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Amo de casa

viernes 26 de febrero de 2016
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Aquel terreno tibio, orgánico, en el que supieron germinar el deseo y las ideas, y en el que se batieron a duelo hasta el final dudas y arrebatos, se fue un día sin despedidas ni llantos, sobre una camilla a manos de dos fornidos paramédicos. Así despedí a mi antigua residencia, la endeble, la que a estas alturas imagino putrefacta. Hasta que lo encontraron, ya frío mi cuerpo, podía sentirlo envuelto en las sábanas como un quiste en lo que ahora son mis entrañas de concreto.

La casa estuvo abandonada durante años, era una propiedad heredada de lazos sanguíneos tan aguados que sólo los ancianos de la familia reconocían las caras de sus retratos. ―Para qué seguir pagando alquiler, ya es hora de tener el techo propio ―insistían los mayores y me decidí a habitarla. Mi temprana orfandad había despertado en ellos una compasión distante, tal vez obligados por el compromiso de la sangre seguían mis pasos sin quitarme el aire.

Me levantaba de la cama con una leve sensación de pequeñez, como si las paredes, el techo y el mismo suelo se contrajeran un poco cada día en una especie de Big Bang inverso y sutil.

Desde afuera no decía mucho o, tal vez, yo no sabía escuchar. Era un caserón sombrío, con el frente ganado por los tallos sinuosos de unas glicinas sin flor. Cuando atravesé su puerta el primer día, tuve el impulso de renunciar, de volver sobre mis pasos, dejar la llave en su cajón y seguir con mi vida como estaba. Bastó poner un pie en la antesala para que su aliento cargado de polvo y esporas me causara un tren de estornudos. Con los ojos aguados, pestañeando para evacuar la tierra flotante, no lograba discernir qué era cada cosa en ese estado de caos y mugre que se ofrecía ante mí. Paredes y aberturas necesitaban varias manos de lija y removedor. Pero la pintura se convirtió en un detalle menor, lo tedioso, la tarea monumental, fue decidir el destino de su enredado interior en el que convivían viejos volúmenes del Tesoro de la Juventud con carcomidos guantes de terciopelo, donde las soberanas eran las arañas y su reino se multiplicaba en el doblez del empapelado abierto, en los intersticios de la biblioteca y en las alturas por las que nunca pasó un plumero. Los muebles habían sido pacientemente colonizados por el bicho taladro y sobre ellos no hubo discusión, sólo pena. Un constante tira y afloje con las mujeres de la familia, que formaron un conciliábulo ecléctico como las mismas pertenencias de la casa y se resistieron al ultraje de su interior, que si fuera por ellas habría apretujado los bártulos uno arriba del otro en el altillo y la habitación de huéspedes, además de conservar el decorado cargado de chirimbolos de varias generaciones, los almohadones llenos de ácaros, las cortinas con borlas apelmazadas, las jarras, teteras y pingüinos, incluso herramientas cuya función a esta altura del siglo resultaba obsoleta. No quería convivir con esos trastos viejos pero no pude deshacerme de todo, conservé los libros, el globo terráqueo y la miniatura del jardín chino dentro de una botella, por decisión propia. Guardé las lámparas marroquíes y unos platos de porcelana celeste por ruego ajeno, y los tres santos, por las dudas. No me atreví a exiliarlos, pero no hizo falta que aboguen en su defensa, la mirada apacible de aquellas estatuas y su gesto de goce celestial lograron infundirme un cauteloso respeto a la hora de desechar los últimos testigos de un par de vidas y sus respectivas muertes.

La limpieza llevó unos meses, luego amueblarla y habitarla fue más sencillo. Una tarde entraba al local de “Alfonsina Hogar” y no sabía si somier o cama, si resortes o goma espuma de alta densidad. Y elegí, de tin marín de do pingüé, la de una plaza de costo intermedio y la almohada de mejor calidad, para no sufrir las cervicales. Otro día en el bazar, cuatro platos, ¿para qué más?, me dije haciendo el recuento de mis exiguas amistades. En poco tiempo me encontré quitándole el plástico al colchón, tendiendo la cama, acomodando los utensilios en la cocina, verificando el funcionamiento de hornallas y, por último, yendo al mercado para atiborrar la alacena de aderezos y galletitas.

