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El cruce de Shibuya

sábado 19 de noviembre de 2016
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Portazos y más portazos son el día a día de María, quien desde la cama y para evitar oír los gritos decide escuchar música y cerrar los ojos. Intenta vaciar su mente, imaginar que está en otro sitio. Pero en realidad eso nunca le funciona y esta vez tampoco le funcionará. Sin embargo ella lo intenta porque hoy podría ser diferente, o eso se dice a sí misma. Se imagina que está en una de esas ajetreadas calles de Tokio, como las que salen en las películas, justo esa que tiene el paso de cebra tan grande y en el que siempre se ve a gente corriendo. Pero ella no corre. Está de pie, en mitad de la calle, mirando cómo el resto del mundo se apresura para no llegar tarde al trabajo, a una comida, a una cita o a casa. Se queda mirándolos, escuchando de fondo el ruido de los coches acelerando, nerviosos por arrancar nada más el semáforo cambie a verde, el ruido de la gente gritándole a sus móviles, el ruido de los niños llorando porque tienen sueño y el propio ruido no les deja descansar. Sin embargo, en todo ese ruido María todavía puede diferenciar los insultos que, en el piso de arriba, sus padres se profieren el uno al otro. Y de repente el color cambia a verde, los coches impacientes comienzan a pitar, la gente asustada empieza a correr, pero María, impasible, sigue de pie, inmóvil, en medio de la calle, mirando a los coches con mirada desafiante. Las motos, rápidas y veloces, comienzan a esquivarla, pasando a pocos centímetros de María y ella, contra encogerse de miedo como cualquier humano haría, cierra los ojos, abre los brazos y por un instante olvida el ruido y se sume en el mayor silencio que nunca nadie ha conocido.

Marta Timoner
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