Estábamos a 17 de diciembre y la lluvia había escondido con tanto sigilo sus intenciones tras un sol de mentira, que todos andábamos de manga corta y pelo suelto, como si el verano. Yo, pensionado y lector, había ido a devorar un libro al salón de comidas del centro comercial de mi vecindario, lo que solía hacer cuando la lluvia avisaba a mi piel que ese día caería en el pasado, igual que en el poema de Borges. Al llegar descubrí que parte del área había sido ocupada por un gigante arreglo navideño: cuatro copias de mis viejos soldados de plomo fabricadas en madera, de estatura humana y vestido contento, custodiaban un deslizadero de doble entrada —un morro y dos taludes pensados para que los niños inventaran el vértigo—, en cuya base había un agujero circular que daba al conjunto la forma de un puente por donde pasaba el río de la sed; un árbol de navidad bajo cuya sombra multicolor se arracimaban unos cubos forrados en papel de regalo, como si la abundancia, y muchas serpentinas simulando el viento del mes de la alegría.
Unos minutos después, la algarabía de unos niños me hizo levantar la vista del libro con que me entretenía y pude verlos: nueve niños jugado en el deslizadero y al frente, cuidándolos, tres abuelos canosos, dos papás hablando por el teléfono móvil y cinco mamás en trance de gallina que sospecha un gavilán. Y entonces se vino el aguacero. La lluvia sobre el techo abovedado del centro comercial causaba tal estruendo que era imposible la lectura y a mí —que a veces siento la lluvia como una cárcel— me dieron ganas de irme a casa. Fui hasta la ventana y constaté que la intensidad del aguacero hacía imposible salir a la calle, y temí que si me mojaba se iba a encoger mi pantalón, comprado barato en una ganga de agosto. Decidí esperar a que escampara y me puse a andar por ahí entre churrascos, cerdos agridulces y gaseosas, hasta que recalé de nuevo en el arreglo navideño: los niños habían perdido el interés en el deslizadero y hablaban en voz alta sobre materialismo histórico y adelantos de la ciencia virtual. Los abuelos estaban dormidos soñando cines mudos. Los papás discutían susurros telefónicos con sus amantes y las mamás tejían algunas ilusiones a largo plazo. Entonces decidí meterme al aguacero, porque al fin y al cabo era diciembre y no importaba si mi pantalón se arruinaba pues mi hija, con seguridad, iba a regalarme otro en unos días, por lo de la navidad.
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