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La banqueta de la parada de autobuses

jueves 5 de mayo de 2016
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Era la banqueta de la parada de autobuses. Al verse se vinieron en llanto. Ella no pudo ocultar su llanto ni su sorpresa. Ni el dolor que ya se regaba por todo su cuerpo. Verlo así, como lo recordaba, era siniestro.

Como si alguien escribiera esa historia y consignara que cada cosa ocurriría, como por supuesto, ya estaba ocurriendo. Sabía que él moriría en sus brazos, baleado y adolorido y que antes de hacerlo diría “fue un placer conocerte”.

Ya lo habían vivido desde antes de conocerse. Se vivían desde antes de que ella lo mirara y desde antes de que ambos se miraran para entender que ya conocían sus corazones y sus demás órganos vitales; que ya estaban unidos por un nexo de sucesos y una historia común, trágicos.

Se conocieron en una banqueta de la parada de autobuses que iba de extremo a extremo de la ciudad. Ella supo que lo amaría.

La encontró sentada en la banqueta de la parada de autobuses, bajo una llovizna ligera y fría, a punto de encender un cigarrillo. La mirada se nubló de inmediato.

—Esto no debió ocurrir —le dijo, sin conocerlo oficialmente, pero con el lacerante desgarro de saberse conectada a él para sufrir y llorar por el resto de su vida.

—Pero ha ocurrido —respondió él aplastando la colilla del cigarro que llevaba a medio consumir. Él la miró con el dolor atravesado en el estómago. Un dolor que le serpenteaba por el cuello, por los hombros, por el pecho, y ella lloró.

La había visto antes de morir y desde entonces sus lágrimas no cesaron en esos instantes finales. Se conocieron en una banqueta de la parada de autobuses que iba de extremo a extremo de la ciudad. Ella supo que lo amaría. También hablaba así. Él notaba que era una mujer especial. Lo notó cuando la tuvo por primera vez en sus brazos. Habló como ya nadie hablaba en estos andurriales del siglo XXI: amor, caricias sublimes, vivir juntos para siempre y formar castillos en el aire. Eran cursilerías que llenaban sus vidas.

Esa tarde, de llovizna fría, él la encontró sentada, tan precisa. Le sonrió y le habló de que se había quedado dormida y el autobús la paseó durante un trayecto de una hora, y, casualidad de casualidades, esperaría el bus de vuelta para regresar. Él salía a esa misma hora con la disposición de esperar la guagua y atravesar los barrios, las esquinas, el puente, hasta el otro lado de la ciudad.

Por eso el llanto de ambos al recordarse esa primera vez que se veían.

El sufrimiento no tiene límites —le dijo ella algunos meses después.

Si no pensamos en eso podemos ser felices, le decía él. Notó la palidez en su rostro.

También descubrió una belleza encantadora a pesar de la tenuidad de sus ojos: unos ojos tan tristes y preciosos que obligaban a persignarse.

Sus historias parecían escritas por alguien urgido, conminado a unirlos antes de que el mundo se opacara más y más.

—Me gustan los helados a las tres de la tarde —le dijo después de conocerse.

Subieron juntos al autobús. Él desajustó un poco el nudo de la corbata para no parecer tan rigurosamente enfático en su formal personalidad, y se preguntaron cosas: él, por ejemplo, había perdido a sus padres en un accidente aéreo, gustaba del whisky frío con Seven-Up y ella, además de los helados, disfrutaba hasta la locura algunas películas. A partir de ahí, el tipo siempre encontraba la manera de invitarla al cine. Odiaba ver las películas en DVD, no era lo mismo, el cine tiene su propia magia, decía ella inspirada en el sabor crocante de las palomitas de maíz y los vasos de Coca-Cola con hielo. Una película que la marcó, le reveló en el bus: Top Gun. Le dijo que la frustración experimentada por Maverick —su actor favorito era Tom Cruise— cuando Gus, su mejor amigo, murió, fue una interpretación única en la carrera del astro de Nacido el 4 de Julio. Él decía que gozaba de los ambientes íntimos, sin el bullicio del gentío en las discotecas, sin la neblina del humo de los cigarrillos y la marihuana en los lugares públicos.

