuga y la primera presencia de la nocturnidad. Por la noche salen las mariposas callejeras a ofertar sus encantos y placeres, cualquier cosa, menos sus besos, y en la penumbra el pasante en su reclamo de sexo express a precio razonable puede ver la brasa de sus cigarrillos iluminando los ojos impúdicos: uno lleno de tibio amor y el otro lampiño. Más allá, hundidos en la noche, quizá exhibiendo sus imperfectos atractivos a la luz de un farol callejero, están ellos sometidos a la obsesión extraña de ser ellas. Siendo de noche, logran velar la sombra de la barba bajo las capas de maquillaje espeso, pero ni aun los velos nocturnales pueden ocultar del todo las membrudas pantorrillas, ni los gruesos tobillos a veces torcidos al hacerse precario el equilibrio por su falta de dominio del arte femenil de caminar en zapatillas de tacón alto; los-las ellos-ellas los portan enormes. Deambulan, travestidos, por los vericuetos de la noche con sus cuerpos llenos de silicones cuya materia extraña a lo natural tarde o temprano hará germinar el cáncer. Y en torno a ellos-ellas deambulan, con disimulo propio de los avergonzados de sí mismos, los varones animados por la oscura compulsión de aplacar su sexo alterado con algo parecido a una mujer, sin involucrar sus peligros. Es por la noche cuando el miserable empantanado en el lado podrido de la vida hurga las bolsas de basura y cuando el jíbaro pasa, suministra y cobra. En los rincones de la noche se inyecta el infeliz incapaz de manejar su propio destino; lleno desde la boca hasta el culo sale vuelto loco por ahí arrebatado de una alegría imaginada centellante por ese infortunado, cuando en realidad es tan gris como la muerte. La noche es el tiempo del chulo y del malandro, del asaltante asechador en el callejón, del ladrón que busca y del policía que se rebusca. La noche es el tiempo bueno para el criminal portador de la muerte alevosa en el bolsillo; de noche la sangre de la herida, en vez de verse roja, luce negra, y así se confunde con las demás negruras de la noche. Pero hay lados diamantinos, burbujeantes y aterciopelados de la noche: los del buen vividor acaudalado en su bohemia dorada plena de risueñas damiselas de flexible talle, vestidas de lamé en diseños de Valentino y perfumadas en Chanel, ellas sí, dispuestas a besar en todos los registros. Y es de la noche el bohemio pobre, empapado en aguardiente canalla, y el guitarrista cantor del estacionamiento del club nocturno, cuyo sueño de ser estrella bañada en luces y oro se rompió en el camino de la vida —un camino duro, especialmente si uno lo toma de noche— y ahora se contenta con pasar el sombrero luego de azulear con sus boleros cantados con voz de a centavo los amores de parejas noctámbulas apresuradas por el dulce-ardoroso incentivo de continuar el encuentro en la cama. Pero también son entes nocturnos los músicos de adentro del club, y estos sí, nombrados en la marquesina; montados en la tarima, recibiendo los aplausos y los biyuyos, acentuando el riff para darle tensión al ambiente, mientras el del momento de gloria en la pieza se vuelve espléndido improvisando frase tras frase en su solo. No puedo recordar más… Ya llegan el sopor y la fatiga… Aspiró por un instante su aliento, y luego, como asustada de su propia audacia, le tocó los labios con la punta de la lengua… La lámpara es dulce y yo tengo la fiebre… La lucidez viene de súbito, en tanto la obnubilación lo hace paso a paso, con el andar pesado de aquel que ya ha perdido toda la esperanza porque no hay que permanecer en ninguna parte. Primero es una somnolencia, después un sopor, por último la oscuridad. La lámpara el dulce y yo tengo la fiebre… No puedo mover la cabeza amodorrada y vacía. Me hundo en un espacio sin límites donde dominan las sombras larguísimas y brumosas. El malestar ha disipado el entendimiento. Soy una piedra en el paisaje estéril. El sol dora mis cabellos y empieza a suscitar mis pensamientos informes. El fantasma del entrecejo imperioso vino en el secreto de la sombra y asentó sobre mi frente su mano glacial. A su lado se esboza un mastín negro. Masas de