El primer día bajo su techo, tan distante a mi sentir, desperté aturdido. Como en las vacaciones cuando aún vivían mis viejos, la primera mañana abría los ojos en algún cuarto de hotel y encontraba un cielo raso más o menos claro, con o sin cortinas pastel y la pregunta obligada, reverberante, ¿dónde estoy? Y los segundos cayendo sobre las nuevas paredes y el desconocido techo, estirándose, y mis pupilas errantes intentando abarcar más el espacio, hasta comprender. Aún con el olor a pintura y la limpieza incorruptible del estreno no parecía un hogar. Los últimos sobrevivientes de arácnidos e insectos me miraban con desconfianza (y con justa razón después de la fumigación) desde las finas hendijas del machimbre, incluso algunos osaban espiar sobre la cornisa del zócalo como inquiriendo respuesta. Aquella vivienda impoluta, con escaso y minúsculo movimiento animal, y me incluyo en esta apreciación, parecía hibernar, perderse en las risas de antaño. Eso me causó más pena. Tal vez no debí cercenar así, con indiferencia, sus órganos internos; extirparle el sofá de lectura con rasguños de gato matizados en el estampado, la mesa enclenque con sus fantasmas de chorreadas y olvidos de fuentes calientes, o la cama matrimonial, arena de las únicas batallas que se libran contra la muerte. Hasta los santos en las esquinas del living observaban con extrañeza el vaciamiento. Tuve que caminarla, respirarla y mojarla bastante antes de sentirme cómodo, ganar su confianza con minúsculos gajos de mi cuerpo. Pero, cuando esto sucedió, cuando al fin logré despertar bajo su techo y sentirlo amigo, cercano, y las arañas ignoraban ya mis pasos, y al menos San Francisco lograba regresar el gesto hacia un horizonte sacro, y nadie parecía objetar el ruido de mi boca al masticar, ni el canto de tenor bajo la ducha; cuando ella al fin decidía aceptarme, algo comenzó a suceder. A picarme esta sensación, una mínima, casi nanométrica al principio, impresión de lo erróneo.

Primero creí que se debía al efecto de llenarla con cosas, esa manía de ocupar los espacios vacíos, de apoyar objetos inútiles, o de utilidad transitoria, en estantes, mesas, mesadas y mesillas; como un remanente del horror vacui ancestral. El caso es que me levantaba de la cama con una leve sensación de pequeñez, como si las paredes, el techo y el mismo suelo se contrajeran un poco cada día en una especie de Big Bang inverso y sutil. Las puertas se hallaban más cerca, disponía de menos espacio entre y para las sillas, los cuadros en la pared se arrimaban entre sí. Sentía que la casa se achicaba de una manera apenas perceptible.

Recuerdo que de niño solía ver los frentes de las casas como rostros, en su mayoría de apariencia amistosa. Las ventanas eran los ojos, algunas tenían varios, y la puerta la boca. Las había con peinados excéntricos de tejas negras o chapas rosas, con pirinchos de palmeras o barbas de jazmín. Con frenos de hierro y lenguas de colores que se extendían hasta la vereda. Algunas miraban la calle con melancolía y otras parecían estar a la expectativa, ávidas de visita. Mi casa al principio tenía un gesto impreciso, la mirada ausente, la boca que no espera.

Tal vez fuera yo quien de a poco estuviera dispersándome en este espacio, partes de mí como esencias que se fueran impregnando en los mosaicos, en los ladrillos y en el revoque. Fragmentos, astillas, gotas de mí conscientes, asentándose entre los poros de la pintura y la madera, sintiendo cómo las livianas patas de los sobrevivientes me pisaban o me arrastraban en sus diminutas piezas bucales. Como los quejidos de las tuberías, y la fatiga del parquet y el altillo, se acompasaban con los sonidos de mi cuerpo, de afuera hacia adentro, crujidos, pisadas, rascadas, eructos, cantos, toses, respiración, y en lo profundo el rumor de la sangre, el tránsito burbujeante del quimo y la pausada filtración de la orina, gota a gota (como la pérdida insistente de la canilla del baño). Cada vez más miraba por la ventana y, a veces, su marco se confundía con el de mis anteojos. Y sus vidrios mis córneas y mi boca cerrada como si no esperara.