En el trayecto se conocieron.

A él le encantaba de ella esa expresión de tierna dulzura en el rostro. Una verdadera incitación a mezclarse, a buscarla para protegerla, para estrecharla.

—Tengo cáncer —le confesó, dieciocho días después de conocerlo— y lucho por vencerlo, pero estoy exhausta.

Tres minutos después él bajó la cabeza.

Primer plano — Ojos llenos de lágrimas. Interior habitación Hotel California. Sus ojos llenos de lágrimas recogen toda la habitación donde la contempla desnuda sobre una cama gigantesca de sábanas blancas y colchones anchos.

Hicieron el amor como lo hacían siempre
pensando que se trataba de la última vez
que el mundo los unía y los apartaba.

Cada uno sobre los treinta y cinco, pensaban en vivir el resto de su adultez de la manera más feliz posible. Cuando su pareja anterior se enteró de que un cáncer de seno en desarrollo progresivo amenazaba su vida, hizo sus maletas y la dejó sola con su amor y su dolor, pero a fuerza de llanto, maldiciones y blasfemias, logró extirparlo a sangre fría de su memoria y sus afectos.

—Ese hijo de puta no valía la pena —le comentó una noche después de hacer el amor con las luces apagadas y con tres velones aromáticos difundiendo su esencia por la habitación.

Todavía estaba bien entonces, antes de que, para salvarla, le mutilaran uno de sus senos. Fue la época de la depre. ¿Cómo puede ser feliz una mujer incompleta? Ambos trataban juntos de alivianarse la carga: él la adoraba. Llegaba a su lado con un ramo de flores, un tarro de helado de macadamia o de crema de chocolate.

Y ahora que ambos se veían, ella sentada en la banqueta de la parada de los autobuses, pensaban en todo. En el llanto que lloraban juntos, en la manera, quizá, de elaborar alguna estrategia que les impidiera conocerse.

Pero ya se habían visto, y lo peor de todo, se habían reconocido. Tal vez si hubiesen detenido el tiempo, si ella no lo hubiera visto, la fatalidad tampoco los hubiera alcanzado. Ella no sólo lo vio entre la llovizna fría, sino que olisqueó su aroma, lo sintió en la atmósfera, descubrió su presencia en el aire. “No puede ser”, pensó una vez su capacidad sensitiva pudo digerir su presencia apremiante.

—Me llamo Martha Mijares —le dijo treinta y cuatro minutos después de haberla conocido— y los Mijares estamos sombreados por la herencia del cáncer. Lo de las células degradadas, las toxinas en la sangre y algunos quistes malignos diseminados en zonas vitales de su cuerpo, se lo dijeron después a ella, de manera dosificada. Si resistía algunas de las pruebas, algunos de los procedimientos, existía la posibilidad, una remota, pero posibilidad al fin y al cabo, de sobrevivir. Él supo de inmediato que, al contemplar su rostro, esa palidez que la blanqueaba cada vez más la acercaba al sepulcro.

En la familia la miraban y trataban de no transmitirle el abatimiento que les remolcaba el alma, intentaban minimizar la pena y actuaban como si nada extraordinario estuviera pasando.

Interior — habitación. Noche.

Juntos, ella recostada del espaldar de la cama y él en una silla haciéndole saber que nada ni nadie podía despertarlos y doña Juana y don Epaminondas, los padres, desgastados por las lágrimas, se derretían de pesar.

—No es la regla que los hijos mueran primero que los padres —le decía el padre, diluido por los sollozos.

—Ella no morirá —trataba de darse un consuelo a través de ellos.

—No nos engañemos, hijo.

Cuando comenzó a adelgazar más de lo debido, que vomitaba constantemente y se doblegaba de dolor en las madrugadas calientes y sin lluvia de la ciudad, él también inició el tránsito hacia el descalabro. Le llevaba las cintas de Tom Cruise para alegrarla, incluso Nacido el 4 de Julio, que por poco le vale la estatuilla del Oscar.

