El único vecino que formó parte del plan había muerto el pasado otoño. Pero hasta de eso se habían olvidado. Ella había olvidado, por ejemplo, que se llamaba Aurelia y que él era su esposo. Él la llamaba Amelia, Amalita, y no sabía si acaso se llamaba Rufino o Rugelio.
Ella, por su parte, estaba segura de que se llamaba Ruperto, pero cada vez que le servía el café, en la mañana, le decía: “Ernestito, ven aquí”, y él obedecía sin aspavientos. Ernestito era, en realidad, su hijo muerto. Aurelia y Ruperto también lo habían olvidado.
Cuando alguien tocaba la puerta y preguntaba por Rufino, ella respondía “Aquí no vive ningún Rufino”, pero él de inmediato intervenía, desde su viejo asiento: “Dígame, compañero”, con esa voz que había endurecido en el ejército. Había pasado mucho tiempo desde entonces. Ya estaban en la novena década de su vida. Además de su hijo y el vecino del plan, habían perdido a las cuatro ovejas que criaban, a los dos burros. Solo les quedaba su casa a punto de caerse, una cama, una cocina a leña.
Él la despertó y le dijo: “Vieja, dame un abrazo”, pero ella le preguntó quién era, de dónde había salido. Ruperto se puso a llorar.
El vecino del plan se llamaba Wiles. Criaba ovejas, era flaco como la rama más flaca a punto de quebrarse. Una mañana Ruperto le pidió que le preparara una sopa y que, en la sopa, agregara veinte gotas de lejía. Aurelia había sido más contundente: ese día se acostó al filo del abismo. Le ordenó que la empujara. Sin embargo, la sopa fue devorada por unos perros y, solo cuando se vio echada al pie del abismo, ella se preguntó qué hacía ahí y se puso de pie de regreso a casa.
Hacía mucho tiempo que ya se habían olvidado del plan.
El viernes, Ruperto le había pedido a Aurelia que le preparara café y que le agregara un polvo para matar ratas. Aurelia puso una olla sobre la cocina de leña y siguió cada uno de sus pasos. Le llevó la taza, incluso, hasta el cuarto donde habían dormido el último medio siglo. Estaba a punto de entregarle la taza de café humeante cuando se percató de que él no llevaba medias, y si lo dejaba así se iba a morir de frío, de modo que ubicó la taza en la tierra húmeda y fue en busca de un par de medias.
Al rato, sin embargo, volvió con una manta gruesa, le envolvió los pies y para entonces ya se había olvidado de la taza con café humeante con polvo para matar ratas y, muy tranquila, frotándose los ojos por el sueño, apagó la vela que iluminaba los cráteres de sendos rostros.
Los despertó el canto del gallo a las seis de la mañana del sábado. Un chorro de la vela había caído sobre la biblia, que estaba sobre una vieja caja donde guardaban la ropa. Aurelia creyó que era una premonición y fue a despertar a Ruperto para ir a la misa. Él le dijo que lo esperara y, mientras se alistaba para el desayuno, antes de la misa, se puso a rezar un padrenuestro. Rezaba mirando el piso, el cuadro de un santo —era San Francisco de Asís—, su rosario, pero de pronto miró hacia el techo y la viga que sostenía el techo de cinc. No acabó la oración.
En cambio se levantó de la cama, buscó la soga que había guardado el pasado otoño para cumplir el plan, la encontró en la vieja caja donde guardaban la ropa y trepó a la cama. Intentaba colgar la soga cuando escuchó el grito de Aurelia: “Ernestito, vamos a la misa”. Pero no hizo caso y colgó la soga y estaba a punto de enganchar su cuello cuando se percató de las telarañas fabulosas que colgaban sobre el tul, de modo que buscó una escoba para limpiarlo y, para cuando el tul quedó libre de telarañas, Ruperto ya había olvidado la soga que colgaba como una culebra peligrosa.
Aurelia se quedó dormida en una hamaca, al lado de una botella con agua que iba a hacer bendecir en la misa. Él la despertó y le dijo: “Vieja, dame un abrazo”, pero ella le preguntó quién era, de dónde había salido. Ruperto se puso a llorar. Aurelia lo miró pero no le hizo caso y en cambio se asomó a la calle y, de pie en el vano de la puerta oscilante, creyó ver a las cuatro ovejas que alguna vez crio y fue hasta la cocina a ver hojas de camote para alimentarlas. Cuando regresó había empezado a llover a chorro cruel.
Trató de recordar el plan y fue al abismo, cerca de su casa. “La lluvia es una buena ayuda”, pensó. Y se acostó a esperar a que la tierra se tornara en un fango que la haga resbalar. Ruperto la vio, fue a verla y gritó: “¿Qué intentas hacer, Amalita?”, pero Ruperta no le respondió. Con las fuerzas que le quedaban, él la tomó del brazo y la arrimó hasta su lado. “Amalita, ¿qué intentas hacer?”, le volvió a preguntar, y ella empezó a llorar mientras le lanzaba puñetes en el pecho. Y ambos empezaron a llorar bajo la lluvia majestuosa. Y estaban llorando cuando ella trastabilló, y trastabilló él también, y cayeron de bruces a la niebla espesa del abismo.
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