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La biografía olvidada de Limón Rodríguez

jueves 5 de noviembre de 2015
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Limón J. Rodríguez nació en Cuba, en la municipalidad de Bolondrón, Matanzas, por ahí por 1900. A su abuelo, como a muchos, lo trajeron del Congo, y de él Limón absorbió la cultura y la lengua de esa región africana. Tuvo trece hermanos y una hermana, pero con quien formó una sólida alianza fue con Kiri, su lazarillo y conguero hasta que Limón se fue a vivir a Nueva York.

Travieso y malandrín, cuando tenía doce años cogió un palo y, aguzada la punta, le hincó el culo a una mula. El animal respondió con furibunda patada que le dio de lleno en el limón. Así se quedó ciego. Poco después empezó a usar gafas gruesas y oscuras, como se aprecia en tantas fotos.

Los días de amargura y sombra terminaron la tarde en que Kiri lo cogió del brazo y lo llevó al taller de Víctor González, músico y carpintero que sabía hacer instrumentos.

Sutilmente, con imágenes de santería y vocabulario congolés, Limón refregó el legado africano en la cara de la sociedad cubana.

Víctor le ensenó a tocar la botija, la marimbula, la guitarra y el tres, del que se convertiría en virtuoso; ya antes, con Kiri, se había iniciado en las congas y bongós. La clausura de los ojos fue la apertura de los oídos. Melodías que Víctor tocaba, él las repetía al derecho, al revés, improvisando, en diferentes claves, en estilo simple o barroco, con diversos bajos, arpegios y acordes. Y aunque a los meses la instrucción no pudo continuar —aquejado por la artritis, se vio forzado al descanso— Víctor fue de vital importancia para Limón, que así encontró su camino en la vida.

Hacia 1920 su familia se mudó a La Habana y ahí él pulió su estilo con los recordados cuartetos y quintetos de la época. A los veinte años ya tenía su propio conjunto, El Septeto Matancero, que tocaba tanto en fiestas en los solares como en clubes de sociedad. Sutilmente, con imágenes de santería y vocabulario congolés, Limón refregó el legado africano en la cara de la sociedad cubana. Pero cuando intentó presentarse con congas en el prestigioso Casino de la Playa el gerente de ninguna manera dijo.

Sin congas era imposible lograr el nuevo sonido que Limón había creado.

—¡Pue’ no tocamo’! —gritó.

Y corpulento y grande como era, furioso con la insolencia del mayordomo, lanzó un manotón que fue a impactar en la trompeta de Manolito Chapotín, haciéndola volar por el aire mientras ¡Guardia! ¡Policía! gritaba el gerente.

Ese no fue el único suceso que alimentó —de forma injusta— la fama de revoltoso de Limón. Años antes, en Marianao, Kiri lo salvó de una muerte segura en una pelea a cuchillo, y como esa otras broncas tuvieron también por causa a una mujer. Es cierto que años después, cuando andaba varado en Texas, la necesidad lo obligó a participar en la lucha libre como The Marvelous Blind Fighter, pero esto no desmiente su carácter amigable y bonachón.

A mediados de los 30 Limón y su conjunto fueron “descubiertos” por la RCA Victor en La Habana, y así empezó una larga serie de grabaciones con “La bruca del monte”, “Ya ta’ namorá”, hasta colaboraciones en los 50 con Machito, Chano Pozo, Tito Rodríguez, Cachao y otras luminarias. Su música ayudó a formar el mambo, a concebir la salsa y, aunque muchos lo disputan, a transformar el blues.

En 1943 él y Kiri viajaron a Estados Unidos y por asuntos de visa tuvieron que quedarse unos días en Florida, en un hotel de a hora y segregado. En la canción “Sucedió en Tampa” expresó su frustración al no saber el idioma:

Si no quieres pasar lo que pasé
¡habla inglés! ¡habla inglés!
se habla al derecho y se dice al revés.

Ya en Nueva York fue a consultar al doctor Román Castrorreyna, prestigioso y eminente oculista cubano. Limón tenía la esperanza de recuperar la vista, pero el doctor rápidamente lo desengañó. Él expresó su amargura en “La vida es sueño” donde, a lo Calderón, reflexiona:

Hay que comprender
mentira es todo
nada es verdad…
todo es eterno sufrir.