Close-Up

Y sus ojos parecían temblar en esas noches. Todo el proceso de la quimio, los viajes al exterior, la debilitaban. Tuvieron que ceñirse el uno del otro para contener la violencia del tiempo indetenible y enfrentar los estragos de una y otra enfermedades depositadas como huéspedes malditos en las entrañas de la mujer.

—Moriré —decía ella.

—No morirás —decía él.

Ella no duraría mucho. Los médicos le habían dicho que luchaba como una verdadera guerrera, que tenía un motivo para vivir, y ese motivo, con claridad meridiana, era él. Sin embargo, las posibilidades casi anulaban cualquier vaticinio.

—¿Qué te dijeron los médicos? —preguntó ella al constatar en su rostro una tristeza más grande que Australia.

—Estarás bien, mujer. Estarás bien.

Ella, débil, pero con la suficiente lucidez para interpretar los códigos de la vida, comprendió que algo fuera de lo normal sucedía.

Él salía a fumar en las noches de recuperación y la recordaba tal y como la conoció en la banqueta de la parada de autobuses. Entonces le pareció un ángel con esa piel casi transparente y esos labios de mujer lasciva que llamaban a la inspiración sexual.

A diario desfilaron familiares y amigos que hacía décadas que no veía. Amigos de los cuales ni siquiera se acordaba y que le transmitían, como un caño de nostalgias, los recuerdos de juventud en la universidad, los años de locura por la Avenida del Puerto, las amanecidas en el Malecón de la capital; las películas en el autocinema de La Feria, que luego la Coca-Cola se tragó para construir otras áreas. Novios pasados, muchos novios que le hicieron escuchar el comentario de lo productiva que era, y ella enrojecida, medio avergonzada, le decía: “Siempre fui una puta empedernida. Siempre me gustaron los hombres más que comer con las manos”.

Exterior — casa. Plano Amplio.

Él salía a fumar en las noches de recuperación y la recordaba tal y como la conoció en la banqueta de la parada de autobuses. Entonces le pareció un ángel con esa piel casi transparente y esos labios de mujer lasciva que llamaban a la inspiración sexual. La primera vez que la poseyó creyó que no resucitaría, pues había experimentado la muerte y la gloria. Sus sexos se acoplaron en esa humedad, en ese calor, en esa experimentación de una vagina fogueada y todavía envolvente. Tan así fue, tan así ocurrió, que al terminar ella le confesó que nunca había hecho el amor como en ese momento.

“El primero no es el que llega a la piel sino el que llega al corazón”.

La recordó rejuvenecida, sonriente. Todos le daban el dato: después de ti la muerte retrocedió diez años.

Fue feliz. Ese día que la encontró en la banqueta de la parada de autobuses marcó para ella un inicio de florecimiento en la primera fase.

“Estoy condenada a vivir por poco tiempo”, le insistía ella, trasegada, transformada en la partícula de pesimismo que de vez en vez la envolvía. Pero prefería recordarla colorida, llena de vida, bien sentada para degustar los helados de las tres de la tarde, para llevarla en la memoria a las noches del cine Triple, donde vieron juntos Basic Instinct y ella quiso ser como la escritora lesbiana, alocada, puta y misteriosa que interpretaba Sharon Stone, para vivir la vida en otros niveles y en otras sustancias afectivas. La recordaba en El Lumière, donde vieron True Lies y ella quedó impactada por el rol de Jamie Lee Curtis y él admiró el cuerpazo de la mujer que ignoraba que era esposa de un superespía.

El Lumière estaba cerca de su casa en El Cacique y para ellos era tierna aquella entrada con grandes fotos a blanco y negro, imágenes alusivas al séptimo arte en las paredes y la familiaridad de una boletería donde alguna vez él compró el libro Espectador de la nada, de Arturo Rodríguez. Era ese ambiente simple lo que la recuperaba. Luego lloraron juntos cuando el lugar donde primero estuvo el cine Avenida y luego el Lumière fue transformado en un jodido edificio de consultorios médicos de la Clínica Independencia. Ella lloró. Adiós a los festivales de cine y a la venta en boletería de los libros de cuentos.

—Sólo tienes que hacerla vivir —le dijo el padre en una de sus estadías finales del hospital de Nueva York donde se estaba tratando. Entendió a la perfección. Rompió todo compromiso.

