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El misterio de las perdices

martes 16 de febrero de 2016
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Eran las diez de la noche, la hora favorita de María. María miraba con ojos brillantes, llenos de asombro e ilusión, a su padre, que con mucho empeño e ilusión le estaba contando un cuento. Pero, como todos, este también tenía un final.

—Y fueron felices y comieron perdices —María oyó decir a su padre.

Pero María no entendía por qué los personajes de los cuentos cuando estaban felices comían perdices. A María le gustaba comer cruasanes de chocolate, eso era lo que más le gustaba merendar, no perdices. María ni siquiera sabía lo que eran las perdices, pero no sonaba a dulce ni a bueno, no señor, sonaba a comida que a ella no le gustaría seguro. Sin embargo, María no merendaba cruasanes todas las tardes, porque su madre decía que engordaban y que eso no era bueno. María se esforzó mucho por entender todo lo que pasaba por su mente, pero el sueño, como siempre, poco a poco se fue apoderando de ella.

En la mente de María ya iba tomando forma por qué las princesas comían perdices.

Al día siguiente, María le preguntó a su profesora qué eran las perdices. Y su profesora, sorprendida por la pregunta que nada tenía que ver con la lección de ese día sobre los adjetivos, sonrió y se lo explicó. Así, María descubrió que las perdices eran una especie de pájaros y eso aún le resultaba más raro. ¿Quién querría comerse un pájaro para celebrar que estaba feliz? No, María no acaba de entender la relación entre la felicidad y las perdices y se puso a pensar otra vez en lo que a ella le hacía feliz, es decir, pensó en cruasanes, lo que inevitablemente le hizo recordar a su madre decir que engordaban, pensamiento que le llevó a preguntarle a la profesora si las perdices engordaban. La profesora, ahora ya riéndose, le contestó que no se preocupara por eso. Respuesta que María interpretó como un clarísimo NO.

En la mente de María ya iba tomando forma por qué las princesas comían perdices, pues éstas no engordaban como los cruasanes y como su madre decía que engordar no era bueno, es decir, era malo y lo malo no te hace ser feliz, era lógico que comieran perdices en vez de cruasanes de chocolate.

Las horas fueron transcurriendo poco a poco y María estaba feliz por haber resuelto el gran misterio de las perdices. Llegaron las cinco de la tarde, hora de salir del colegio y de la ansiada merienda por todos los niños. Su madre, que ese día había salido antes del trabajo, había parado en la pastelería para comprarle a María su merienda favorita y así darle una gran sorpresa.

—Hola cariño, ¡mira lo que te ha traído la mamá para merendar! —dijo su madre mientras sacaba de su bolso la bolsita con los cruasanes de chocolate.

—No, mami, hoy no quiero cruasanes que estoy feliz. ¡Hoy quiero una perdiz! —contestó María sonriendo a su madre orgullosa de haber entendido una cosa de mayores.

Su madre, confundida por la respuesta de su hija ante los cruasanes, decidió que sería algo que habían aprendido hoy en clase y no le dio más importancia. Le dio un beso en la mejilla, se guardó la bolsa de cruasanes de nuevo en el bolso, y las dos se fueron de la mano de camino a casa.

María ya estaba preparada para otro cuento.

Marta Timoner
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