mil veces mi tamaño humano, como nubes verticales; de un color variable entre un gris lechoso, sucio, y la absoluta negrura; y todo gira lenta, pausadamente, en un ritmo de danza en adagio en torno a mí. Es la noche. Allá, la luz… ¿dónde está?, ¿de dónde viene? Me han traído hasta aquí con los ojos vendados. Llamas sinuosas corren por el piso del santuario: momentos de la noche sepulcral, subían las columnas y embellecían la flor del acanto. Las cariátides de rostro sereno sostienen en la mano balanzas emblemáticas y lámparas extintas. Yo siento que voy a morir a manos de una turba delirante ajena a toda piedad, y estoy a punto de abandonarme a la desesperación; invoco tu nombre y recupero el sosiego; retengo en la mano izquierda un puñado de tus cenizas y te llamo tres veces consecutivas mirando al sol agónico. Regresa, ternura, que ya florecen en el jardín los mirtos. En la hora profunda del espanto no bailarán los duendes y vendrán los venados y besarán tus labios con la ansiedad propia del sediento. Suave ternura, despierta el corazón a la aventura. No tengas miedo: el besar es tan fácil como un juego. Siente el silencio: al besarnos nos envuelve en un manto de dulcísimo aliento. Oye los pasos: son las sombras atisbando nuestro abrazo. Di cualquier cosa: toda palabra en el besar es bella. Suelta esos besos conservados en tu boca como presos. Tú debes darte, como una fruta nueva a tu amante. Abre los brazos, recibe a tu amigo en tu regazo. No sé cuánto tiempo duran las ausencias. No tengo noción del transcurrir del tiempo ni de la extensión de las lucideces: tan sólo llegan, traen sus evocaciones y se van. Esta luz lo llena todo y con ella llega el recuerdo del más desgarrador de los besos jamás dados; pero no persiste la idea en mi mente, pasa fugaz. Sonrío; quiero decir, sonrío mentalmente, sin saber a ciencia cierta si mi estado de ánimo se refleja en la expresión facial, al advertir mi disposición a transformar en vivencias todos los besos aprendidos de los libros. En eso del besar pasé por todos los registros emotivos: desde el beso ligero, alegre, frívolo, hasta el torturado y tumultuoso. Creo haber dado todos los besos concebibles, menos uno. Di el beso simplemente labial, el de los besantes apenas dispuestos a rozar sus labios, estando secos, o humedecidos con saliva, sin abrir sus bocas, aunque demorándose en ello, continuando el reto, hasta llevar a uno de los involucrados a un no resistir más y a exigir la participación de la lengua. Los besos oscilantes, los palpitantes y los lamedores, en cuya práctica los amantes se alternan en el acto de sacar la lengua para acariciar con los labios de su compañero. Y el beso mordedor, aquel del besante activo que se introduce entre los dientes uno o ambos labios de su amante y los mordisquea con ternura… o con ferocidad. Y el beso retenido, práctica sibarítica del erotismo consistente en amagar el besar insistentemente, acosando al amante, sin terminar de dar el beso implorado con ansiedad. Y el beso vampírico y el profundo, el dado con las bocas abiertas; en ese beso rozamos tanto la superficie de la piel de nuestros labios como las mucosas de su tapizado interior y las lenguas se acarician y entrelazan, yendo de aquí a allá como salamandras instigadas; el beso ferino, el de las lenguas acariciantes de las encías, activas en lamer los incisivos y los caninos; el de las lenguas enfrentadas, rechazándose recíprocamente, rodeándose con cautela propia de combatientes expertos, rodeándose, frotándose. Cuenta, niña: ¿tu blancura sobrepasa tu ternura? ¿Y es esa boca preciosa más bonita que una rosa? ¿Hay un ceñidor que ciña tus breves senos de niña? ¿No son tus pies, tan pequeños, los soñados en mis sueños? ¿Por qué es tan tersa tu piel: te bañas en leche y miel? ¿Cómo es que tienes los dientes como mil perlas lucientes? ¿Será tu pelo encrespado lo que me tiene enredado? Todos los besos del mundo, menos uno —dije—, aunque la omisión sólo se debe a no haber tenido la oportunidad de darlo. Aquí llega, el recuerdo elusivo de ese más desgarrador beso jamás novelado… El señorito Jorge, enfermo