Interior — banco. Día

Una de esas mañanas de lluvia hizo el retiro en el banco donde guardaba sus ahorros, de todo su dinero, y esperó la breve recuperación para invitarla a un crucero por el Caribe. El sol le cayó de maravillas. Con todos los estragos y las marcas infalibles de sus padecimientos de salud, ella parecía resurgir de entre las cenizas y superarse a sí misma.

—Ya puedo morir en paz —le musitó al suspirar, luego de quedar engarzada entre los dos sexos en la piscina tibia una de esas noches calenturientas de Barbados. Más tarde ella nadó y él fumó viéndola. Aquellos minutos de felicidad vivida por ambos se convertían en una eternidad; minutos bañados de ambos en esa magia que él aprendió a construirle para reinar por encima del dolor físico que se ensanchaba y trataba de imponerse.

“Luchar, sólo nos queda luchar y vivir cada minuto con calidad”, le dijo buscándola en los párpados, en la nariz, luego mordiendo su nariz y haciéndole cosquillas como a una niña a las dos de la tarde.

—¿Y después de esto, qué sigue? —preguntó ella. En el preciso instante sintió mareos y el cuerpo se le transformó en un hervidero inflamable de sarpullidos y erupciones ardorosas. La internaron de emergencia. El crucero, en solidaridad empresarial y humanitaria, retrasó su gira durante tres días y tres noches, hasta que ella pudo salir e internarse en su camarote. Le preguntaron a su médico en un e-mail si podía seguir disfrutando de aquel viaje en su estado de salud y el galeno le respondió: “No hay mejor terapia en este momento que dejarla vivir hasta el límite”.

Ella sufrió mucho cuando supo que también el cine Triple desaparecía.

Allí vivió gran parte de su experiencia de juventud. Decía que poco a poco su ciudad se trastocaba. En el cine El Portal fue donde vio ET, el extraterrestre simpático de Steven Spielberg que marcó una época con su frase “ET, phone, home”. Le hablaba de eso. Le habló también de la vez que uno de sus novios la llevó al Cinema Centro 6, al lado de la discoteca Porkys, y vieron un clavo de sexo y ella tuvo que salir escandalizada en el justo momento en que cuatro ratones que parecían gatos cruzaron por encima de sus pies, subieron por los brazos del sillón y le robaron las palomitas de maíz y el refresco —así textualmente le refirió ella. A él no le quedó más alternativa que reír de buena gana ante la versión, un poquito cargada de imaginación.

Interior — habitación. Primer plano

Cuando regresaron tuvieron que llevarla a su aposento directamente. La familia se reunió para constatar de manera personal el gastado estado físico ganado en las últimas semanas.

—No quiero llantos —les dijo al recibirlos en la puerta—, si ve tristeza decaerá en una crisis peor. Si ve alegría, promesa de vida, no se salvará pero el consuelo inyecta minutos de altísima salud.

El padre y la madre lo dejaron dirigir la vida de su hija. Sabían que de no haber sido por él ya no estaría en el mundo de los vivos.

—Estoy feliz, papá —le dijo la misma noche de su llegada—, el dolor es mínimo y la alegría es mayor.

La mañana siguiente vistió de traje. Reunió a la familia, a los amigos que le seguían el juego de un optimismo imposible y adverso, y le pidió matrimonio. La boda fue simple: ceremonia de casamiento legal, reunión familiar y una pequeña luna de miel en una ciudad cercana a la capital. Descubrieron la fórmula de vivir, en un par de meses, una vida. Todos los días, a las tres de la tarde, comía un helado que él, de manera impostergable, se encargaba de buscarle. Y desde las alturas de un parque natural al cual se ascendía en teleférico, contemplaron el mundo en minúsculas partículas de edificios y calles proyectadas como hormiguitas.

¿Conocerte para ratificarnos el dolor? ¿Para qué vernos si al hacerlo nuestras páginas comenzarán a borrarse? En ese instante comenzaba su historia.

—¿Recuerdas cuando preguntaste y después de esto qué sigue?

—¿Cómo olvidarlo?

—Pues después de todo esto sigue la vida.