La sensación se volvía más nítida con el correr de los días. Con precisión veía escasear los cerámicos bajo mis pies y me encontraba llegando antes al baño, o a las otras habitaciones. Inútil fue contar los pasos o calcular frenéticamente las distancias con el metro, cuando mediaba la razón, la casa se rebelaba y pretendía medir lo mismo que el primer día. Y el efecto ocurría en todas direcciones, tendido en la cama sentía el techo aproximarse, respirando mi sueño o acechando la algodonada vigilia. Con menos espacio para andar y menos aire entre las cosas, y sin embargo no me invadía la asfixia porque podía respirar por las ventanas y orificios de la casa, por las rendijas de las puertas, por suerte sin burletes. Y seguían acercándose las paredes hasta sentirlas piel. Nuevamente, de afuera hacia adentro, piedra, cemento, ladrillos, más cemento, machimbres, epidermis, mucosas. Y más casa día a día.

Desperté estático, arrojado de mí a la luz del alba que me entibiaba un costado, entonces me espabilé y una vez más el techo me resultó ajeno, había cambiado.

Me acostumbré gradualmente a ella, como el que sube de peso se acostumbra a los kilos. Y adiciona capas y más capas de tejido, y los músculos y huesos se acomodan a la par de la conciencia que, de a poco, se adapta al tamaño nuevo. Lo mismo que una prenda cuando se usa a diario y se amolda a la topografía del cuerpo hasta sentirla propia, una extensión o un apéndice más. Así me calcé los mosaicos y me abrigué de vigas. Y las ventanas se abrían casi sin tocarlas y comenzaba a nacerme una barba blanca de glicinas.

Para que mi puerta-boca pareciera anhelar visita le hacía falta alma, pensé un día. Entonces la idea me siguió a la calle y al regresar la mastiqué junto a la cena como se mastican las obsesiones, enajenado y confuso frente al sinfín de posibilidades. Esa noche caí en unos sueños profundos en los que fluctuaban las dimensiones conocidas, en un momento la mesa se expandía y luego cabía en la palma de mi mano. Después veía mi cocina desde la pata de la mesa, era la mesa, y después era zócalo, puerta, perilla de un cajón. Me encontré observando el living desde muchos ángulos, desde mis ojos primero, otra estatua, la de San Cayetano, se alejó y los estantes con libros se elevaron hasta perderse en el cielo cuando empequeñecí en un suspiro. Luego bajé la mirada hacia mis pies y vi que eran unas largas, oscuras y queratínicas patas. Trepé con rapidez y desde una moldura en la pared me vi, desde mis ocho ojos, un gigante sentado en el sofá. Y todos mis ojos se encontraron, los humanos, los arácnidos, los millares de arcilla, tierra y pelusa que flotaban en el aire, y todas las visiones convergieron en una. En un momento, no sé decir si posterior, previo o permanente, una extraña y agradable sensación de omnipresencia me invadió.

Eso que faltaba, que no lograba precisar que faltaba; eso que sabía que llegaría algún día, sucedió tras aquel sueño. Desperté estático, arrojado de mí a la luz del alba que me entibiaba un costado, entonces me espabilé y una vez más el techo me resultó ajeno, había cambiado. Observé la calle, ya no a través de, sino desde mis (ojos) ventanas. Con cierto recelo noté que desperezarme, o mover alguna parte de mi cuerpo, era imposible. Descubrí que mis pies se anclaban en lo profundo de la roca, que mi nuevo techo era el cielo y por todo mobiliario contaba con las acacias y los postes de la calle. Comprendí que ella había cedido, que al fin me adentraba en sus cimientos y me erguía pleno hasta las tejas. Y ya no importó si ella se redujo o yo me esparcí, si me deshice entre ladrillos o se pegó como un traje, si animé sus paredes o me fundí en ellas, si convencí a cada átomo que abandonara su danza de silicatos inertes para abrazarse en carne y huesos, y luego creerse idea, o viceversa. Lo que importaba al fin, y ahora entiendo, es que casa y casero somos uno.

Emilia Vidal
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