tuberculoso en fase terminal, y Celestina, la joven mercenaria de discreta belleza contratada para ser su doncella, enfermera, camarera… En la película la interpreta una actriz de belleza interior y sonrisa enigmática; ambos en una cama: el tendido, ella sentada al borde; la cara del actor olvidado entra en el encuadre; sin prisa, se aproxima a ella. Jeanne vuelve la cara hacia él, entreabre los labios, parece esperar el contacto. Él inicia el beso haciendo pulsar sus labios en la boca de la mujer; ella soporta la caricia demostrando tensión: mantiene los ojos abiertos, un músculo late en su cuello. ¡Pero esto es de otra película! Se me hace difícil estabilizar el recuerdo… ¡Ah, sí!, la Moreau es Celestine-Janne; y el enamoramiento le ha traído un hálito de vida al enfermo señorito Jorge… Pero lo amarga la idea de reconocer imposible su amor. ¿Cómo besarse, si un beso suyo emponzoñaría a su amada? Al fin, en un delirio de osadía le declara su amor y… Ella no se ha rendido del todo; el hombre profundiza el beso; ella cierra los ojos y se entrega. Él interrumpe la caricia, separa su boca de la de Jeanne… En ese instante un hilo de saliva queda uniendo las bocas de los amantes. Jeanne-Jeanne-Celestine sonríe entonces, con esa sonrisa nerviosa, fugaz, desvaída, a lo Moreau… El señorito Jorge teme contagiarla con su mal… ¿Quién cuenta el más desgarrador beso jamás novelado? ¿Acaso Mirabeu? El mal del que yo muero, ¿no es cierto? Un beso tuyo, Celestine, eso sería la resurrección… Por esperar tu beso, tan deseado, ¡tan deseado!, empecé a vivir, a ser fuerte… Pero no te reprocho que me lo niegues… Tienes razón al rehusármelo. Celestine-Jeanne está espantada y relata los acontecimientos: ¡Mira, cruel, mira cómo te tengo miedo! —grita. Uní mi boca a la suya, mis dientes a los suyos con tal furor que me pareció que mi lengua penetraba en las llagas profundas de su pecho, para chupar, para beber, para aspirar la sangre más ponzoñosa y mortal… Sus brazos se abrieron y me estrechó fuertemente. Y lo que tenía que suceder, sucedió. ¡Ah, señorito Jorge, te celebro! Yazgo, en efecto, en mi lecho mortuorio, sin que la tuberculosis sea la causa, ni mi edad la misma del señorito Jorge. Tampoco tengo un amor que ahora me aporte un hálito de vida; pero no te envidio, señorito Jorge, porque yo amé mucho y mucho fui amado en el discurrir de esta vida que se me escapa en un suspiro. En este instante sentir esa pasión, cualquier pasión, sería un desperdicio. No lo quiero: otro es mi anhelo. Aunque parezca extraño, me siento inefablemente feliz; sólo me desasosiega el dolor de mis deudos. Quisiera hacerles entender que no hay razón para la tristeza; pero no tengo fuerzas. En este lado alcanzo a ver celajes y reconozco los rostros familiares apesadumbrados; logro escuchar murmullos apagados, como el resquebrajarse de una hojarasca seca al pisar en ella, pero ya no puedo sentir mediante el tacto ni hablar ni moverme. No obstante, se ha despertado en mí otra clase de sensibilidad; una capacidad perceptiva que bien podría llamar espiritual o sobrenatural está del todo abierta y mediante ella percibo un mundo de aquel lado. Las cosas son más brillantes, rodeadas de un halo de luz, aunque no puedo distinguir con nitidez cuáles son esas cosas. No siento dolor ni amargura. ¿Dónde irán a sembrarme? ¿O acaso me cremarán? Mi último destino no lo aclaré cuando todavía podía hablar con la gente de este lado. ¿Renaceré? ¿Reencarnaré? De ser imperativo, quisiera hacerlo como un rosal, para tener rosas perfumadas que atraigan a las mujeres con su voluptuosidad y su aroma, de modo que al acercarse ellas para disfrutar de mis flores, parecieran venir a besarme. Rilke quiso tener un rosal sembrado en su tumba, fue su última voluntad; suponía a la planta desarrollando sus raíces hasta hundirlas en sus despojos mortales, absorbiendo su esencia, haciéndola subir por su tallo hasta llevarla a las flores y desde ahí esparciéndose en forma de un hálito perfumado; así volvería a llenar de poesía al mundo; pero el viento helado de los Alpes jamás ha dejado crecer un rosal sobre