Eran felices, los dos. Habían alcanzado esos niveles increíbles de comunión, un estado de nunca resistirse sin ceder a las eventualidades de la vida. Existía una fuerza motora, trepidante, indescriptible, que ella misma no conocía.

Una situación tan especial e injusta, contradictoria, que al llorar los fulminaba. Por eso al verlo, al toparse con su mirada líquida en la banqueta de la parada de autobuses y reflejarse en sus ojos, no pudo acallar la voz de sus emociones.

¿Conocerte para ratificarnos el dolor? ¿Para qué vernos si al hacerlo nuestras páginas comenzarán a borrarse? En ese instante comenzaba su historia. Ella bajó los ojos. Él la miró, se acercó y la tocó:

—¿Qué ocurrió después de mi muerte? —le preguntó. Ella no se contuvo. No estaba proyectado que él falleciera y que ella padeciera el desgarro de verlo morir. Su mundo se precipitó, se hizo añicos, como cuando un vaso de cristal es aventado contra un muro de concreto armado.

¿Por qué narrarle un episodio que no conducía a nada bueno? ¿Qué alternativas existían para cambiar el rumbo de sus historias? Todo se había vivido.

Después de la boda y ya solos en la habitación se desnudaron y disfrutaron de un montón de películas hasta el amanecer. Ella tuvo el antojo de ver Dirty Dancing y la vieron. La conmovía esa historia trivial de la riquilla que se enamoraba de un pobre bailarín que danzaba a roce de piel y sudor y que, como en todas las historias rosa, era aceptado por el padre, y colorín. Proyectarían Belleza americana cuando él regresara de comprar cigarrillos en la tienda del hotel.

—No te demores —le sugirió ella, observando el reloj y descubriendo que sólo restaban diez minutos para las once la noche.

—Vengo de una vez—respondió—, la tienda está a pocos minutos de aquí.

Veinte minutos después escuchó desde la habitación los zumbidos de tres impactos de balas y un griterío cada vez mayor de mujeres asustadas. Él no regresaba.

Decidió vestirse, extrayendo unas energías que entonces descubrió tenía de reservas.

Close-Up

Sus ojos han iniciado un tránsito de lágrimas que le queman las mejillas. Corre en cámara lenta sin sentir las pisadas. Parece impulsada por un resorte que la empuja, el pelo se agita despacio de lado a lado de su rostro. En la pantalla se visualiza, en caída libre, una lágrima o una gota de sudor que al caer estalla salpicando otras gotas mínimas de esa gota grande y su grito viene de atrás, del fondo de todos los tiempos del dolor que lleva la velocidad de la luz, pero se detiene con el ruido vapuleado de su alma.

Él está tumbado en el piso del pasillo ensangrentado, rodeado de mujeres que lloran y de huéspedes aterrados. Lo mataron dos hombres encapuchados que se toparon con él en el mismo instante que salían de robar un cajero automático. Encendía un cigarrillo.

Uno de los dos encapuchados extrajo una pistola y ¡pum!, disparó sin atender nada. Ella lo tomó entre sus brazos con el último aliento: “Fue un placer conocerte”, musitó él, dejando la vida.

No habló. Solo un diluvio devastaba su organismo. Chispazos y granizadas rayaban su alma y moría, también moría de dolor. El dolor la matará primero que todos sus padecimientos, dijo el padre después de ir al hotel y cumplir los trámites para llevarse el cadáver.

 

Esa tarde de llovizna fría en la banqueta de la parada de autobuses ella se levantó. Él caminó. Se habían hartado de llorar y llorar por lo que habían vivido.

—Hemos soñado nuestras vidas. Sólo fue un sueño —dijo él intentando besarla…

—Sí, ha sido un sueño —dijo ella—, pero todo comenzó del mismo modo, detalle a detalle. Tú en la banqueta y yo llegando a la banqueta.

—Podemos hacer algo para que nada de eso se cumpla…

—Desde que nos conocimos ya nada podrá evitarse…

Lloraron juntos. Se conocieron en ese instante pero ya conocían el final de sus vidas. Esa noche, vieron Lo que el viento se llevó y se dedicaron a vivir.

Néstor Medrano
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