Después de un corto regreso a La Habana volvió a los Estados Unidos, pero esta vez viajó solo. Leyes de protección al artista americano le impidieron ir con su grupo, y Kiri estaba envuelto en asuntos legales que lo llevarían a prisión. En Nueva York lo recibió su primo Rafael —Rafa— Escolari, que sería su primer cantante y quien lo ayudó a instalarse. Nunca más regresó a Cuba, aunque en canciones como “Patria mía” y “Adórenla” hace patente el cariño por su país.

Además de grabar profusamente, Limón se presentó en Washington, DC, Chicago, Los Ángeles y el Caribe. En 1952, en Nueva York, tuvo su famoso mano a mano con Dámaso Pérez Prado por el título de “El Rey del Mambo”, que a decir del público concurrente y la crítica especializada terminó en empate.

De las dos a tres semanas que pasó en Texas no se sabe mucho. Viajó a Dallas solo (¿para demostrar que no necesitaba de nadie?) y el intérprete que iba a recibirlo y acompañarlo nunca se presentó. Como en Tampa, Limón volvió a encontrarse solo, en un mundo hostil y diferente, de lengua veloz e incompresible. Para colmo continuas tormentas de arena interrumpieron el servicio del tren por varios días.

Joey Hurtado, hábil negociante y empresario, lo encontró en una esquina de Deep Ellum cantando blusones que a pocos atraían. Una latita sujeta al mango del tres recogía las monedas que le daban, y con su oído excepcional Limón reconocía cuando era un centavo, el que de inmediato arrojaba, gritando:

—¡No me menosprecie’, no señó! —en vano, porque nadie le entendía.

Fue Joey Hurtado quien lo invitó a su negocio, no musical sino de lucha libre. Joey se movía entre el español y el inglés y en su espectáculo combinaba la fuerza bruta americana con las acrobacias de los mexicanos. De inmediato comprendió el éxito que tendría un luchador ciego y Limón, apremiado por la necesidad, tuvo que aceptar.

Como The Marvelous Blind Fighter Limón enfrentó a luchadores sin brazos, sin piernas, ninguno ciego y completos también. Aún hay gente que habla de su duelo con La Bestia Manca por el título de “Rey del Ring-Agosto” que a decir del público concurrente y la crítica especializada terminó en empate. Su corpulencia y oído increíble lo salvaron de lesiones serias y así pudo subsistir hasta que regresó a Nueva York.

De esa época son canciones como “Lamento de serpiente negra” y “El son de la caja de fósforos”, que influenciaron a T. Bone Booker, B. B. King y a través de ellos a Los Beatles y otras estrellas del blues y el rock.

Con los años se hizo famoso en toda América y la venta de sus discos alcanzó números extraordinarios. En Chicago grabó sus últimas canciones: “El son del gato”, “Me botaron” y “Corazón de hielo”, y fue ahí donde le llegó su trágico final.

Ese día fue a los estudios de la RCA para cobrar 2.500 dólares que le dieron en efectivo. Era fines de diciembre y el invierno, que no toleraba bien, extremo y duro. Rafa había viajado a Nueva Jersey por asuntos familiares y Limón, terco como la mula que lo dejó ciego, no quiso que nadie lo acompañara. Ni Joey Hurtado, que con su olfato para el dinero se había venido desde Texas, pensando en un musical de lucha libre con Limón como estrella.

Y era la urgencia de tener el dinero en sus manos lo que lo llevó a ir ese día de tormenta. Más las ganas de tocarlo y sentirlo que por necesidad. Llegó en taxi pero el chofer no quiso esperarlo, se fue gritando algo que él no entendió.

El conserje le dio el sobre y se demoró palpando y acariciando los billetes, comprobando la cantidad, gozando el olor y lo crocante del papel. Recordó su niñez sin zapatos, las ropas con agujeros, las peleas con sus hermanos. Ahora podría comprar un carro, pagar un chofer.

Cuando salió estaba nevando. Imaginó mariposas sin alas, una catarata de escamas. Dos cuadras lo separaban de la estación, pero era difícil caminar, se resbaló, trastabillaba, el agua empezó a filtrarse en sus zapatos. Avanzó pensando que alguien lo seguía. Al rato el viento enfureció y la nieve se hizo espesa, grave, pesada. Decidió regresar; al dar la vuelta una sombra le ganó la espalda.

El golpe lo devolvió a la oscuridad, esta vez definitiva. Vio un intenso resplandor, una luz tan aguda que lo hubiera vuelto ciego otra vez. Al día siguiente, cuando encontraron su cuerpo y ni rastros del dinero, tuvieron que echarle agua hirviendo para descongelarlo.

José A. Bravo de Rueda
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