la tumba del poeta. La muerte es la ausencia de la presencia, inicio de un espacio sin límites y de un tiempo sin fin. Pero también es un glorioso abismamiento en el descanso absoluto. Una liberación, el impulso hacia un salto sin retorno, sin caída, sin conclusión. Pero, de verdad, ¿es así la muerte? Quizá sólo el éxtasis de los besos dados en vida es comparable con el placer de morir. Los deudos sufren por las convulsiones que a veces conmueven el cuerpo del ser amado moribundo: no saben que son estremecimientos de alegría, de placer: son convulsiones orgásmicas; el placer sentido por espíritu al comenzar su libertad… ¿En realidad hay paz del otro lado? ¿Se hace libre el espíritu o cae en otra prisión? Algunos piensan que uno tiene que pagar antes de elevarse a la liberación, y que en muchos casos no hay forma alguna de pagar debiendo uno hundirse en el infierno, que es helado, según dicen unos, o hirviente, según dicen otros: es estar vivo en el vientre de un caballo de bronce enfurecido por todos los fuegos del mundo; y es así por toda la eternidad. Muchos creen que cada quien recibe el infierno merecido a partir de sus depravaciones y excesos en este lado; así, hay infiernos del hambre, del odio, de la vigilia, de la codicia insatisfecha… ¿Cuál será el de los que mucho amaron, de aquellos que entraron sin poder salir jamás en el laberinto de la lujuria? El mío no puede ser otro que el estar por toda la eternidad rodeado de mujeres de bocas sangrientas, apetitosas, húmedas, entreabiertas, perfumadas, que me asedian sin poder besar ninguna de ellas. ¡Ah!, esta sensibilidad rara a veces se hace tan aguda que se vuelve dolorosa. Gracias a ella percibo su aproximación; escucho un susurro, algo así como un susurrar; tal vez sea el batir de sus ropajes animados por un viento. Huelo su aroma, palpo su presencia, cada vez más próxima. La veo llegar. Me resultan cómicas las imaginerías que te representan horrenda, esquelética, vestida en andrajos, arrastrando podredumbres, envuelta en miasmas, hedionda a sepulcro y portadora de una estúpida guadaña… ¡Si eres hermosa, Muerte!, y hueles a nardos. Pálida, eso sí; escalofriantemente lívida, con una palidez próxima a lo translúcido; no obstante, eso es un componente de tu belleza sobrenatural. Creí advertir tu transfiguración de lo etéreo a lo semitangible en aquel rincón del cuarto, pero no fue así; en realidad, entraste por una puerta de súbito abierta en esa pared… ¡Oh, gloria!: si es la puerta de mi Jardín Secreto; la misma atisbada en mis duermevelas, ensueños y sueños, la aparecida siempre al final del camino, sin poder abrirla jamás. Cada quien tiene su propio jardín secreto, ¿no es cierto?, el lugar ubicuo donde escondemos nuestros actos malditos. Por la puerta entra esta claridad y a través de ella percibo las luminosidades armoniosas y los colores sabrosos, la música olorosa y los aromas con formas; nunca imaginé al amarillo con semejante configuración, en cambio el perfil del azul me resulta de lo más familiar. A través del vano de la puerta veo las cosas del otro lado… Ahí están los arroyos de leche, vino y miel y los pájaros de plumajes espléndidos y trinar embelesante, y todas las mujeres alguna vez besadas por mí… No todas: sólo aquellas ya idas al otro lado; forman una fila de andar ceremonioso; al cruzar frente a la puerta cada una de ellas hace una gentil reverencia y me saluda con la mano. ¿Pero, qué hago yo aquí, de este lado? ¿Cuál fuerza poderosa me impide arrojarme de una vez por todas en tus brazos, amable Muerte? ¿Cuál es la causa de la dilación insoportable? ¡Ah!, interpreto la señal, supongo entenderla: me es necesario entender antes de dar el paso llevado por ti. ¿Entonces es verídico el supuesto oscuro? Por cierto, no todo es fresco, luminoso y bello de ese lado. Intuyo lo abyecto y lo abominable; atisbo pasajes tenebrosos donde no llega la Luz; son recovecos repulsivos habitados por seres atormentados reacios a la purificación ofrecida por la Luz de amor plena dispersa por casi todo el Jardín; y así es por cuanto el Mal no se queda de este lado: pasa al otro con cada uno de nosotros, y muchos seres persisten en su perversidad; por ello los infelices de las regiones sombrías prosiguen su retorcida existencia. Los hay apáticos vencidos por la desesperanza; los maníacos rientes en carcajadas sardónicas; los gimientes angustiados eternamente presas de la mayor amargura, mesando sus cabellos; los incapaces de perdonar; los ahítos de odios; los orgullosos, los avariciosos, los necios; los condenados por su indiferencia ante la súplica de amor de otros; los ladrones, los peculadores, los violadores, los homicidas, los calumniadores, los mentirosos… Avanzas hacia mí y me tiendes los brazos en amoroso gesto. Tu rostro, ahora visto de cerca, es plácido y luces muy bella cuando sonríes curvando tus labios plenos de esa boca tuya formada por dos pétalos de una orquídea rosada. ¡Ven a mí, amiga Muerte! Tiéndete sobre mí; apoya tu torso en el mío porque quiero sentir los volúmenes como del tamaño de toronjas de tus senos aplastándose en mi pecho. Tiende todo tu cuerpo sobre el mío yacente: amolda tus formas de mujer a mi perfil viril, tu cara a la altura de la mía buscando la proximidad de nuestras bocas, al punto de hacer de nuestros alientos una sola corriente, y tu pubis encajado en el mío… ¡Cómo quisiera!… ¿Podría ser? Sólo tienes que levantar tu saya y abrir las piernas cabalgándome… Nadie se daría cuenta, porque solamente yo te percibo… Mis movimientos, claro, serían inevitables, ¡pero los confundirían con las convulsiones propias del trance! Entiendo, no te está permitido… Perdóname tanta osadía… ¿¡Ah, eso sí!? ¡Oh, prodigio! ¿Entonces no puedes negar un beso? Es lógico: no hay otra forma; tanto como al besar la boca de la amada al desencadenarle el orgasmo absorbemos un bocado de su alma fugitiva en ese instante, tú debes besar para libar hasta el último girón del alma del agonizante entregándose a ti. Extraña sensación esta de saberte tendida encima de mí sin sentir tu peso ni tu forma ni tu textura ni consistencia alguna. Mi única sensación es de frío. ¡Un frío inmenso! Eres gélida, Muerte querida; en eso sí tienen razón quienes te han descrito. ¡Demasiado fría! Tienes la frialdad de la daga del asesino y de su corazón… ¿Llegó el momento del tránsito? ¡Espera: aún no! Concédeme un instante más para fijar la imagen preciosa de tu rostro; déjame apartar tu cabello a fin de evitar la intromisión de algún mechón travieso de tu pelo en este Beso del Adiós Conclusivo. Ahora, sí: dame tu congelada boca de pétalos de orquídea rosa, Muerte… ¡Pero no separes los labios todavía!, permíteme primero este sencillo y casi casto beso labial… Así, amor mío… Y este lamedor, ¿no es divino, Muerte?… Tu boca es apetitosa… ¿Te habían besado de esta forma en alguna oportunidad anterior? ¡Dios mío, cuán presumido soy!, cuando pienso en cuántos te has llevado, con toda certidumbre antes alguien debe haberte propuesto este divino juego del besar en el momento de su trance… ¡No, no, te lo ruego: uno más; uno solito! ¡Anda, bonita, uno solo más!… Así, así… Y ahora, dame ese amenazante beso profundo, llamado labilingual por los científicos y florentino por los poetas. No te apresures, no vale la pena; es mejor en ralenti. Abre esa boca apenas un poco y aflora los labios, cierra los ojos; déjame acariciar la piel de tus labios con la yema de mis dedos; depárame la sensación estremecedora de recorrer con la punta de mis dedos la mucosa interior y de palpar la textura de tu lengua; permíteme pellizcar suavemente esa carne delicada de tu boca. ¡Ah, dame tu lengua viva e inquieta!, déjala titilar entre tus labios, introdúcela ahora entre los míos; combate con la mía: púlsala, enreda tu lengua con la mía: hagamos de ellas serpientes enamoradas, chupa mi saliva. Yo aspiré centenares de miles de bocados de alma, y heme aquí: aspirado, mamado, absorbido, bebido, chupado, succionado. ¡Líbame, Muerte amada, hasta no dejar nada dentro de mí! ¡Con este espíritu, te llevas también todos los bocados de almas absorbidos por mí en el discurrir de una vida estupenda!

Rubén Monasterios
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